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Condenados de por vida: la confianza rota en el Estado que dejó el fallo por los 81 muertos en la cárcel Drama de los familiares por la absolución de los gendarmes de San Miguel

Condenados de por vida: la confianza rota en el Estado que dejó el fallo por los 81 muertos en la cárcel

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Para los familiares de los reos que murieron calcinados el 8 de diciembre de 2010, el jueves pasado debía ser algo así como el cierre de una etapa. Sin embargo, terminó siendo todo lo contrario con la absolución total de todos los imputados. Frustración, pena, gritos, rabia, llanto, más gritos y la desesperación de ver cómo sus peores sospechas se confirmaron. Un grupo de chilenos que ha perdido cualquier posibilidad de confiar en un Estado de derecho.


“Este es un momento fuerte para nosotros. Sabemos que históricamente el Estado siempre ha masacrado a los pobres y a los presos y hoy día puede que sea otro día más de eso. Tenemos que ser fuertes, sea el resultado que sea, y seguir luchando, aunque sean culpables o no los perros asesinos de Gendarmería que dejaron morir a los 81. Hay muchas instancias, no solamente el juicio donde el mismo Estado que encarceló a nuestros familiares ahora los defiende porque los quemaron vivos. No nos creamos el cuento del Estado. Se queman los pobres en Valparaíso, se caen las casas de los pobres para el terremoto, se queman los presos muertos en diferentes cárceles del país. Hoy día están torturando en la Peni y en Colina, tenemos que abrir los ojos”. Con estas palabras y rodeado de decenas de hombres y mujeres angustiados, César Pizarro, presidente de la ONG “81 Razones”, que agrupa a las familias de las víctimas que dejó el incendio en la Cárcel San Miguel, hace una especie de cierre.

A continuación la gente aplaude, alguien sale a la palestra para encabezar la oración, los demás se toman de las manos y rezan todos juntos. Son las 11:50 a. m. del miércoles 30 de abril. En poco más de una hora el Sexto Tribunal de Juicio Oral en lo Penal de Santiago otorgará, en forma unánime, la absolución de todos los cargos a los ocho miembros de Gendarmería imputados por los cuasidelitos de homicidios reiterados y lesiones reiteradas que terminaron con la vida de 81 reos el 8 de diciembre de 2010. Pero eso los familiares aún no lo saben y, aunque en el ambiente hay tensión, rabia y la gente grita y grita consignas contra los gendarmes y contra el Estado, en sus sonrisas y miradas cómplices se puede vislumbrar algo de esperanza. La confianza que ha crecido en los corazones tras cuatro años de trámites judiciales y visitas a los tribunales, movilizaciones y velatones.

Desde las 9:00 a. m., padres, madres, abuelas, esposas, hermanas e hijos han comenzado a llegar hasta las afueras del Centro de Justicia. En las escaleras de cemento han desplegado las gigantografías donde aparecen, sonriendo y posando frente a la cámara, sus familiares fallecidos. A los pies de los carteles, donde figura escrito “privados de libertad, pero no de dignidad”, enfilan girasoles de plástico, velas blancas y portadas de diarios roñosas. Los presentes comparten un cigarrillo, ríen a ratos, luego vuelven a apretar los puños y se hacen del megáfono y la vuvuzela para seguir entonando todos juntos “¡gendarme, cobarde, mataste y torturaste!”. Mientras, a un costado de las escaleras y parada frente al cártel donde aparecen sus dos hijos –“Andy” y Gonzalo–, Bernardita Gajardo se pone los lentes rojos para el sol que le cubren los ojos hinchados. La acompaña uno de los siete hijos que le quedan vivos.

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A Bernardita Gajardo la acompaña uno de los siete hijos que le quedan vivos.
El día en que la cárcel ardió, sus hijos Andy (21) y Gonzalo (22) llevaban dos años cumpliendo condena.

El día en que la cárcel ardió, Vicente Andrés Yáñez Gajardo –a quien su madre prefiere llamar “Andy”– y Christopher Gonzalo Yáñez Gajardo –a quien su madre prefiere nombrar Gonzalo–, tenían 21 y 22 años, respectivamente, y llevaban dos cumpliendo condena. Nacidos y criados en la población La Bandera, en la comuna de San Ramón, cayeron presos tras ser sorprendidos asaltando un camión. El dato para el atraco se los dio un amigo del barrio, a quien Bernardita todavía se encuentra rondando cerca de su casa y muere de ganas por increpar. Días antes, el sujeto había llegado hasta su casa en reiteradas oportunidades preguntando por sus hijos. Por aquellos días, tanto “Andy” como Gonzalo pololeaban, pronto iban a ser padres y cualquier ingreso extra era bien recibido.

