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Del más allá de los perros al más acá de los humanos Opinión Crédito: Cedida

Del más allá de los perros al más acá de los humanos

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Desde hace más de treinta mil años, los humanos y los perros han compartido territorio, historia y afecto. Hay registros arqueológicos que dan cuenta de entierros humanos acompañados de perros, de migraciones realizadas en conjunto, de vínculos que desbordan lo funcional para volverse simbólicos.

Esta relación, tejida en el tiempo y en el cuerpo, no es menor: expresa una forma de vida compartida que se sostiene en el cuidado mutuo y la transformación conjunta. Lejos de ser un vínculo unilateral, el lazo entre humanos y perros muestra que habitamos el planeta como especies entrelazadas, afectadas unas por otras.

En la sociedad contemporánea, esta cohabitación sigue presente. Más del 80% de la población chilena vive hoy con animales no humanos, y dentro de ese universo más del 95% de las personas considera a estos seres como parte de su familia, lo que confirma que la vida familiar es, en gran medida, interespecie. Desde esta realidad cotidiana emerge una pregunta: ¿qué ocurre cuando muere uno de esos compañeros con los que compartimos la vida?

Esta columna surge a partir de una investigación etnográfica realizada en la Región Metropolitana de Chile, centrada en personas que han vivido la muerte de un perro al que reconocen como parte de su familia. Lo que encontré fue más que duelo: fueron formas activas de reorganizar la vida, de sostener vínculos más allá de la muerte, y de pensar nuevas maneras de habitar el mundo con otros.

Los hallazgos se organizan en torno a dos ideas que se entrelazan: la expansión de la noción de parentesco, y la continuidad entre vida y muerte. A continuación, me detendré en algunas de estas ideas, comenzando desde lo más amplio —la vida con otros seres— hasta llegar a lo más íntimo —la muerte de un pariente no humano.

Nuestra sociabilidad no se limita a los humanos. Las personas no solo construyen vínculos con sus perros en vida, sino que también continúan relacionándose con ellos tras la muerte. Esto no es anecdótico ni excepcional, sino parte de una red más amplia de relaciones donde humanos, animales, plantas y materialidades cohabitan y se afectan mutuamente. Como propone el antropólogo Tim Ingold, habitamos un mundo de correspondencias, donde las líneas de vida se cruzan, se sostienen y se constituyen a partir de relaciones. Para la filósofa Vinciane Despret, la muerte no rompe necesariamente estos lazos, sino que los reorganiza. En esa reorganización, los perros siguen presentes e influyen en la vida de los que quedan.

En este marco, el concepto de “mascota” resulta insuficiente. Aunque puede ser útil para entender el mercado que se ha construido alrededor de los animales de compañía, no alcanza a describir la especificidad de los vínculos que se tejen en el interior de los hogares. Además, homogeniza relaciones que son profundamente diversas: no es lo mismo el lazo con un perro que con un gato, ni siquiera entre dos perros distintos. Cada relación es singular, situada, construida en la convivencia, el tiempo y los afectos compartidos.

Lo que aparece en los relatos de quienes participaron en esta investigación es una forma de vínculo mediado principalmente por afectos. No solo como emoción, sino como práctica cotidiana: observar, acompañar, cuidar, atender, corresponder. Es lo algo similar a lo que Donna Haraway llama responsabilidad como “capacidad de responder” y lo que Ingold nombra como “correspondencia”: una forma de estar en el mundo con otros a partir de dinámicas de reciprocidad. En ese tejido afectivo, la muerte no interrumpe la relación, sino que la transforma.

Los perros no son solo compañeros. En muchos casos, son considerados parientes. No como metáfora, sino como reconocimiento pleno: son hijos, hermanos, amigos. Esta noción de parentesco se aleja de la consanguinidad y se construye en el día a día, en el cuidado mutuo y la convivencia. La muerte, al marcar una pérdida profunda, deja a la vista la densidad de ese lazo.

La muerte de un perro que ha sido parte de la familia no es una pérdida menor. Es un quiebre en la vida cotidiana, una evento significativo en la vida de las personas. Sin embargo, no implica necesariamente el fin del vínculo. Para muchas personas, la relación con su perro continúa más allá del deceso biológico. Persiste en rituales, objetos, recuerdos, visitas a tumbas o altares. Esos gestos no solo expresan duelo: mantienen vivo el lazo.

Lugares como el cementerio de mascotas Parque de Asís, en las afueras de Santiago, funcionan como paisajes de muerte donde se entrelazan memoria, emoción y prácticas culturales. Son espacios donde la muerte de un animal no humano no implica olvido, sino transformación del vínculo. Allí descansan perros, gatos y otros seres, en tumbas que son también plataformas de continuidad, de presencia extendida.

Los hallazgos de esta investigación no buscan establecer una teoría general, pero sí permiten visibilizar formas particulares de vivir la muerte canina. Aunque algunas de estas ideas parezcan evidentes, detenerse en ellas revela su profundidad. Tal vez, como propone Marina Weinberg, el perro sea como un puente. Un ser que nos conecta con el resto del mundo, que nos recuerda que la vida no se agota en lo humano, y que nuestros vínculos más importantes no siempre responden a las categorías heredadas. En su presencia —y en su muerte—, los perros nos enseñan a habitar con otros, a reconocer que solo somos a partir de relaciones, nos enseñan a cuidar de nuestros parientes, humanos o no, vivos o muertos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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