
Violencia digital: de lo offline al online
Las redes sociales nacieron con la promesa de democratizar los espacios de participación. Pero ese sueño de libertad se ha convertido en una paradoja: el mismo espacio que amplifica voces también las silencia. La violencia digital contra las mujeres no es un fenómeno aislado ni pasajero; es una extensión de la violencia y sus tentáculos adaptados al lenguaje de los algoritmos, una nueva forma de control que se disfraza de interacción y se sostiene sobre la economía de la atención.
Las plataformas premian el escándalo, el odio y la exposición. En ese circuito perverso, las agresiones se transforman en mercancía: cada insulto genera clics, cada amenaza produce tráfico, cada campaña de desprestigio alimenta el negocio. Como plantea el filósofo Franco “Bifo” Berardi, el semiocapitalismo captura las emociones, los signos y los afectos para convertirlos en valor económico. En este sistema, la violencia no es un error: es parte del modelo.
Las mujeres que se atreven a participar del espacio público —especialmente en la política— lo saben bien. Las redes no solo amplifican sus voces, también las exponen al acoso, a la difamación, al doxeo, a la ridiculización constante. Y lo más preocupante: muchas terminan retirándose o callando. Según ONU Mujeres, el 80% de las mujeres latinoamericanas que ha vivido violencia digital reduce su presencia en redes sociales y un 40% se autocensura. Es decir, el miedo se ha convertido en un filtro de participación.
Lo que ocurre en la esfera digital no es distinto de lo que históricamente ha sucedido en las calles, los medios o las instituciones. La violencia digital es solo una nueva capa de la violencia estructural. Cambian los formatos pero no las lógicas. Lo que antes se gritaba en la calle hoy se escribe en los comentarios. Lo que antes se hacía con poder físico, hoy se ejecuta con visibilidad. Las heridas son simbólicas, pero sus efectos son profundamente reales: deterioran la salud mental, restringen la participación política y perpetúan la desigualdad.
Lo más perverso de este sistema es su impunidad. Las agresiones se diluyen en la inmediatez. Nadie parece responsable: ni los autores de los ataques ni las plataformas que los facilitan. Sin embargo, las redes no son neutras; sus algoritmos deciden qué vemos, qué se propaga y qué se hunde en el olvido. Hoy, la violencia de género se viraliza más rápido que cualquier política de cuidado o discurso de igualdad.
La respuesta institucional sigue siendo insuficiente. A nivel local, algunos municipios han incorporado el ámbito digital en sus protocolos de acoso laboral y sexual, pero aún no existe un marco integral que proteja a las mujeres en el entorno digital con perspectiva de género. La violencia en línea sigue tratándose como un problema individual, cuando en realidad es un síntoma estructural.
Hablar de violencia digital es hablar de poder. De quién puede hablar y quién no. De quién tiene derecho a ser visible y quién debe pagar un costo por existir en público. Por eso, este no es solo un debate sobre redes sociales o tecnología: es una discusión sobre democracia, justicia y libertad.
La tecnología no es neutral, pero puede ser transformadora si la disputamos. Necesitamos algoritmos con ética, plataformas con responsabilidad y Estados con políticas claras que reconozcan el daño real de la violencia digital. No basta con denunciar; hay que desmantelar la lógica que convierte la agresión en espectáculo.
Porque la violencia digital no se combate solo con bloqueos ni hashtags: se enfrenta con conciencia, organización y política. Y sobre todo, con una convicción fuerte —una que las mujeres llevamos siglos sosteniendo—: no podemos callar, ni en las calles, ni en las redes, ni en ningún espacio donde queramos participar. Hacernos a un costado hace tiempo dejó de ser una opción.
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