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Una institucionalidad que nos dé confianza Vida Opinión

Una institucionalidad que nos dé confianza

Jaime Campos
Por : Jaime Campos Director del Centro de Investigación Transdisciplinaria en Riesgo de Desastre (Citrid) de la U. de Chile.
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Aprendimos que una sociedad y país tan expuesto a fenómenos naturales extremos requiere contar con canales de comunicación fluidos entre la academia, el Estado y la ciudadanía para fortalecer sus capacidades de anticipación, resistencia, absorción, adaptación y recuperación ante sus efectos, de manera oportuna y eficaz, para lograr la preservación y mejoramiento de sus estructuras, funciones básicas e identidad.


A propósito de los últimos temblores en el norte y en la Región Metropolitana, no está de más recordar que nuestro país, por sus características geológicas, es un territorio en el que constantemente ocurren y seguirán ocurriendo desastres naturales. Terremotos, tsunamis, inundaciones,  sequía, incendios forestales, remociones en masa en sus diversas categorías, marejadas y erupciones volcánicas son parte de nuestra historia.

Al activo contexto tectónico andino, que configura nuestro territorio, hay que sumar el fenómeno global del cambio climático con una mayor frecuencia e intensidad de los eventos climáticos extremos y cambios tendenciales de largo plazo en el patrón de precipitaciones y de temperatura. Según la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC), Chile cumple con siete de las nueve características que definen a un país como vulnerable, por sus zonas costeras bajas, zonas áridas, su cobertura forestal, la exposición a la sequía y desertificación, la alta contaminación atmosférica urbana, entre otros.

Los efectos del cambio climático son un hecho y nos están afectando, no sólo por el avance de la desertificación o las variaciones de precipitaciones, sino que también con la acentuación de los eventos extremos.

A lo anterior, por si fuera poco, debemos agregar una debilidad legislativa en orden a regular la acción de la industria que, en distintos sectores productivos, ha explotado –y hasta sobreexplotado- los recursos sin resguardo del patrimonio natural. Al menos así ha sido por décadas y sus  consecuencias las tenemos a la vista.

Chile es, por lo tanto, un país altamente vulnerable frente a las amenazas de desastres naturales.

En este tema, el terremoto y tsunami de febrero de 2010 marcaron hitos en la historia de Chile, y por qué no decirlo, en la toma de conciencia acerca de la importancia de la gestión para la reducción de riesgos de desastres. Por una parte, la tragedia que remeció a nuestro país literalmente puso en el banquillo de los acusados no sólo al sistema de gestión de la emergencia existente y a las instituciones que lo componen, sino además, a una serie de autoridades públicas del más alto nivel.

Por otra parte, el 27F develó que la comunidad científica contaba e hizo pública una serie de conocimientos que habrían permitido estar mejor preparados. A saber: científicos chilenos en conjunto con colegas franceses investigábamos la zona desde mediados de los años 90. Esto nos permitió identificar en el año 2002 una laguna sísmica frente a las costas de las regiones del Maule y Biobío; los saberes ancestrales y el conocimiento popular de los lugareños no eran ajenos a estas constataciones. A partir de evidencia científica, sabíamos que desde el año 1835 no se habían producido grandes terremotos de subducción con epicentro costero en las zonas del Maule y Biobío (Chillán en 1939 corresponde a otro tipo de terremoto); ello, sumado a nuestras mediciones e investigaciones in situ, nos permitieron sostener la existencia de una gran acumulación de energía sísmica producto de la subducción de las placas de Nazca y Sudamericana.

Esta hipótesis –y temor- se vio fuertemente reforzada cuando finalmente en el año 2006, y a través de  repetidas mediciones (entre ellos con una red de sismógrafos y equipos GPS), obtuvimos nuevos resultados que validaron nuestras conclusiones.

[cita tipo=»destaque»]En este tema, el terremoto y tsunami de febrero de 2010 marcaron hitos en la historia de Chile, y por qué no decirlo, en la toma de conciencia acerca de la importancia de la gestión para la reducción de riesgos de desastres. Por una parte, la tragedia que remeció a nuestro país, literalmente puso en el banquillo de los acusados no sólo al sistema de gestión de la emergencia existente y a las instituciones que lo componen, sino además, a una serie de autoridades públicas del más alto nivel.[/cita]

De más está señalar que realizamos reiterados esfuerzos en expresar nuestros hallazgos a autoridades, en foros públicos y medios de comunicación, y enviamos nuestros resultados a la revista científica especializada en geofísica Physics of the Earth and the Planetary Interiors, quien los publicó en junio de 2009, ocho meses antes de que ocurriera el mega terremoto de 2010.  También aprendimos que una sociedad y país tan expuesto a fenómenos naturales extremos requiere contar con canales de comunicación fluidos entre la academia, el Estado y la ciudadanía para fortalecer sus capacidades de anticipación, resistencia, absorción, adaptación y recuperación ante  sus efectos, de manera oportuna y eficaz, para lograr la preservación y mejoramiento de sus estructuras, funciones básicas e identidad.

Ese es el tipo de conocimiento propio que debemos levantar para ponerlo al servicio del país, a través de un diálogo permanente entre academia, organizaciones sociales y el aparato público (ejemplos sobran, basta recordar los ocurridos en Aysén en 2007, Freirina 2012 o los recientes sucesos de Chiloé).

Ése es el problema que tenemos como país y que debería abordarse en el Proyecto de Ley, aún en trámite legislativo, que establece el Sistema Nacional de Gestión de Riesgos y crea el Servicio Nacional de Gestión de Riesgos y Emergencias.

El desafío es vital y estratégico: no es sólo contar con una institucionalidad y un andamiaje de gestión de los riesgos naturales, sino también es urgente y necesario crea un espacio de diálogo donde converjan la academia, las organizaciones sociales y el sector público (municipios y gobierno central), y fluya el conocimiento científico, los saberes locales y la información es para la reducción del riesgo y la generación de resiliencia.

Necesitamos, una institucionalidad que pueda dar garantías y seriedad a las explicaciones sobre los fenómenos, que tenga un sólido respaldo científico y en la cual la ciudadanía participe, crea y confíe.

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