
Cerrar la puerta para abrir otras: maternidad, libertad y desigualdad
Asistí al estreno en Chile de Casa de Muñecas. Parte 2, del dramaturgo estadounidense Lucas Hnath. La destacada dirección de Iván Tobar y la interpretación de Katty Kowaleczko en el papel de Nora nos sumergen, quince años después del abrupto final de la obra original de Erick Ibsen, en el regreso de una mujer que abandonó su hogar, su esposo y sus hijos en busca de su libertad.
La pieza de Hnath es la continuación de Casa de Muñecas, estrenada en 1879 en Dinamarca, obra revolucionaria en su tiempo por mostrar a una mujer que, enfrentada al sinsentido de su rol impuesto como esposa y madre, decide simplemente irse. Ese portazo final sigue resonando, más de un siglo después, en nuestras propias estructuras familiares y sociales.
Durante la obra, los diálogos entre Nora, su hija y su exmarido no solo exponen las grietas de las relaciones, sino que interpelan al espectador de forma brutal: ¿puede una mujer, hoy, ser madre y al mismo tiempo buscar su realización personal, su libertad?
La pregunta parece simple, pero la respuesta es profundamente compleja. En Chile, la desigualdad socioeconómica condiciona de forma determinante las posibilidades reales de las mujeres. La maternidad no se experimenta igual entre quienes cuentan con recursos y quienes forman parte de ese amplio porcentaje de la población que no puede acceder a redes de apoyo ni pagar servicios domésticos. Para muchas, la idea de “elegir” es más bien una ilusión.
La llamada carga mental, visibilizada con fuerza por la campaña de ComunidadMujer, retrata con claridad ese trabajo invisible y poco valorado que implica organizar el hogar, planificar el día a día familiar y sostener emocionalmente a quienes lo habitan. Esta sobrecarga permanente deriva en una profunda pobreza de tiempo, que impacta todos los ámbitos de la vida de estas mujeres: el personal, el laboral, el social y el emocional.
La maternidad conlleva costos emocionales y económicos, tanto si se ejerce como si se abandona. Las madres solteras, en particular, enfrentan una brecha abismal en términos de pobreza, precariedad laboral y acceso al descanso o al disfrute. La historia cercana de una mujer—asistente de vuelos internacionales— ilustra esta realidad: mientras estuvo casada, logró compatibilizar los turnos con su esposo. Tras la separación, y sin redes de apoyo, tuvo que dejar su trabajo. Sumida en una crisis económica, comenzó a cuestionarse si no sería mejor ceder la custodia al padre, como única salida para buscar no solo sobrevivir, sino recuperar algo de sí misma.
Este tipo de decisiones, cuando las toma una mujer, son juzgadas con dureza. El abandono materno es tema de estudio, de ficción, de condena pública. Mientras tanto, la ausencia paterna es aún naturalizada. El padre puede estar ausente sin dejar de ser “padre”. Para las mujeres, la presencia constante sigue siendo un mandato moral inquebrantable. Y esa diferencia pesa.
Pero también debemos decirlo: parte de nuestra libertad es elegir quedarnos. Cuidar a nuestros hijos y hacerlo desde la convicción, no desde el deber. Criar en medio de una sociedad patriarcal y capitalista que nos exige todo pero nos entrega poco es, también, un acto de resistencia. No se trata de romantizar el sacrificio, sino de reconocer que ejercer la maternidad con conciencia, afecto y libertad es profundamente feminista.
A veces la libertad está en irse. A veces, en quedarse. Pero siempre debería estar en la posibilidad de elegir sin culpa, sin condena y sin desigualdad. Porque las puertas que cerramos —o que abrimos— deberían ser nuestras.
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