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La historia del MAC vista a través de los ojos de su funcionario más antiguo

Ramón Arce, mayordomo del Museo de Arte Contemporáneo y el mejor montajista del lugar, es también el trabajador más antiguo. Llegó en 1959, cuando el centro de arte estaba en el interior de la Quinta Normal, vivió por años en el lugar y, en sus décadas de servicio, ha conocido artistas y se ha hecho experto en la instalación de exposiciones.


Es una de esas raras personas que durante las vacaciones extrañan el trabajo. Este año soñó una vez que lo habían despedido, y tiene, en días de descanso, esa rara sensación de que, como lleva varias jornadas sin ir, su trabajo no existe más. No es para menos: Ramón Arce ha pasado dos tercios de su vida ligado al Museo de Arte Contemporáneo (MAC). 47 años después de su llegada, es el montajista más requerido del recinto, y uno de los mejores de Chile.

Su historia está profundamente vinculada a los hitos del museo, y su modo de recordar es estableciendo las exposiciones que había en tal o cual momento, o el director que estaba a cargo. «Mi madre murió en el 66, cuando estaba la exposición de Cézanne a Miró», rememora, haciendo conexiones con el devenir artístico del país. Ha vivido en el lugar, ha tratado con todos los directores, conoce el desarrollo del espacio y es la mejor memoria que puede tener.

Tenía 23 años cuando llegó al MAC -en ese entonces ubicado en el interior de la Quinta Normal, en el edificio que hoy ocupa el Museo Tecnológico-, el primero de enero de 1959. Un cuñado lo había recomendado y, bajo la dirección de Marco Bontá, se le contrató para labores administrativas y de seguridad. Estaba soltero, y difícilmente habría podido imaginar que se convertiría en el funcionario más antiguo.

Un año después de su llegada, el mayordomo anterior se retiró, y Marco Bontá le sugirió que se trasladara a una suerte de departamento que había al costado del museo. La condición de Ramón Arce fue que le permitiera mudarse con su padre y su madre incluidos. Sin embargo fue sino hasta varios años después -aproximadamente el 68-, que el director Alberto Pérez lo ‘invistió’ formalmente como mayordomo. «Don Alberto me preguntó: ¿usted vive aquí? Sí, le contesté. Me preguntó si yo era el mayordomo y le respondí que no. ¿Pero cómo? dijo, y llamó de inmediato a la jefa de presupuesto. Ahí me cambiaron el cargo, y al mes ya era mayordomo formalmente», relata. Le gustaba vivir ahí. Nunca lo penaron, y el entorno era de sueños. Hacia donde mirara, veía parque.

Eran días en los que el contacto con los artistas se daba no únicamente dentro del museo, sino también en otros locales. «Antes uno salía con los directores, por ejemplo a un restaurante. Con don Marco Bonta salíamos, nos íbamos a comer una cazuela de pava, y ahí él se encontraba con don Isaías Cabezón, don Sergio Montecino, don Israel Roa, y todos compartíamos», cuenta.

De esos años, recuerda varias exposiciones, pero especialmente una que haría historia: «De Cézanne a Miró», a la que asistió un total de 220 mil personas, según consta en los registros. «Creo que nunca más va a venir una exposición así -opina. Era mucha gente, era una locura. Se abría la exposición a las 8 de la mañana y estaba abierta hasta las 12 de la noche. Todo el santo día había gente circulando. Entraban 150 personas, estaban un rato, después entraban los otros. Llegaban buses de diferentes países latinoamericanos.»

«No sé qué voy a hacer cuando me retire»

Ahora Ramón Arce no vive más en el MAC, aunque es casi como si viviera. Llega a las 7:30 de la mañana, y se queda hasta las cinco de la tarde, a veces hasta las siete. En la casa, nadie -ni su mujer, ni ninguna de sus dos hijas- le reclama. Saben lo importante que es para él estar ahí. Lo saben porque, durante los años en que el montajista estuvo alejado del museo, no dejó de sentir nostalgia.

El año 80, Arce decidió retirarse. La razón no tenía que ver con la disconformidad en su trabajo, sino con las condiciones económicas del país. En plena reforma del sistema de previsión social, tuvo miedo de perder lo que había ahorrado y, como ya tenía 27 años de servicio, pudo jubilar, aunque a regañadientes. «Cuando me entregaron el documento de retiro yo ya estaba arrepentido, pero no podía decir que no». Se fue a su casa, instaló un taller y, de la sola pena, no fue capaz de volver al MAC nunca más. Hasta que, en 1993, lo llamaron otra vez, porque necesitaban un experto en montaje. No lo pensó dos veces y regresó.

El oficio lo ha aprendido en el camino, según relata. Hoy, según cuentan, es suficiente con que le pasen un grabado en una hoja. Él se preocupa de todo lo demás. «Es un asunto de experiencia. Fui aprendiendo de a poco. Me acostumbré a poner y sacar exposiciones todo el tiempo, y uno va tomando confianza, sabe exactamente lo que tiene que hacer. Me encanta, soy prolijo, no soporto que quede un cuadro chueco, porque la gente se fija siempre. Es mejor fijarse uno, revisar bien todo antes de que se abra la exposición», dice.

Pero no sólo ha aprendido de montaje, sino que también ha definido sus gustos en el arte. «De repente uno entiende algunas cosas y otras no las entiende. Por ejemplo, actualmente, el arte moderno cuesta entenderlo -asegura. A mí me gusta más la pintura pasada, pero también la pintura abstracta, porque hay un conjunto de colores que a uno lo motivan a seguir mirando y aprendiendo.»

Aunque quiere seguir trabajando mientras la salud se lo permita, se ha preocupado de preparar un sucesor, de modo que el cambio no sea violento. «No sé qué voy a hacer cuando me retire, porque uno está acostumbrado a salir todos los días de la casa, y si un día me retiro, me voy a levantar y no voy a saber qué hacer -reflexiona. Capaz que empiece la depresión».

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