“Una mañana llama este joven y sale el Gonzalo con el ‘Andy’ y otros amigos más. Yo había llevado a mi hija mayor a controlar a su guagüita y veníamos de vuelta cuando vimos que la policía pasaba para arriba y para abajo. Y me vienen avisar que mis dos hijos estaban detenidos. ‘Por ir manejando sin licencia’, pensé. Voy a ver y estaban presos. Hasta el día que los condenaron la abogada particular que contraté me aseguraba que iban a salir a la calle porque no había pruebas. Le dije al fiscal que investigara y me dijo ‘yo hago lo que yo quiero’. Al ‘Andy’ le dieron cinco años porque cooperó. A Gonzalo le dieron diez”, cuenta, mientras aprieta las manos nerviosa, bajo la mirada atenta de su otro hijo que la cuida de cerca.

Heredar discursos

Son las 12:10 y los familiares cruzan el patio de baldosa del Centro de Justicia, seguidos de cerca por las cámaras y los periodistas. César Pizarro lidera el grupo con el pecho henchido y vestido con una polera amarilla en cuya parte trasera se lee “la única lucha que se pierde es la que se abandona”. Por unos segundos, el tiempo se congela. El sol en las espaldas, van gritando consignas –todo está lleno de consignas–, algunos sonríen, ha llegado el momento que esperaron tanto tiempo. Personal de tribunales les indica que deben hacer una fila y registrarse con sus cédulas de identidad para luego descender a un subterráneo e ingresar a la sala que se ha habilitado especialmente para ellos, en donde –a través de una pantalla gigante– se emitirá en vivo y en directo el fallo de los jueces. Les han pedido que dejen los marcos de fotos afuera. “Es para que no rompan el vidrio y corten a nadie”, explica César.

En el auditorio hay 150 butacas azules, aunque los presentes sólo alcanzan a ocupar la mitad de la sala. Nadie dice mucho, las miradas neutras están puestas en el pendón que cuelga en el muro y donde se puede ver la imagen proyectada del estrado aún vacío. Entre los presentes hay niños que faltaron al colegio para estar este día en este lugar. Niños como Francisco Oyarzún (8), hijo de Francisco Ignacio Oyarzún Oyarzún, otra de las víctimas que dejó el siniestro y que al morir tenía apenas 21 años. Aquella mañana, el niño tenía cuatro y se enteró del incendio porque su mamá lo despertó y le dijo que mirara la televisión. Hoy, aunque no recuerda muy bien cómo era su papá, ha participado en todas las velatones y todas las marchas organizadas por los familiares de las víctimas, arrastrando a su abuela con él, aunque a veces el dolor sea demasiado. Pese a su corta edad, Francisco porta un discurso que, aunque probablemente aprendido, habla de la marginación de un grupo olvidado que la mayor parte del tiempo siente que no tiene derechos. “No ayudaron a nadie, no abrieron las puertas, dejaron que se quemen todos, cuántos días hemos sufrido. Ahora no dejemos que mueran más, que abran las puertas. No hagan más cárceles”, gritaba el menor, micrófono en mano, minutos antes de que los familiares ingresaran al auditorio, desde las escaleras a la entrada del Centro de Justicia.

[cita]“Hay muchas instancias, no solamente el juicio donde el mismo Estado que encarceló a nuestros familiares ahora los defiende porque los quemaron vivos. No nos creamos el cuento del Estado. Se queman los pobres en Valparaíso, se caen las casas de los pobres para el terremoto, se queman los presos muertos en diferentes cárceles del país. Hoy día están torturando en la Peni y en Colina, tenemos que abrir los ojos”. Con estas palabras y rodeado de decenas de hombres y mujeres angustiados, César Pizarro, presidente de la ONG “81 Razones”, que agrupa a las familias de las víctimas que dejó el incendio en la Cárcel San Miguel, hace una especie de cierre. [/cita]

