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Crítica de cine: “Ida”, el pálido pudor de los secretos infames El filme de origen polaco se alzó con el Oscar a la Mejor Película Extranjera 2015

Crítica de cine: “Ida”, el pálido pudor de los secretos infames

Grabada en blanco y negro, y rodada bajo los movimientos de una cámara y el estilo de un montaje, que recuerdan a las emblemáticas obras de la cinematografía europea de la década de 1960, este largometraje de “época” del director Pawel Pawlikowski, se quedó finalmente con la estatuilla de la Academia -reservada para el título audiovisual más destacado que se haya producido fuera de la órbita angloparlante-, derrotando a la argentina “Relatos salvajes”. Una historia bella, dura, golpeada de sensibilidad y sin respiro, interpretada por dos actrices de un impecable ejercicio dramático.


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Polonia, detrás del muro de Berlín, invierno de 1962. La novicia Anna (personificada por la debutante Agata Trzebuchowska), debe emprender un viaje a sus orígenes, un reconocimiento de su verdadera identidad social y familiar -ordenado expresamente por la “madre” superiora del convento- en el cual se prepara para recibir los votos religiosos (de pobreza, obediencia y castidad), y así llegar a ser consagrada como una monja de la Iglesia Católica.

Para conseguir el “pase” definitivo de la autoridad, antes es necesario que averigüe lo sucedido con sus padres, asesinados durante la ocupación alemana (1939-1944), en los bélicos años de la Segunda Guerra Mundial. En ese trayecto de definiciones, que serán preponderantes para el resto de su vida, la joven Anna conocerá a su única pariente (a su tía Wanda, encarnada por la actriz Agata Kulesza), y sabrá que la filiación cultural y genética de sus padres, correspondía a la de un matrimonio conformado por una pareja de judíos-polacos (los denominados asquenazíes).

Ese es el punto de partida argumental y dramático de “Ida” (2013), el quinto crédito de ficción del realizador Pawel Pawlikowski (Varsovia, 1957), un director formado profesionalmente en Inglaterra, y quien se ha dado a conocer por créditos como “Last Resort” (2000),  “My Summer of Love” (2004) y “La femme du Vème” (2011); este último, un largometraje rodado en Francia, y que estuvo protagonizado por el estadounidense Ethan Hawke y la intérprete inglesa Kristin Scott Thomas. Con estudios universitarios de literatura alemana, si existe un rasgo que ha caracterizado a la cinematografía de este autor, es su gusto por relatar, valiéndose de imágenes, historias de un hondo y espeso contenido humano, tal como si contase, con el lenguaje de las secuencias fotográficas, una novela o un elaborado texto narrativo.

De hecho, aquél resulta el único factor estético que enlaza a la pieza que acá comentamos, con los restantes encuadres de su producción. Pues “Ida”, a diferencia de las anotadas, es una obra exuberantemente ambiciosa si la analizamos en el estricto campo de su gestación audiovisual: una cámara que capta la realidad diegética (inventada) utilizando casi un 70% de la amplitud y perspectiva de una pantalla de cine moderna, con desplazamientos de lentes (planos y ángulos) en la línea de como se construía una cinta en los años ’60, y una fotografía en blanco y negro, que realza la angustia, la pesadumbre y el contraste compositivo, entre un imaginario gris y otro laberíntico de la existencia.

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El experimento que efectúa Pawlikowski, para nada reviste una gran novedad fílmica, por llamarla de algún modo: grabar en blanco y negro, y con ciertos parámetros de “corte” añejos, en la recreación visual del foco, ya lo han probado –con éxito en tiempos recientes- los hermanos Ethan y Joel Coen, Steven Spielberg, Woody Allen, el portugués Miguel Gomes y los alemanes Wim Wenders y Michael Haneke; por citar a siete cineastas famosos y fácilmente reconocibles para el público masivo, que han apelado a esa técnica, la que aporta un grado mayor de persuasión ideológica (para un discurso levantado en base a imágenes), que otros relatos fundamentados exclusivamente en el uso “natural” de los colores.

