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«El ojo pensante»: una interferencia en la Telefónica

María Belén Bascuñán
Por : María Belén Bascuñán Artes Visuales en la Universidad Católica. Licenciatura en Estética en la UC.
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Entre el 31 de marzo al 27 de junio, Fundación Telefónica exhibe la primera gran retrospectiva del artista.


Juan Downey (1940 – 1993) es considerado hoy como un pionero del video arte. Siendo arquitecto de profesión, Downey emigra en la década del sesenta a París para cursar grabado. Sin embargo, no son sus estudios en Francia, ni,  posteriormente, los de diseño en Nueva York, lo decisivo para convertirlo en un reflexivo artista explorador de las nuevas tecnologías; sino el contraste cultural entre su país de origen (Chile) y los países desarrollados.

Entre el 31 de marzo al 27 de junio, Fundación Telefónica exhibe la primera gran retrospectiva de Downey en nuestro país: “El ojo pensante”. Diversas técnicas constituyen esta muestra. De la sumatoria de: la transmisión simultánea de varios trabajos en video arte y programas de televisión, casi todos con audio y en inglés;  dibujos y grabados de distintos períodos; y textos explicativos, resulta una experiencia bulliciosa e interferida para espectador.

Ahora, si aceptamos que, como dice el comunicado de la esposición Downey, se posiciona a sí mismo como un “comunicador cultural y un antropólogo estético activador, cuyo medio de expresión visual es el video”, no puede sernos indiferente, ni esta experiencia interferida, ni que su lugar de emplazamiento, la Fundación Telefónica.

El deseo de comunicar, como expone Downey en una entrevista, es permanente en sus obras. La transnacional, a su vez, crece bajo la premisa de un perfeccionamiento en las tecnologías de la comunicación. Sin embargo, en “El ojo pensante”, como una advertencia diferida en el tiempo, se percibe una actitud crítica frente a lo que hoy en día es el despotismo mediático. De hecho, el video fue pensado por Downey como un dispositivo para comunicarse horizontalmente con cualquier interlocutor, en oposición a la relación vertical que mantienen los medios de comunicación con su audiencia. El video para Downey, es un medio donde confluyen las fuerzas sociales y que, por lo mismo, es esencialmente democrático.

Pero ¿dónde se produce el diálogo? y ¿con quién? La estrategia de choque cultural puesta en práctica en muchas de sus obras enfatiza la dificultad para una eventual producción de vínculos, y no sólo con la alteridad etnográfica. En Video Trans Américas o los trabajos de los Yanomami, observamos un interés por explorar lo desconocido y una indagación en las oposiciones; pero la distancia necesaria que debemos tener para con una realidad, para catalogarla como desconocida, se vuelve incierta en videos como “Chile”, “Chiloé” o “Chicago boys”.

Lo interesante es que la distancia entre lo representado en los videos aludidos y la vivencia de éstos, cifra eso que Sergio Rojas define como una “inadecuación constitutiva de la obra de arte (entre su relato y, digamos, su presencia)” que a su vez permite “que la obra dé que pensar”. Porque si Downey decide cómo visibilizar a un “otro” y cómo abordar esa oposición, es el espectador de “El ojo pensante” quien debe decidir cómo situarse del otro lado de la pantalla.

Esta inadecuación se materializa como interferencia comunicativa y anarquía lingüística. En consecuencia, Video Trans Américas requiere de un espectador concentrado, de un pensamiento activo. El encuentro con estos videos, condicionado por las decisiones curatoriales y de montaje –a mi juicio, muy acertadas- interpela mediante un desacomodo de las convenciones audiovisuales del cine y la televisión. La muestra desafía el modo en que habitualmente usamos estos aparatos: en pares se encuentran dispuestos los televisores que reproducen en blanco y negro, entre otros videos, “Cuzco off”, ”Nazca” o “Inca I y II off air”.

Desafía también la validez del documental etnográfico, porque este corpus de obra prescinde de una voluntad cientificista –la cámara en mano como estrategia recurrente en este trabajo afirma un punto de vista parcial e inestable-, y descalifica para esta categoría, a pesar de afrontar la temática indígena. Desafía, por último, la necesidad de acción dramática: el lente registra momentos de ocio y recorre lentamente, como si estuviera palpando; ya sea la cordillera, ya sea las líneas de nazca, ya sea el zapateo de un baile popular.

Pero lo que verdaderamente importa no es ilustrar cómo Downey desarticula el lenguaje del cine o la televisión, sino que cómo, al hacerlo, registra un deseo de contacto con ese “otro”, que reclama una crítica a los protocolos mediáticos. No obstante, ese deseo se hace manifiesto sólo -en lo que pesimistamente podríamos llamar- el fracaso de un diálogo cultural efectivo y horizontal. Pero este desengaño no resta un valor subversivo al corpus artístico de “El ojo pensante”, porque del producto resultante entre la intención del artista y la presencia de la obra, hoy, en Fundación Telefónica, se asoma una interferencia que es necesario constatar.

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