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Jaime Collyer, la profundidad de un fingidor: “Nunca me he sentido demasiado a gusto en Chile” Regresa a escena con “Los Héroes”, una compilación de sus cuentos completos:

Jaime Collyer, la profundidad de un fingidor: “Nunca me he sentido demasiado a gusto en Chile”

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Patricio Olavarría
Por : Patricio Olavarría Periodista especializado en Política Cultural
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Referente casi obligado de la narrativa chilena de los últimos veinte años, el escritor confiesa que el Chile de la dictadura era irrespirable y que después de años de transición, donde todo ha sido una gran componenda de los viejos tercios izquierdistas con el sistema instaurado a contrapelo de la ciudadanía, ahora se ha llegado de nuevo a un escenario irrespirable en el que domina cada día la impostura y la complicidad.


Jaime Collyer (1955) guarda silencio y no participa de la socialité literaria chilena y tampoco se sube a ninguna embarcación de escritores. Su lealtad a la escritura la realiza casi a escondidas desde su estudio en La Reina desde donde apenas se asoma. Psicólogo de profesión y narrador por vocación desde joven, hoy Collyer como siempre nos hace una invitación a encontrarnos nuevamente con su mundo fantástico y voyerista y nos asegura que el cuento patalea y muere por sí solo.

Considerado por la crítica como un escritor nato y relevante del habla hispana, no se cree mucho lo que dicen, pero tampoco lo rechaza. A estas alturas se deja querer, aunque sabe perfectamente que el sólo hecho de escribir a uno lo hace también odiable.

Heroes tapa

Collyer conoce su oficio como la palma de su mano y aunque muchas veces este autor también multifacético de obras que han marcado un derrotero como El infiltrado, El habitante del cielo, Cien pájaros volando, y La bestia en casa, hoy camina leve en una sociedad que a ratos lo incomoda pero con la cual convive desde lo cotidiano como su trabajo como profesor universitario y traductor de ensayos y autores clásicos, ejercicio que mezcla cada cierto tiempo con sus viajes al extranjero en donde oxigena su cabeza y sacude su malestar entre bromas y una espléndida sonrisa.

-¿Por qué aparece ahora esta compilación de tus Cuentos Completos y no antes?
-Había desde hace tiempo un interés de Catalonia en publicar mis cuentos completos, interés obviamente coincidente con el mío, pero las ediciones recopilatorias discurren, por su propia naturaleza, sin demasiada urgencia ni los apremios que suelen vivir las novedades editoriales. Son títulos destinados a convertirse en libros de fondo dentro del catálogo. El momento parecía al fin propicio, considerando que mis varios volúmenes de cuentos habían desaparecido, en cierta forma, de las librerías, tras cumplir hace unos años su ciclo, salvo “Gente al acecho”, que ha seguido editándose.

-En la portada aparece un hombre en una actitud desafiante desenfundando un arma, ¿cuál es la idea?
-La portada suele ser una decisión editorial y conjunta, no podría hacer una lectura taxativa, son prerrogativa del editor, en última instancia. En este caso, me parece que ella sugiere la ampulosidad un poco arrogante de las estatuas, esa monumentalidad que suele acompañar a los héroes. La imagen está tomada, según entiendo, de una escultura en homenaje a los defensores de Stalingrado, pero era una estatua arrinconada hoy en un parque de otros monumentos desechados. En tal sentido, me interpreta con fidelidad, pienso que acierta plenamente en el concepto subyacente al libro: el heroísmo es siempre un gesto un poco ampuloso, monumental, destinado a las palomas y su digestión en la vía pública.

-Pero no es que estemos hablando de algo así como la obra compilada de Jaime Collyer… Me refiero a la entrega de su trabajo.
-Es, como digo, una forma de reunir títulos que hicieron el ciclo habitual en el mesón de novedades pero que valía la pena revivir dentro de la oferta editorial, porque traen a colación, retrospectivamente, la labor de un autor, no implicando necesariamente que esa labor se cierre allí. De hecho, mi cuarto volumen de cuentos, “Swingers”, quedó excluido de la selección porque estaba aún vivo en librerías y sus derechos comprometidos. Y es un volumen temático, de cuentos interrelacionados entre sí, no cabía en una recopilación de esta índole.

-¿Y cómo crees que se leerá? ¿Cómo un revisita a tu escritura o será más bien una novedad para nuevos lectores?
-Ambas cosas, espero. Alguna gente que ya leyó mis cuentos y preguntaba por ellos de vez en cuando podrá ahora revisitarlos. Los cabros más jóvenes y nuevos lectores podrán a su vez acceder a lo que era hasta aquí, preferentemente, una referencia, la mención de un título cualquiera del que no tenían mayores nociones.

