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José Luis Huichacán: “Nuestra única culpa es ser hijos de un mundo penca” PAÍS

José Luis Huichacán: “Nuestra única culpa es ser hijos de un mundo penca”

Nació en Puerto Montt y fue entregado a una familia campesina de Ancud por su madre biológica. Estuvo en 14 hogares de menores. Hoy, sin consumo, vuelve a cantar y a brillar. Tiene una casa compartida del programa Vivienda Primero y siente que habita en un palacio.


¿Cuál sería la canción que mejor refleja tu vida, José Luis? 

-Son varias, pero la más acertada es una de Los Llaneros de La Frontera.

Y pone los dedos sobre el teclado que le prestó un amigo para seguir progresando en sus logros. Estamos en una población de Osorno, en la casa del programa Vivienda Primero, que comparte con un compañero, un hombre con larga experiencia viviendo en la calle e intensivo consumo de alcohol, igual que él, pero silencioso. Tímido y hermético.

José Luis Huichacán Velásquez (58), en cambio, es un cascabel.

Los sones de la popular ranchera “Dos monedas”, de dramática letra, se toman el living, la vivienda y el pasaje completo.

“Soy el más desdichado del mundo

Y la culpa la tiene este vicio

Me dejó la mujer que quería

Ahora pierdo también a mi hijo

Él jamás supo lo que era un padre

Porque yo me vivía borracho

En las calles el pidiendo limosna

Para que yo siguiera tomando”.

José Luis canta el segundo verso de la canción, apoyando lo del vicio con un gesto clásico, que significa empinar el codo, tomar, emborracharse. Lo hace con su voz rasposa, que le permitió darse a conocer como un muy buen intérprete de los éxitos de Zalo Reyes en su terruño, Puerto Montt y Chiloé.

Canta bien, es entonado y gracioso, pero oye mal. Todas sus peripecias existenciales se ensañaron con sus oídos. Ahora se declara feliz porque está estrenando sendos audífonos que el servicio de salud le entregó la semana pasada, para paliar su sordera bilateral.

En su ficha social se informa que ese daño es consecuencia de violencia intrafamiliar y de situaciones de negligencia en su infancia.

Porque, yendo a sus orígenes, José Luis ni siquiera es dueño de su nombre. Sus apellidos se los “regaló” la familia campesina que vivía en la casa donde lo dejó su madre, cuando era apenas una guagua de menos de dos años.

Con un talento narrativo digno de Sherazade, la de “Las mil y una noches”, atendemos la historia de su vida. La cuenta como quien lee un cuento de Dickens. Es un Oliver Twist chilote que va develando su biografía con cuentagotas y con el inconfundible “cantito” sureño que se eleva al final de cada frase y se condimenta con expresiones como “amermelao”, “gorreado” y “machucao”.

El vendedor de niños

—Viví en ¡catorce hogares de menores! ¡Ca-tor-ce! —enfatiza. Esto a partir de los 8 años, “cuando la María Velásquez, mi madre adoptiva, se cabreó conmigo y me llevó a Ancud, donde la jueza de menores, para que me dejaran interno en la Escuela Hogar 45 de Ancud. Entonces era bien reconocida esa Escuela Hogar en la isla”, relata.

José Luis avanza en su biografía a razón de dos años por hora. Pero el relato seduce, cautiva. Cuenta que cuando él tenía unos 4 años, su madre biológica reapareció. Lo hizo solo para explicar que “como yo ya estaba hallado, era mejor para todos que siguiera ahí, con ellos”.

Ellos eran un matrimonio campesino. Inquilinos, analfabetos. “Eran lo que hoy se dice una familia muy, muy vulnerable”. También comenta que su condición de adoptado lo empezó a perturbar. “Estaba obsesionado con conocer a mi mamá verdadera. Eso me dañó la psiquis. Me puse rebelde. Me arrancaba. Dormía en los galpones. Me metía a los gallineros a robar huevos. También robaba carbón de piedra para pagarle a una señora que tenía tele y cobraba por ver El Chavo del 8”.

