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Celebran 400 años de «Orfeo», considerada la primera ópera occidental

Mayoría de expertos coinciden en que primera función de la obra del italiano Claudio Monteverdi coincide con el nacimiento de una forma de arte que ha generado desde esa fecha unos 30.000 títulos.


El estreno, el 24 de febrero de 1607 en el Palacio Ducal de Mantua (Italia), del «Orfeo», del italiano Claudio Monteverdi, marca el comienzo de la ópera como síntesis del arte escénico y musical occidentales.



Algunos puristas adelantan la fecha del nacimiento de la ópera a los carnavales de 1597, cuando Jacopo Peri estrena en un palacio de Florencia la fábula dramática «La Dafne».



En la prehistoria operística se sitúa también el «Misterio de Elche», una pieza anónima compuesta en la Baja Edad Media, ejemplo de transmisión oral, cuya polifonía se ha ido modificando con el paso de los siglos y que se representa cada año en una iglesia de esa localidad del este de España.



Sin embargo, la gran mayoría de los expertos coinciden en que la primera función del «Orfeo» hace cuatrocientos años justos coincide con el nacimiento de una forma de arte que ha generado desde esa fecha unos 30.000 títulos, según cuantifica José María Martín Triana en «El libro de la ópera» (Madrid, 1987), aunque sólo han sobrevivido en el repertorio no más de dos centenares -entre ellos el propio «Orfeo»- y el resto están, en su mayoría, justificadamente olvidados.



El idioma por antonomasia de la ópera ha sido el italiano, e italianas son algunas de las figuras más señeras (Rossini, Verdi, Puccini, Donizetti, Bellini), pero no pueden desdeñarse las óperas escritas en alemán por Mozart, Wagner o Strauss; ni las cantadas en francés de Bizet, Berlioz, Offenbach o Massenet; ni las rusas de Mussorgsky, Oneguin o Tchaikovsky; ni las que compusieron en inglés Purcell, Britten o Gershwin.



También hay títulos excelentes del repertorio con los textos en checo («La novia vendida», de Smetana, o «Jenufa», de Janacek) o en húngaro («El castillo de Barba Azul», de Bártok).



La ópera fue para la burguesía italiana la fórmula principal de entretenimiento. En los antepalcos de sus magníficos teatros, las familias abonadas comían, bebían y fumaban mientras discurrían los recitativos o los momentos menos atractivos de las largas representaciones.



Cuando se acercaba el momento de las arias difíciles de los tenores, barítonos, sopranos y mezzos, los burgueses abandonaban su festín para jalear o abuchear las actuaciones de los divos.



En España, la influencia italiana propiciada por los monarcas borbones en el siglo XVIII impide un desarrollo adecuado de una ópera nacional, mientras el subgénero de la zarzuela cobra auge como reacción a la moda musical extranjera.



No obstante, entre mediados del siglo XIX y principios del XX algunos compositores consiguen crear partituras operísticas que se han incorporado al repertorio, como Arrieta («Marina»); Manuel de Falla («La vida breve» y «El retablo del maese Pedro»); Amadeo Vives («Maruxa»), y Granados («Goyescas»), cuyo «Intermezzo» constituye una de las páginas más memorables de la historia de la música española.



El repertorio ha sido elástico a lo largo de los siglos. Los títulos que más representan en estos prolegómenos del presente siglo no son los mismos que más gustaban hace cien años y, desde el apogeo del género en el XIX, no ha parado de hablarse de «crisis».



El guión de la película «Una noche en la ópera» (1935), de los Hermanos Marx, evidencia una crisis aparente del arte de Caruso cuando sus héroes protagonistas se proponen destruir la ópera para que ésta no muera.



Por aquellas mismas fechas, el austríaco Alban Berg revoluciona el panorama operístico con el dodecafonismo, un método de composición atonal que inspira sus dos piezas magistrales: «Wozzeck» y «Lulú».



Mucho antes, en 1902, el francés Claude Debussy revoluciona el género con la única ópera que escribió, «Peléas y Melisande», en la que el compositor confía a la orquesta lo que las palabras no pueden expresar.



Sin embargo, la grabación de óperas completas en disco microsurco, a partir de 1948, hizo que el género resistiese un embate y en nuestros días, aunque las referencias a la crisis persisten, los creadores no paran de componer.



La pasada semana, el tenor y director de orquesta español Plácido Domingo anunciaba en París el próximo estreno de «The Fly» (La mosca), una ópera de Howard Shore inspirada en la película que Kurt Newman y David Cronenberg llevaron al cine en 1958 y 1986, respectivamente.



Pero como recordaba este domingo el crítico Jordi Llovet en El País, «han proliferado en los teatros de ópera de toda Europa puestas en escena que han sido objeto en unos casos de debate, en otros de gran consternación, y en otros de una simpatía incondicional alborozada».



Llovet recordaba un reciente montaje de «Un ballo in maschera», de Verdi, en el que aparecen, nada más levantarse el telón, doce personas defecando.



Según el crítico, el fenómeno obedece a los mecanismos de la actual posmodernidad en que vivimos, que «tienden a eliminar la densidad de lo histórico», y a «entorpecer categorías intelectuales de otros tiempos».



EFE

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