La ley 21.675 busca prevenir, sancionar y erradicar la violencia en contra de las mujeres en razón de su género e incluye la obligación de los establecimientos educacionales reconocidos por el Estado de promover una educación no sexista y con igualdad de género.
En el contexto de una nueva conmemoración del Día Internacional de la Educación No Sexista, realizamos un balance de los avances (y estancamientos) frente a este desafío. A seis años del mayo feminista, que posibilitó condiciones no solo normativas, sino simbólicas y sociales que hoy están presentes en las instituciones de educación superior, hay relativo consenso sobre la importancia de abordar de manera seria y sistemática la igualdad de género en su interior. A nivel normativo, hay decisivos avances. La ley 21.369, promulgada en el año 2021, incluye acciones de formación y de incorporación de ciertos contenidos a nivel curricular; y la ley 21.675, promulgada hace tan solo unas semanas, busca prevenir, sancionar y erradicar la violencia en contra de las mujeres en razón de su género e incluye la obligación de los establecimientos educacionales reconocidos por el Estado de promover una educación no sexista y con igualdad de género. Asimismo, los criterios y estándares de acreditación institucional para la educación superior incluyen la gestión de la convivencia, la equidad de género, la diversidad y la inclusión.
Lo que queda claro es que el punto de entrada del compromiso por la igualdad de género en las universidades no logra separarse de la agenda de la violencia. Lo mismo sucede con los esfuerzos de transversalización de la perspectiva de género en los procesos formativos. Aunque, en cierto sentido, el androcentrismo —definido como la construcción y modelamiento del conocimiento pretendidamente universal a partir de las experiencias de un grupo específico de varones— es una forma de violencia simbólica y epistémica, nos preguntamos sobre las posibilidades para el avance de una educación igualitaria al alero de la violencia de género.
Los procesos formativos, la investigación, la creación y la innovación definen el quehacer central universitario y, por ende, son espacios que ponen en juego relaciones de poder, influencia y jerarquía. Como direcciones de género, cuando facilitamos procesos de análisis y oportunidades de incorporación de esta perspectiva, observamos cómo inmediatamente emergen las discusiones en torno a la libertad de cátedra y el reclamo por lo que se vive como una imposición de agendas o “ideologías”. Se da por sentado que la perspectiva de género implica “agregar” algo, cuando en efecto el currículum ya está (androcéntricamente) generizado. El rol de las universidades no debe reducirse a la “eliminación” de contenidos estereotipados o “problemáticos” en los planes de estudio, sino en complejizar el análisis y preguntarse qué habilidades, destrezas y/o conocimientos deben tener quienes egresan de las distintas carreras, desde una perspectiva de género y derechos humanos, para aportar a la transformación de las prácticas y avanzar hacia la igualdad de género en las distintas áreas disciplinares y profesionales.