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La línea del horizonte, el cine de Miguel Ángel Rocca Un análisis al segundo largometraje del realizador trasandino

La línea del horizonte, el cine de Miguel Ángel Rocca

«La mala verdad» parece rodada por un artista más veterano que los 46 años que registra Rocca en su cédula. Las elecciones que hizo el cineasta para relatar la historia, la ubicación de la cámara, la solidez, los silencios y palabras del guión, la última actuación del fallecido Alberto de Mendoza, y la atmósfera de carácter opresivo que prevalece sobre la puesta en escena, fortalecen el propósito de entregar, a través de la cinta, una obra distinta, profunda y bien construida.


“Somos obras de arte momentáneamente vivientes”.

Enrique Lihn, en Pena de extrañamiento

El estreno en Santiago durante el pasado mes de noviembre del largometraje argentino La mala verdad (2011) representó un gesto de extravagancia por donde se le mire. En una cartelera local enferma de reverencia a lo explícito y a la vulgaridad, el afán del Cine Arte Normandie por exhibir en su momento una obra distinta, profunda y bien construida, en los reales significados de estos términos, fue algo digno de mencionar, y también, de agradecer: mantenemos el gesto.

Porque luego de analizar la segunda película en la carrera del director bonaerense Miguel Ángel Rocca (1967) —el realizador latinoamericano de mayor nombre que honra la XIV versión del Ficil Biobío, que se desarrolla en estos días—, uno concluye preguntándose de qué lugar imaginario puede surgir la pretensión, de cierto sector de la crítica nacional, de creer que en Chile se filman piezas que resistan la comparación, por conducción, fotografía y altura intelectual con el arte cinematográfico, pensativo y maduro, que se edita al otro lado de los Andes.

Quizás Alberto Fuguet, quizás Alicia Scherson, quizá Sebastián Lelio, y dejamos de anotar nombres que aspiren a competir.

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La mala verdad, en efecto, parece rodada por un artista más veterano que los 46 años que registra Rocca en su cédula. Las elecciones que hizo el cineasta para relatar la historia, la ubicación de la cámara, la solidez, los silencios y palabras del guión, la última actuación del fallecido Alberto de Mendoza y la atmósfera de carácter opresivo que prevalece sobre la puesta en escena fortalecen el propósito de entregar, a través de la cinta, esa sensación que señalamos.

Estamos en Buenos Aires, en una época cercana a la que vivimos y en el barrio porteño de Balvanera, con sus microcosmos detenidos en el tiempo. Un peculiar grupo familiar, esconde una realidad íntima llena de torcidas complicidades, nudos afectivos y una tensión psicológica fría y tenue.

Ernesto (De Mendoza), un librero jubilado, acoge en una confortable casa a su hija Laura (Analía Couceyro, la Sofía de El pasado, el filme de Héctor Babenco, inspirado en la novela de Alan Pauls), y a Bárbara (Ailén Guerrero), la nieta de 10 años que la mujer engendró con un marido, en apariencia muerto, cuando la niña recién había nacido. Los acompaña Rodolfo (Carlos Belloso), el novio de la madre.

La pareja, asimismo, se encuentra a cargo del negocio de libros usados que el abuelo abandonó para escuchar música desde un tocadiscos, encerrado en su habitación. Sólo deja el lugar para merendar en el comedor e ir a recoger a la pequeña al colegio. De esa forma se suceden los días; de la prodigalidad del patriarca dependen y se alimentan todos.

Un hecho en apariencia trivial es el eslabón narrativo que comienza a revelar el dolor que subyace oculto. Siempre que es requerida por su profesora, con el fin de realizar una actividad en la sala de clases, Bárbara se orina encima. Esto llama la atención de la psicopedagoga de la escuela, Sara (Malena Solda), quien después de entrevistarse con la menor, empieza a sospechar, tanto por los gestos de ésta como por los retratos que dibuja en el papel, que a la niña le afecta una situación grave.

Entonces, la joven profesional le comunica a sus superiores, el peso de su temor. Para definir con mayor certeza qué es lo que le ocurre a Bárbara, le envía citaciones a Laura para conversar con ella, quien por su trabajo se excusa de presentarse en el establecimiento. Asiste Ernesto, dos veces, y posteriormente Rodolfo, reemplazando a la mujer. Mientras avanzan las sesiones con la niña a Sara ya no le quedan dudas: la menor es abusada por una persona de su entorno cercano, y las sospechas recaen encima del omnipotente abuelo.

