
La traición tiene nombre de mujer
Durante el estallido social diversas palabras y expresiones se instalaron en el debate político: territorio, plurinacionalidad, comunidades, buen vivir, entre otras. Me detengo en la palabra traición, cuya circulación en la prensa y en redes sociales se extendió profusamente.
En los años noventa, la destacada escritora Diamela Eltit afirmó que la traición provoca aversión, en referencia a las figuras de Marcia Merino y Luz Arce, ex militantes de organizaciones de izquierda acusadas de colaborar con los organismos represivos durante la dictadura.
Aunque ambas sobrevivientes fueron reconocidas como víctimas del terrorismo de Estado por el Informe Valech, siguen siendo consideradas como parias por sus ex compañeros de militancia, condena social a la que se han sumado con entusiasmo figuras relevantes del mundo intelectual. Mientras la destacada escritora Diamela Eltit argumenta cómo la traición es un acto abyecto que solo merece el repudio como respuesta, Nelly Richard advirtió que perdonar a las traidoras es una forma de traicionar a las víctimas. Perdonarlas suponía volverse traidor.
Así, la traición opera como una patología que contagia y devora a quien la observa sin sumarse acríticamente a la condena. En estos análisis la traición política se asocia a la entrega sexual de las “colaboradoras” y la violación es leída como un acto voluntario para sobrevivir.
El lazo que anuda traición y sexualidad solo se aplica a las mujeres. Ningún análisis sobre hombres quebrados por la tortura -acusados también de traición y colaboración- pone atención a su comportamiento sexual. El enfoque que sexualiza y condena política y moralmente la traición femenina fue criticado tempranamente por la feminista británica Jean Franco, quien advirtió sobre la carga genérica de esta palabra.
Una de las personas más señaladas como traidora fue Javiera Parada, cuyas opiniones políticas en el marco del estallido suscitaron diversas controversias. Sus posturas pueden ser legítimamente criticadas, pero importa observar los argumentos de quienes la condenaron públicamente.
Se señaló que había traicionado la memoria de su padre y, vicariamente, la de todas las víctimas de la dictadura. Al alejarse de la posición mayoritaria de la izquierda, se consideró que su traición afectaba a la herencia política de los muertos y al honor de la comunidad de víctimas, comunidad en que el apellido es ley; los hijos deben honrar a los padres y emular sus acciones, sin desplazarse de lo que se espera de ellos: obediencia y lealtad.
Quebrar la tradición tuvo un costo y Javiera Parada lo asumió. También se afirmó que padecía el síndrome de Estocolmo, patologizando sus opiniones políticas. Finalmente, asociaron sus posturas políticas a una supuesta relación amorosa/sexual con un ex ministro de Sebastián Piñera, exhibiendo una vez más el lazo entre traición y sexualidad femenina.
Lo importante acá no es ella sino sus acusadores. ¿Qué entienden ellos por identidad, honor y dignidad? ¿Pueden las personas actuar y pensar por sí mismas, más allá de lo que la comunidad señala como correcto o apropiado? ¿Pueden los hijos de las víctimas tensionar las herencias o solo deben rendir homenajes?
Acusar a alguien de traición supone un lugar desde donde se habla, se piensa y se juzga. Cuando los hijos de los represores argentinos denuncian a sus progenitores, celebramos su desobediencia y su derecho a pensar por sí mismos. Así, la traición habla más del acusador que del acusado. Y los ataques hablan más de una izquierda sexista, conservadora y moralista, que de una mujer que tensionó la herencia y desobedeció los mandatos de su comunidad de origen.
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