Esto fue lo que llevó “a la María Velásquez”, como dice él, a internarlo en la Escuela Hogar 45. Fue el primer hogar de una larga lista de instituciones, de las que siempre terminaba fugándose.

Cuando le comentamos qué siente cuando ve noticias sobre la realidad del programa Mejor Niñez, hasta hace poco Sename, reacciona así: “¿Por qué cree usted que yo pasaba fugado, que me vivía arrancando de esos lugares?”.

—Imagínese lo que es para un niño pensar que lo podían vender, como hacía Víctor Olivares, un hombre condenado en Puerto Montt por traficar con menores. Yo lo conocí. Estuve en el hogar que dirigía él con ayuda de su mujer. “La mamita”, le decíamos a ella. Ese hombre andaba siempre con un palo. Te pegaba en las manos y te dejaba coloreando. Yo me preguntaba cómo hace esto, cómo no entiende que somos niños, que nuestra única culpa es ser hijos de un mundo penca —reflexiona.

José Luis dice que él era un niño solitario, de pocos amigos, que vivía asustado. “Había visto tanto, que me perseguía solo. Cuando estaba en la calle mi temor eran los carabineros, aunque en esos tiempos eran realmente un amigo en su camino. Muchas veces me recogieron y me dieron ropa, comida. La gente antigua era más buena. Uno pedía pan duro y a veces te ofrecían pasar la noche en una casa. Ahora eso no se ve”.

¿Pajarón o vivo?

De su larga y detallada biografía (“yo me sé de memoria la vida mía”, afirma con lógica indiscutible), logramos rescatar el nombre de varios hogares por los que pasó. Están la mentada Escuela Hogar 45 de Ancud; el Hogar de Tránsito de Gendarmería, en el mítico Penal de Chin Chin de Puerto Montt; la Fundación Mi Casa, en el barrio Cardonal de la misma ciudad; un Hogar de Niños que tenía la Fuerza Aérea en Antofagasta…

El mejor o, al menos, donde mejor comió, era el de Gendarmería.

—Me hice amigo de los gendarmes, algunos eran gente buena, muchos de los cuales hoy están difuntos. Ahí trabé amistad con el cabo Pedro Chugay, hombre recto, ese, al que después trasladaron a Antofagasta. Ahí comíamos la misma comida del casino de los gendarmes. Era bueno, pero igual me cabreé… y me fugué.

Decidido a reencontrarse con su amigo Chugay, “un carcelero de apellido Inostroza me ofreció llegar primero a Santiago, a la casa de su mamá en La Granja y de ahí partir para el norte”. Estuvo unos meses en Santiago, hasta que con otros tres muchachos resolvieron emprender el viaje. “Partimos a dedo, pero lo principal era camina, camina, camina”.

Tenía 13 años.

Cruzaron a pie cuestas donde hoy hay túneles. Y en la subida, donde los camiones cargados iban a la vuelta de la rueda, se treparon a la mala a uno cargado de rodamientos. “Fue a la altura de Los Vilos, de ahí tardamos 18 horas en llegar a Antofagasta. Viajamos acostados sobre las bolas de metal. Llegamos con la espalda hecha pedazos”.

El gendarme lo recibió en su casa y lo tuvo de niñero y para los mandados durante varias semanas. Claramente, no le gustaron sus amigos, y le propuso que entrara al Hogar de Niños que la Fuerza Aérea tenía en la ciudad. “A mis amigos les consiguió pasaje en Tramaca para que se volvieran a Santiago”.

Hasta los 18 años vivió José Luis en ese hogar. Ahí aprendió mucho de lo que sabe: a cantar y a tocar acordeón, guitarra, quena, charango, bajo, teclado.

Era un régimen militar estricto, “muchas veces nos castigaban y teníamos que andar en punta y codo. Yo estaba entre los buenos, los preferidos, todo porque sabía cantar”. A los 19 años, le propusieron entrar a un instituto a estudiar algo técnico, “pero yo elegí volver a mi tierra para buscar a mi mamá. Seguía con esa obsesión, tonto que es uno”.