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En paralelo, Rocca se detiene en describir escenas de la cotidianidad familiar del clan, dotadas de una “pesada” sutileza dramática. Una tarde, a la hora de la cena, Ernesto no baja de su cuarto, y Laura le ordena a Bárbara subir con los platos en una bandeja. El lente enfoca a la niña, y su nerviosismo ante la perspectiva de ser víctima de las perversiones del anciano. Otra: los tres terminan de comer, y el abuelo le solicita a su nieta que lo siga a su dormitorio para continuar con la práctica del xilófono, instrumento musical que estudia la pequeña. El intercambio de miradas entre la madre y su hija, denunciándose el daño que ambas conocen, descoloca a cualquier espectador.

Sin generar una disociación narrativa, el director desvía la atención a distintas dimensiones de la trama. A las dificultades de la relación entre Laura y Rodolfo, por ejemplo. La mujer se halla embarazada, y el hombre, cesante hace meses, tiene afición por el juego y a las apuestas. Debido a eso, hampones de aquel submundo lo persiguen para cobrarle y amenazarlo, incluso en la tranquilidad de la librería. Así, Rodolfo vive tan aplastado al suelo de las frustraciones como su compañera.

El universo onírico de Bárbara igualmente es retratado, a modo de refugio, ante el agobiante panorama que la cercena: los sueños que cobija la niña para huir junto a un amiguito al mar —el símbolo de la libertad por esencia—, los preparativos que realizan con ese objetivo; la pesquisa de un libro de aventuras, antiguo, y orientador al respecto; los dulces, galletas y chocolates que guardan con la mira de alimentarse en ese fantasioso viaje iniciático de resonancias míticas y espirituales.

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En ese lapso se produce un evento inesperado. El abuelo ordena a Laura hacer el equipaje: efectuarán una visita al tío Antonio, su hermano, quien vive en un campo, a las afueras de la capital, colindante al océano. Ese pariente (Norman Briski), el reverso del librero, supera los 80 años y está enfermo, con la muerte esperándole en la próxima ola.

La conexión que logra establecer Antonio con su sobrina nieta es la suave manera —que tiene Rocca— de recordarnos que nunca estamos realmente solos, y que invariablemente podemos tropezar con un mensaje de la eternidad. La felicidad de Bárbara en esas secuencias es inaudita y reconfortante, y el tío, además, le entrega dos claves para superar la incertidumbre del presente: una foto con la verdadera identidad de su padre, un escritor del que la niña ni conocía el rostro  —otro misterio de esa familia formada a base de mentiras—, y el libro de viajes que buscaba con ahínco.

De regreso a la ciudad poco puede hacer Sara a fin de ayudar a Bárbara. Encara a la madre, pero ésta niega las constantes violaciones que padece su hija. Si Laura no desea denunciar a Ernesto, las autoridades del colegio recomiendan a la psicóloga abandonar el asunto, y cuando concurre a detallar el delito a una comisaría, la policía le insiste que si la familia se abstiene de refrendar las acusaciones, nada hará el sistema judicial, en el sentido de investigar las supuestas responsabilidades del abuelo. Previo a renunciar a su puesto de trabajo en la escuela, la docente aconseja a la niña: “Grita”, le dice.

Ahí se apacigua Rocca frente a la complejidad misma y sin fondo de la existencia, en ese impulso que nos alienta a perseguir la línea del horizonte, y que siempre se aleja, hasta el infinito, cada vez que creemos acercarnos, luego de contemplar los múltiples matices de la verdad en torno a un problema y al abismo insondable de una vida, de un ser humano.

¿Acaso Laura y Bárbara no están asquerosamente vulnerables y deben sobrevivir en un proscenio hostil y duro, que anula cualquier reacción liberadora? ¿Quién desea levantar tempestades, a riesgo de hundir el único barco en el que pueden navegar una mujer y su hija, que de otra manera, estarían abandonadas a su suerte funesta?

La mala verdad es una película fuerte, de un gran poderío artístico  —ojo con la banda sonora, Charly García, y la música compuesta por el bandoneonista rosarino Osvaldo Montes—, y que por ello apela, para digerirla, a nuestras emociones y racionalidad más recónditas en partes equivalentes.

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