-Hablando de nuevos lectores, ¿cómo crees que calza tu narrativa en generaciones más recientes?
-De mi labor en los talleres, deduzco que hay al menos dos tendencias: la una minimalista y un poco falta de sustancia, basada en gestos habituales, empanadas mentales menores de sus protagonistas, infancias desdichadas. La otra, una narrativa más enjundiosa que aún preserva la riqueza y matices de lo que antes había, por ejemplo, en un Carpentier o un Borges, guardando las distancias, claro. Pienso, no sé por qué, que esta última vertiente será más afín a una relectura de mis cuentos.

-Tú apareces en escena a principios de los noventa cuando se habla de un boom de la literatura chilena. ¿Qué representa ese momento para ti como narrador?
-Fue un momento muy estimulante y muy prolífico para todos, aún había el efecto de que alguien recomendaba al pasar nuestros libros a sus amistades, y un público que se hacía asiduo por un rato, un buen rato, a ellos. Luego irrumpió la internet y el aluvión tecnotrónico y todo se volvió un poco una performance narcisista en que cada uno se recomienda a sí mismo en Facebook. Entonces “Chupa el perro” vino a encabezar los listados de venta y todo se enrareció un poco, ya no es tan claro que una buena novela o un buen libro de cuentos prosperen en librerías. Una pena, pero son ciclos ineludibles. Siempre queda gente que aún lee en serio, por fortuna.

-El New York Times dijo en un momento que eras un “narrador nato”, ¿en dónde te sientes más cómodo, en la novela o el relato breve?
-Siempre he alternado ambos con relativa comodidad. Suelo trabajar en alguna historia de largo aliento, entreverándola con el cuento. Siempre están ocurriendo, ambos géneros, y hasta el ensayo, en forma simultánea y eso me acomoda, permitiéndome la versatilidad que un autor puede ejercitar en su labor.

-¿A qué te refieres específicamente cuando afirmas que tus cuentos se defienden solos y mueren solos?
-No me refería necesariamente a los míos, sino a la generalidad de ellos. La idea alude a que el autor es, en última instancia, prescindible, él y sus consideraciones. El mejor escritor es aquel que desaparece tras sus narraciones, del que nadie se acuerda cuando lee sus historias. La historia ha de valerse por sí misma, más allá de que el autor la firme o quiera complementarla con su triste vida personal. O no tan triste, no seamos pesimistas.

-También se ha dicho que trabajas desde la agitación y que eres un fingidor, ¿son compatibles estas categorías en tu escritura?
-Como decía, pienso que la escritura de ficciones es un ejercicio de fingimiento, una mascarada detrás de la cual el autor ha de pasar desapercibido. Y que no es precisa una vida demasiado extraordinaria para que una historia resulte extraordinaria. Un ficcionador de verdad no le debe mucho a la realidad, de ahí que sea un ficcionador.

-¿Quiénes triunfan y quiénes pierden en tu narrativa?
-Difícil saberlo. Busco que mis personajes encarnen sus propios ideales y bajezas, sus gestos de grandeza y sus renunciamientos. En ese sentido, quizá si todos ganan y pierden a la vez, como suelen ser las cosas en la realidad.

-Tú has dicho que Bolaño le ha hecho bien a la literatura chilena. ¿Se ha boloñizado el quehacer literario a partir de este mito?
-Bolaño aporta una cuota adicional a eso que podemos rotular como la “posmodernidad literaria”, el juego con autores apócrifos y datos surgidos de una biblioteca imaginaria, como hacían Nabokov o Borges. O Paul Auster. En esa vena, no ha tenido muchos continuadores, vista la proclividad de la narrativa local al realismo más implacable. Bolaño es un pilar imprescindible dentro de la actual narrativa de habla hispana, o incluso universal, pero esa plaga que son los bolañistas ocupa hoy más espacio que el propio autor. Empieza a ocurrirle lo que decía Borges de sí mismo: “Luego de sesenta años de actividad literaria, he conseguido lo que nunca busqué: que nadie lea mis libros y todo el mundo me reconozca en la calle”.

-A pesar del auge de las editoriales independientes pareciera que la movida literaria está encapsulada o más bien organizada en pequeños grupos. ¿Siempre fue así?
-Ha sido normalmente así, las generaciones emergentes y las antecedentes tienden a apatotarse, en un movimiento natural del espíritu para imponerse o seguir en la escena, respectivamente. Al final, el asunto se decanta solo: algunos caen merecidamente en las fauces del olvido, otros perviven. Solo queda esperar que perduren los buenos y los innovadores.