Antes de que comience la transmisión, el fiscal jefe de la Zona Metropolitana Sur, Raúl Guzmán, cuyo personal ha sostenido la tesis de que los culpables de la muerte de los 81 reos fueron los gendarmes presentes aquel día en el lugar, se dirigió a los presentes. “Sin duda nosotros esperamos y tenemos la convicción de que vamos a tener un buen resultado después de este largo juicio (…). Ojalá obtengamos sentencias que vengan a reconocer, a establecer que no existe ningún espacio en nuestro país donde las personas no estén resguardadas en su derecho, que no se les protejan sus derechos, que no se reconozcan sus derechos. Una sentencia condenatoria en ese sentido va a venir a colocar las cosas en su lugar”, asegura Guzmán, mientras la gente se revuelve inquieta en sus asientos reclinables.

Por fin, pasadas las 13:00, en la pantalla gigante se puede ver a los magistrados hacer ingreso al salón y ordenarse en el estrado. El juez José Manuel Rodríguez da inicio a la lectura del veredicto. Pocos minutos han pasado y César se sienta en el suelo. “Parece que la cosa va bien”, dice sonriendo.

“Lo entendió todo cuando entró a la cárcel”

“Cambió mi vida, mi forma de ser, mi familia. Yo era una mamá muy aprensiva. Desde que mis niños partieron yo evito a mis otros hijos, busco motivos para no juntarme con ellos. No quiero verlos, si no estamos todos no hay nadie. Yo los amo pero los quiero a cada uno en su casa. Busco motivos para alejarme, problemas, no quiero estar junto a ellos”, cuenta Bernardita, y se le aprieta la garganta. Bajo el marco de los lentes rojos apoyados sobre su nariz comienzan, poco a poco, como goteras, a deslizarse otra vez las lágrimas. Esas lágrimas que no la dejan dormir.

Bernardita crió a sus nueves hijos completamente sola. Para pagar las cuentas de la casa, alimentarlos y comprarles ropa, hizo todo tipo de malabares. Trabajó como conserje en un condominio mientras en paralelo hacía el aseo en las casas del recinto, y todo el tiempo estaba vendiendo guantes, panties, calcetines, camisetas, anteojos, jockeys y cualquier otro artículo que demandara la temporada y le permitiera generar un ingreso extra. Además, tenía que hacer de mamá, papá, sicóloga y profesora en la casa. “Tuve que repartirme. Un día dormía con dos, otro día con otros dos, y así. A veces juntábamos las tres camas y dormíamos todos juntos”, cuenta.

Gonzalo y “Andy”, con un año de diferencia, estudiaron en la Escuela Jean Piaget, un colegio especial para niños con problemas atencionales, pero ambos desertaron después de cursar 2° medio. Así y todo, cuenta su madre, los jóvenes se las arreglaban para aportar en la casa: el mayor trabajaba en la lavandería de un hotel, el menor era empleado en una carnicería y soñaba con operar algún día una propia. Pero tras caer en la cárcel, los planes de “Andy” cambiaron. El joven empieza a codearse con los asistentes sociales del recinto y ayuda a asistir a algunos de sus compañeros. “Él también se empieza a sentir muy vulnerable al sistema. Los lolos no se dan cuenta por qué la mamá les cubrimos todo, pero él lo entendió cuando entró a la cárcel. En la casa si no había pan caliente, les hacía pan tostado. Si no había mantequilla, les conseguía margarina. En la cárcel ellos se dieron cuenta de lo que era la pobreza”, explica la mujer.

La peor noticia de todas

El juez Rodríguez no alcanzó siquiera a terminar la lectura de la sentencia cuando al interior de la salita de butacas azules los familiares de los reos muertos se pusieron de pie y comenzaron algunos a llorar con desesperación, otros a dar vuelta los muebles, otros a abandonar el lugar. Otros, los menos, permanecieron de pie estupefactos, mirándose entre sí, tratando de buscar en la reacción del vecino alguna pista para entender y asumir lo que aquel veredicto significaba.