En Puerto Montt llegó recomendado por la directora del Hogar de Niños de la FACh y fue contratado como monitor en un hogar local. “Pasé de menor a tío”, concluye en su jerga de niños institucionalizados.

Combinaba ese trabajo que sabía hacer bien con la música. “Me gustaba mucho ser tío. Era un buen inspector. Sabía distinguir a los chiquillos pajarones de los vivos. A mí no me hacían leso; yo había sido uno de ellos. Me preocupaba hasta de que tuvieran las orejas limpias. Organicé un conjunto folclórico”.

Fue a través de la música, su otra pega, que conoció a quien sería su esposa y la madre de sus tres primeros hijos. Hoy la mayor es veterinaria en Puerto Montt y la ve poco. Con el mayor de los tres se ha reencontrado. “Él me buscó; es hoy un músico reconocido en la región”, detalla.

“Ser viejo es ser pobre”

“Soy un gorreado silencioso”, dice, como excusándose, cuando cuenta por qué se fracturó su matrimonio. Se casó en 1985 y se separó en 1997. Asegura que ese quiebre alteró su desempeño con los niños del hogar y lo despidieron de ese trabajo. “Yo no tenía la capacidad de resolver esos problemas sentimentales tan complicados. Ella era una chilota orgullosa, tremenda. Recién volví a verla diez años después”.

José Luis se dedicó a la música. Y la “bohemia”, como llama a esa vida cantando y tocando en locales nocturnos, que lo desordenó todo.

“También me hice buzo. Eso fue meterse en un pozo de plata, pero con mucho trago. Los buzos dicen que el agua salada les da sed. Así lo explican. Yo dormía en las lanchas, curado como huasca”.

En Quellón, asegura, se le reventó un tímpano. “Llegué sordo completo a Los Ángeles. En esa ciudad anduve dos años pintando el mono. Andaba a los puros gritos, porque como no oía nada, dejaba sordos a los demás”.

En Temuco, asegura, reventó. “Llegué a la UCI. Fue una trabajadora social del Hogar de Cristo, la señorita Rosemary, la que más me ayudó. Ella iba a recogerme en su vehículo particular a la Galería Aníbal Pinto, donde yo dormía con una manganada de perros. La mayor parte del tiempo me quedaba tirado en la calle, porque estaba muy curado para llegar a la hospedería”.

José Luis no profundiza en una segunda relación de pareja, de la cual también tiene tres hijos, “con quienes mantiene una relación distante y conflictiva en la actualidad”, según indica su ficha social. Fue en esos años, casi veinte, en que vivió en Temuco.

-¿Cómo lograste dejar el consumo? Lo conseguiste aquí en Osorno, ¿qué lo explica?

-Acá en Osorno estuve como seis años en consumo, en la calle, viviendo en el Hogar de Cristo, sin hablar con nadie. Salía a las 8 de la mañana y llegaba a las 9 de la noche, curado completo. Mi cambio se produjo este último año y medio. Yo me empecé a dar cuenta de que ya no me llamaban para tocar en ningún lado. Nadie quiere a un músico alcoholizado.

También sintió el peso de los años. “Uno va en bajada, hay que irse preocupando. Ser viejo es ser pobre. Hay que prepararse para la vejez”.

Cuenta que hubo una fiesta para presentar el programa Vivienda Primero y que la psicóloga a cargo se dio cuenta de que él sabía tocar el teclado. Y lo invitó a ser parte de la celebración como músico. “Ahí le hablé. Le dije que yo quería superarme, que me buscara un cupo, un lugar”.

Y lo encontró. Hoy en su casa se respira emprendimiento. En la ventana hay un letrero donde ofrece servicio de corte de pasto, tiene en exhibición su flamante certificado de estudios y la licencia de conducir que obtuvo en la municipalidad, los instrumentos musicales están afinados y los audífonos funcionan.

—Nunca nadie me había prestado una ayuda social tan efectiva como en este maravilloso programa del Hogar de Cristo. Esta casa compartida es para mí un palacio después de tantos años de vivir tirado en la calle. Estoy absolutamente agradecido —indica.

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