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Crítica de cine: “La danza de la realidad” Cinta escrita y dirigida por el multifacético artista chileno

Crítica de cine: “La danza de la realidad”

Basada en el libro de memorias del mismo título (2001), esta película del novelista, dramaturgo, y cineasta de fama internacional, constituye una suerte de testamento ideológico de su amplia producción creativa. Adherente entusiasta del surrealismo, al correr de las secuencias, el realizador de “El Topo” persigue aquí, lo que ha intentado alcanzar durante todo su periplo vital: rebelarse contra la línea del tiempo y las dimensiones de la realidad, para volver al origen y así conquistar “el Gran Misterio”, ese fustigado por André Breton y su movimiento.


“No soy ni feliz ni desdichado; vivo en suspenso como un cabello o una pluma en la amalgama nebulosa de mis recuerdos. He hablado de la inutilidad del arte, pero no he dicho la verdad sobre el consuelo que procura. El solaz que me da este trabajo de la mente y del corazón, reside en que sólo aquí, en el silencio del pintor o del escritor, puede recrearse la realidad, ordenarse nuevamente, mostrar su sentido profundo. Por medio del arte logramos una feliz transacción con todo lo que nos hiere o vence en la vida cotidiana, no para escapar al destino, como trata de hacerlo el hombre ordinario, sino para cumplirlo en todas sus posibilidades: las imaginarias”.

Lawrence Durrell, en Justine, El cuarteto de Alejandría I

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Tocopilla, Chile, cerca de 1931. Este es el escenario temporal y narrativo en que se desarrolla La danza de la realidad (2013), el séptimo largometraje de ficción de Alejandro Jodorowsky (Iquique, 1929), quien se inspiró en un texto de memorias de idéntico título, de autoría suya, para llevar a cabo su personal versión fílmica de la época.

Ese es el primer quiebre que hace el realizador criollo con la verdad objetiva de las cosas. Pues las fechas no calzan, y es imposible que éste fuera un niño de diez años, en plena dictadura de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931), cuyos afiches de propaganda política pueden observarse al correr de casi todos los cuadros de la cinta, si es que verdaderamente nació en febrero de 1929. En efecto, si nos remitimos a sus datos biográficos, a la caída del militar, en julio de 1931, Jodorowsky apenas debió haber tenido dos años.

Al partir con esta licencia literaria, el resto del relato prosigue esa senda surrealista, la que de acuerdo a lo escrito por André Breton en su Primer manifiesto (1924), el “Padre” de ese movimiento artístico gestado en Francia, sería buscar: “La revuelta y solamente la revuelta que es la creadora de la luz, y esta luz no puede tomar sino tres caminos: la poesía, la libertad o el amor”.

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Cuando se fue de Chile en 1953, y como una forma de ritualizar un olvido hacia el país que tan mal lo había tratado, Jodorowsky quemó sus fotografías familiares, con el propósito de exorcizar un pasado que le evocaba tristezas y dolores que le impedían respirar tranquilo. Llegó a París, y el aprecio de los círculos intelectuales de esa ciudad lo alcanzaría al poco tiempo. Debido, principalmente, a lo novedoso de sus ideas creativas, su trabajo en el circuito de la pantomima y sus relaciones con Marcel Marceau.

Acerca de ese período de su vida, el de la niñez que quiso incendiar, el más penoso y decidor en la formación de su sensibilidad, es que este autor cosmopolita rodó La danza de la realidad. La que es una película poderosa en la línea de esos apuntes anotados de Durrell, referidos a la función del arte en tanto un consuelo y un refugio, que nos permitan salir airosos de los dolores de la travesía cotidiana.

El argumento dramático de la obra, se centra en la vida familiar del grupo compuesto por Jaime, el padre de Jodorowsky (interpretado por su hijo Brontis); Sara, la madre (encarnada por la soprano Pamela Flores), y un Alejandro menor-adolescente (quien es personificado por Jeremías Herskovits).

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La infancia del director en el seno de un clan de inmigrantes de judíos oriundos de Ucrania, asentados en el desierto del Norte Grande de Chile, posee todos los rasgos de un libreto de desarraigo visceral y marginalidad social, por el simple hecho de ser y sentirse distinto a quienes le rodean.

Y no sólo eso, ya que su progenitor, obsesionado con la virilidad y la cobardía, le trata con una dureza inflexible tomando en cuenta la escasa edad del chico. En ese páramo afectivo, ni siquiera la guarida de una figura materna cercana al delirio y a lo limítrofe, le servían de gran apoyo.

Conmueve la sinceridad de Jodorowsky. Uno lo termina queriendo y apreciando más en su calidad de hombre y artista. Pensar en las situaciones emocionales a las que tuvo que sobreponerse, para convertirse en la eminencia que es hoy en día, sólo hacen crecer la admiración que uno puede guardar por su labor inventiva, talentos dedicados a una exagerada gama de actividades.

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Tener conciencia del vacío y de la muerte a tan corta itinerancia vital. Sortear el abandono de Jaime, su padre, eludir la soledad a la que fue relegado por sus pares, por el aspecto pálido que tenía, y su presencia física delicada. Tragarse la extravagancia de la mamá, errante mentalmente en la añoranza de un abuelo fallecido en ridículas circunstancias. Pero al lado se encontraba el mar de Tocopilla, el océano Pacífico que convidaba al niño a la libertad y a soñar sin concesiones. Y, en una ocasión, también al suicidio y a la autoeliminación.

Resulta difícil hacer la relación entre  La danza de la realidad y Los 400 golpes (1959), de François Truffaut. El mismo apego y desenfado por la evasión. Semejante sublevación contra lo establecido y un aprendizaje sin anestesias, frente a unos dolores tan radicales y que podrían llegar a frustrar a cualquier ser humano para siempre.

Es difícil llegar a catalogar de “obra maestra”, a una película que en un encuadre general, exhibe un edificio de “Paz Froimovich” del Santiago de siglo XXI, cuando la acción está situada en las jornadas de revueltas de 1931, que estremecieron a la capital. Aunque sea por el espacio de 1 segundo, una pieza que desea marcar época, no puede mostrar ese error gigante de “continuidad visual”.

Sin embargo, su pathos artístico y su simbolismo son de primer nivel y resisten poca comparación, porque hablan de humanidad, profundidad y sensibilidad, regaladas generosamente. De esta aspiración inmortal, sin ir más lejos, citando nuevamente los manifiestos de André Breton: “Que sólo del hombre depende elevarse por encima del sentimiento pasajero de vivir peligrosamente y de morir. Que maneje, con desprecio de todas las prohibiciones, el arma vengadora de la idea contra la bestialidad de todos los seres y de todas las cosas, y que un día, vencido pero solamente vencido si el mundo es mundo, reciba la descarga de sus tristes fusiles como un fuego de salva”.

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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