La diferencia, es que el director de “Ida”, además de la estructura netamente tecnológica, de “hechura”, por llamarla de una manera sencilla, se apoya también en un modo y en una forma de hacer cine, inaugurado por las “nuevas olas” de las respectivas industrias del género en Europa, durante gran parte de la década de 1960. Y que al Este del Muro de Berlín, en plena Guerra Fría, vería surgir a creadores como Roman Polanski, Wocjiech Has y Andrzej Wajda, en Polonia, de István Szabó, en Hungría, y de Milos Forman y de Jiri Menzel, en la cinematografía de la antigua Checoslovaquia.

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Pero en su sostén estético, Pawel Pawlikowski, indistintamente, le solicita prestada la cámara, por ejemplo, a Luchino Visconti y al francés Francois Truffaut. Las escenas que transcurren en un café-concert, en el guión de “Ida”, tienen un halo y una deuda en su ambientación, con las secuencias filmadas en un clímax dramático semejante, por el autor italiano en sus “Noches blancas” (“Le notti bianche”, 1961), su adaptación del cuento homónimo escrito por el clásico ruso Fiódor Dostoievski.

La actuación del dúo estelar, asimismo, se transforma en otro catalizador artístico, un aguijoneo que eleva la calidad de esta cinta, a unas alturas de realización que se acoplan a la hoja de ruta de época, planteada por su director. Agata Trzebuchowska, la joven que aborda el rol de Anna -quien no es una actriz de formación-, pero cuyo papel convence y se inserta en el flujo de la trama con una naturalidad (que bien podríamos tildar de ingenuo entusiasmo frente al lente); y un desparpajo interpretativo, que sirven de contrapeso a la estupenda, fogueada y deslumbrante caracterización de la nihilista tía Wanda (hecha por Agata Kulesza).

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Dotada de un libreto poderoso (redactado a cuatro manos entre el mismo Pawlikowski, y la compañía de Rebecca Lenkiewicz), el argumento de “Ida” se transforma en una simbólica interpelación, al desamparo radical de un grupo de seres humanos. A los que no sólo se les ha despojado de cuánto poseían en el ámbito material, sino que, igualmente, se les ha birlado cualquier ilusión de cara al futuro, y robado hasta su propia esencia identitaria; sujetos inmersos en un tiempo y un espacio histórico deleznables.

Una coyuntura que les ha frustrado la vida y que también, les ha destruido la posibilidad de entablar cualquier afecto sincero hacia el “otro”. Así, la experiencia religiosa se abre como un bálsamo y una escapatoria al “sin sentido” visceral del oficio de ser hombre sobre la tierra. “Para que las palabras no basten es preciso alguna muerte en el corazón. La luz del lenguaje me cubre como una música, imagen mordida por los perros del desconsuelo, y el invierno sube por mí como la enamorada del muro. Cuando espero dejar de esperar, sucede tu caída dentro de mí. Ya no soy más que un adentro”, razonó la excepcional poeta argentina Alejandra Pizarnik, en su poema “Los de lo oculto”, en unos versos en prosa que bien pueden aplicarse, sin insistir demasiado, a ese estado de ánimo que acomete a la protagonista de esta película.

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La fotografía, que fue ejecutada por el departamento de cámara (a cargo de Lukasz Zal y de Ryszard Lenczewski), representó la otra nominación, añadida a la de Mejor Película Extranjera, con la que se apersonó este filme, anoche, para la ceremonia más importante de Hollywood, en el escenario del Dolby Theatre de Los Ángeles (aunque en esa categoría, la de “Best Achievement in Cinematography”, finalmente venció el mexicano Emmanuel Lubezki, por su trabajo en “Birdman”). De principio a fin, sus antecedentes agasajan a la pintura polaca del siglo XIX: en especial a Stanisław Wyspiański (1869-1907), y luego, a Henryk Siemiradzki (1843-1902).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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