Finalmente, el tribunal resolvió absolver de toda responsabilidad en los hechos al coronel Carlos Enrique Bustos Hoffman, ex director regional de Gendarmería; el teniente coronel Jaime Ernesto San Martín Vergara, asesor de la dirección regional de Gendarmería; el coronel Segundo Arnoldo Sanzana Barría, alcaide de la Cárcel de San Miguel; el teniente coronel Patricio Alex Campos Tapia, jefe de régimen interno en la Cárcel de San Miguel; el subteniente José Alexis Hormazábal Sánchez, jefe de turno; y los centinelas Fernando Andrés Orrego Galarce, Francisco Javier Riquelme Lagos y José Francisco Poblete Valverde. La sentencia fue particularmente devastadora para la labor de la Fiscalía. Los magistrados hicieron añicos la argumentación y procedimientos llevados a cabo para probar la culpabilidad de los imputados, acusando carencia de pruebas científicas y documentales, así como de testimonios de personas que los jueces consideraron clave para el proceso, entre ellos “los otros tres internos sobrevivientes del Colectivo Sur, cuyos dichos sin lugar a dudas hubiesen esclarecido la dinámica de la riña y el origen del incendio, máxime si se tiene presente que uno de los sobrevivientes que declararon en el estrado fue sindicado como uno de los autores del incendio con resultado de muerte”, explicó Rodríguez.

Tras un breve titubeo inicial, los familiares enfilaron rápido hacia el exterior, le arrebataron al personal del Centro de Justicia el montón de cédulas de identidad y corrieron escaleras arriba donde la prensa los esperaba con micrófonos y cámaras listas para disparar. Un par de rezagados permanecieron llorando al interior de la sala, ocultando los rostros entre los brazos apoyados sobre los respaldos de los asientos.

Afuera, en el patio central, la guerra no tardó en desatarse. Los primeros minutos fueron de caos mientras los familiares daban vueltas en busca de un culpable a quien encarar. Pero allí no había nadie, ni jueces, ni fiscales, ni gendarmes. En respuesta, no pasó mucho rato antes de que algunos de los presentes decidieran emprender carrera hacia las puertas de vidrio ubicadas en los tribunales de más al fondo y dar de lleno, a patadas, contra las instalaciones, exigiendo la presencia de algún responsable. Periodistas y camarógrafos apuraron el paso para documentar el enfrentamiento, mientras Fuerzas Especiales irrumpía con cascos y escudos con el fin de controlar a los manifestantes. Entre las columnas y paredes del Centro de Justicia, resonaba el llanto desesperado de las mujeres, madres, hermanas, hijas, amigas, pololas. Finalmente, todos fueron desalojados.

Horas después de la lectura del fallo, Gendarmería de Chile emitió un comunicado manifestando su “más profundo pesar por el fallecimiento de las 81 personas en el fatídico incendio del penal de San Miguel” y solidarizando “con sus familiares y entorno más cercano, entendiendo el dolor que estás pérdidas significan para ellos”. Asimismo, hicieron hincapié “en la necesidad de transparentar la realidad de las cárceles” y de “hacernos cargo de aquellos problemas más urgentes que hoy presenta el sistema penitenciario”, perfilando “el problema del hacinamiento” como “el principal obstáculo que tenemos para desarrollar políticas penitenciarias”.

Poco antes, bastante más duro en su declaración, el presidente de la Asociación Nacional de Funcionarios Penitenciarios, Óscar Benavides, aseguró que la sentencia sentaba “un precedente histórico” e hizo una “advertencia”: “Los gendarmes no somos superhéroes, las capacidades humanas han sido superadas ampliamente y van a volver a hacerlo”, aseveró.

Tales declaraciones fueron consideradas como una “falta de respeto” por parte de Gabriela Cruces, jefa de la Unidad de Atención a Víctimas y Testigos de la Fiscalía Regional Sur, entidad que acompañó durante todo el proceso a los familiares de los reos fallecidos en el incendio. “Ellos (las familias) hablan de discriminación, impotencia, frustración, son 81 personas muertas. Se sienten abandonados por el Estado. Me decían que ser pobres es una injusticia”, señaló, agregando que esperarán la lectura completa del fallo para decidir qué tipo de recuso interpondrán y persistir con el caso. Y es que aunque los ánimos están bajos, parece ser que aún hay esperanzas. “Es primera vez que se lleva un juicio del Estado contra el Estado. El mensaje no es bueno, no es acorde a un Estado de derecho, pero nosotros confiamos todavía en nuestra judicatura”, señaló Cruces.

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