-En los últimos años has entregado varias novelas y ensayos, pero además te dedicas a la docencia y eres traductor. ¿Se puede ser versátil o es una necesidad en Chile?
-Hay, ciertamente, una necesidad financiera en todo ello, es preciso ganarse de algún modo los garbanzos, y la docencia es una buena opción, muy gratificante, que posibilita el contacto semanal con los cabros en fase de formarse y que están comenzando a articular su discurso, a escoger sus preferencias soberanas de lectura.  La traducción es distinta: para mí, es otra forma de hacer literatura. Te enfrentas a una historia que ya está contada, cuyo argumento viene dado, y debes transferirla a tu lengua con fidelidad, respetando el estilo del autor. Es, indirectamente, un ejercicio de estilo, te ayuda a ejercitar la propia mano como autor. A mí me cautiva casi tanto como la propia escritura y tengo la suerte de que varias editoriales españolas me tengan en su listado de traductores habituales.

-Pasaste casi toda la década de los ochenta en Madrid y has sido testigo del devenir en Chile luego de la dictadura, ¿cuál es el sentimiento o la sensación que tienes de este país?
-Nunca me he sentido demasiado a gusto en Chile. Me fui luego de siete años de dictadura cuando todo era simplemente irrespirable. Volví a vivir una transición en que, a mi juicio, todo ha sido una gran componenda de los viejos tercios izquierdistas con el sistema instaurado a contrapelo de la ciudadanía.

Todo ha sido un gran renunciamiento a cosas por las que todos nos jugamos, hasta llegar de nuevo a un escenario irrespirable en que dominan cada día la impostura y la complicidad. Quizá si lo que más me repatea es que algunos de esos “conversos” más mediáticos no solo se convirtieran a la causa del gran dinero, sino que siguieran aspirando a que los acompañemos de nuevo en su cruzada camaleónica. Es perfectamente legítimo que alguien modifique sus creencias. Lo que resulta menos aceptable es que ese alguien fuera antes un activista desaforado por cuyas arengas hasta murió alguna gente y que ahora nos convoque de nuevo, desde su trinchera cómplice, a traicionar todo aquello en que antes creía. Un asco, por decir lo menos.

-Alguna vez te escuché decir que salir a la calle en Chile era como estar en un manicomio. Quizá escribir sea una forma de no estar atado a una camisa de fuerzas, ¿no?
-Relativamente. Cuando llevas unos años escribiendo ficciones, imaginando personajes sumidos en su propio delirio, fisuras dentro de lo cotidiano, la teja igual se te corre un poco. Es consustancial a esta labor, no hay que desesperarse.

-No crees que a los chilenos nos falta mirar más desde el absurdo la realidad y reírnos un poco más de la propia desgracia, ¿o es una pregunta demasiado fatalista?
-Hay, en efecto, cierta vocación tremendista en todos nosotros, un tremendismo esclavizado de algún modo con la realidad, o con una realidad cotidiana pasada por el cedazo del pesimismo. Falta humor, ciertamente, y domina una suerte de mala leche omnipresente, apreciable cuando vamos conduciendo o salimos a comprar el pan. Pero es quizá entendible, en un escenario donde la minoría agresiva y sus voceros nos han saqueado hasta la posibilidad de una jubilación digna. No es para andar muerto de la risa.

-Una vez vi una suerte de esquema o matriz en donde organizabas tus tiempos y rendimiento de escritura, ¿no es la única manía que te persigue?
-No es la única, pero me resulta bastante imprescindible para no sacar la vuelta. Lidiar cada día con lo inestructurado, con la pantalla en blanco y que hay que poblar de cosas convocantes, genera cierta angustia, ineludiblemente, y uno tiende a escabullirse. Mi forma de no hacerlo es un procedimiento que me obliga a una cuota promedio de palabras cada día, pero es muy flexible, porque es igual un promedio. Es solo que requiero de un método, una suerte de jefe imaginario que me llama cada día a cumplir con mis labores.

-Hace poco estuviste en Moscú, si tuvieras que escribir un relato de esa visita, ¿sería un cuento o una novela?
-Ciertamente una novela. Me impresionó la serenidad y elegancia de un pueblo que ha pasado las peores cosas en el siglo recién concluido, desde el asedio homicida de la Alemania nazi a los sinsabores del estalinismo. Me impresionó comprobar, a la vez, que es un universo muy distinto a la pomada infame y en extremo distorsionada que nos han vendido en Occidente. Tuve la sensación de que algo cambió de manera irreversible, y por fortuna, en esa nación, donde aún pervive una seguridad de sus gentes en los beneficios y seguridades que les daba la esclerosis soviética. Puede que estuviera, en efecto, esclerosado, el sistema, pero no hay que olvidarse de que Rusia estaba, cuando sobrevino la revolución, aún en la Edad Media. Merecería como mínimo una novela.

 

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