
Crítica de cine: “El Club”, una temporada de luces y de sombras, en la playa del infierno
El filme aplaudido en Alemania, corresponde a la película más “completa” de su realizador hasta la fecha: con una concepción audiovisual que sorprende por la maduración artística desplegada, con una fotografía y unos encuadres -que arrebatan el aliento por su hermosa composición-, y la presentación de un rol, que consolida a Antonia Zegers, como una de las mayores actrices del séptimo arte sudamericano actual.
“¡Que no hay mayor soledad que la del hombre / frente a la Belleza!”.
Eduardo Anguita, en Palabra perpetua
El mar, su rumor que se desparrama, el agua que se abalanza sobre la arena, en un balneario de la zona central (Navidad, VI Región), en una mañana apagada, con el cielo triste y embriagado de temores y de malos presagios.
Los primeros minutos de El Club (2015), deben ser de las mejores secuencias que ha rodado alguna vez, un cineasta nacido en Chile: en breves planos y con sutiles movimientos de cámara, se crea un imaginario de la realidad fílmica que se desea construir, de una forma tan clara, sólida y seductora que, cuando llegamos al living de la improvisada casa de retiro de un grupo de sacerdotes católicos -recluidos por la Iglesia a causa de diversos delitos cometidos (no solo sexuales)-, ya sabemos de qué se trata, y hacia dónde apuntan, las intenciones artísticas y dramáticas, de Pablo Larraín Matte (Santiago, 1976), en esta oportunidad, su quinto y premiado crédito de ficción.

Si algo motivó al jurado de la reciente Berlinale, creo yo, a entregarle un Oso de Plata al director nacional por este título, fue precisamente debido a lo lograda de esa introducción narrativa (conmovedora y bellísima), también a la notable continuidad del montaje que se observa en esas escenas y en el conjunto de la obra; a las pretensiones de la fotografía (en donde la luminosidad juega un rol clave a fin de señalar los vaivenes argumentales de la pieza), y a las recordables actuaciones de Roberto Farías (Sandokán), de Jaime Vadell (el Padre Ramírez), de Alfredo Castro (Vidal), de Antonia Zegers (la “hermana” Mónica) y de Marcelo Alonso (García).
De esa manera, el levantamiento cinematográfico de ese pueblo costero y de los aplastados lugareños que lo habitan, se basan en dos aspectos que podríamos definir como “estructurales”: en los desplazamientos del lente (cuyos zooms y travellings refuerzan visualmente la emotividad propiamente dramática contenida en el libreto), y en la ambientación climática de los espacios: días nublados, al parecer fríos, de temperaturas bajas, y con predilección por las horas de la mañana, por las mustias del atardecer, y por la oscuridad de la noche.

Existe una preocupación, en esa línea, por establecer un nexo entre esos curas apartados de su magisterio (para evitar que comparezcan públicamente), las cargas pecaminosas de sus respectivos pasados y la inmoralidad de sus acciones, con la desolación inherente, a esa localidad tranquila y olvidada, ubicada al lado de la desembocadura del Río Rapel. Porque si hay vitalidad y movimiento, eso sólo se produce en una exótica carrera de galgos (perros), en las faenas matutinas de los pescadores artesanales o en los gritos desaforados de Sandokán, por perseguir y castigar socialmente, al presbítero que abusó de él, cuando era sólo un niño.
Los sacerdotes miran a lo lejos, con la prohibición eterna de involucrarse en los asuntos terrenales, exiliados de la cotidianidad de una minúscula urbe que también los ignora. Así, bajo esas coordenadas fílmicas y literarias, se genera todo un tópico habitual en el cine de Pablo Larraín: los protagonistas de sus mejores cintas (me refiero a Tony Manero y Post Mortem), andan por la vida, respiran y exhalan el aire, en espacios que siguen sus propias leyes temporales y ficticias, alejados de la realidad que los envuelve –y agobia- en la ficción.
Entonces, la cámara registra esos desplazamientos (casi siempre sin destino, pero reveladores de una incomodidad psicológica y expresión de una desacomodo por parte de los personajes), que los sitúa en una marginalidad en permanente conflicto con el medio social. La prueba más palpable de esta afirmación, deriva de la sexualidad experimentada por esos caracteres, como una coyuntura tortuosa, rancia, llena de dolor, culpa, frustraciones, opresión y falta de libertad, tanto para decidir, como para reprimirse o contenerse en la decisión.

Si por ejemplo, en el cine español, el sexo es sinónimo de espontaneidad y un rugido de desenfado, en los filmes del realizador de El Club, y especialmente en este último, el intercambio de caricias y de fluidos natural entre dos personas, equivale a un hecho sancionado, proscrito, y que si se efectúa (en la intimidad, por supuesto); se desarrolla bajo unos códigos de significado artístico, cercanos a la esquizofrenia y a la disfuncionalidad identitaria, a la angustia y a la comprobación de que se es, lo que, valga la paradoja, no se desea por ningún motivo ser: un impotente (Tony Manero) o un homosexual reprimido (el rol de Sandokán, aquí).
Insisto en este punto: acá, como en ninguna otra de sus películas, el foco de Pablo Larraín se encuentra al servicio de retratar ese lado oculto de la condición humana, el de la perversión, y el de la sintonía de ese malestar, con un espacio ensombrecido y cubierto de nubes, y donde el sonido del mar y de las olas, a lo lejos, sólo es el anuncio de la catarsis por venir: una golpiza en desigualdad de condiciones, o un asesinato masivo de perros. Y como preludio e intermedio, en una técnica de montaje de suspenso argumental y bien dialogada con el resto de las escenas, la postal, el encuadre, de un horizonte manchado de sangre, de color rojo-tinto, a modo de una señalética de “disco pare”, previo al crimen, y al desenlace argumental que ocurrirá, luego, en la noche.

Siendo uno de sus guiones mejor escritos (redactado entre el director, Guillermo Calderón y el periodista y crítico Daniel Villalobos) este largometraje del autor, peca, sin embargo, en mi opinión, de ciertos errores en la presentación dramática de algunos personajes secundarios (al trío de “cuicos” capitalinos conformado por Catalina Pulido, Diego Muñoz y Gonzalo Valenzuela, me refiero), y en la resolución de ese enfrentamiento larvado que se gesta entre los miembros de la peculiar cofradía y el intruso Sandokán (Roberto Farías).
No es que el libreto cobije problemas de unidad narrativa, sino que la respuesta literaria que ofrece el texto, para responder a ciertas interrogantes en el transcurso lineal de la historia, son de una simpleza creativa y de poca elaboración técnica, que contrastan notoriamente con la complejidad observada en el resto del relato. Y, además, esos caracteres, que podrían transformarse en una bisagra o puerta, a fin de abrir hacia otros rumbos y tópicos, los nervios de la ficción, sólo destacan por la extrañeza que provocan en el espectador atento, y lo poco creíble –actoralmente, hablando, por lo menos-, de su incomprensible propuesta.

Antonia Zegers: una mención aparte. La actriz se muestra acá en su mejor desempeño cinematográfico, uno que la instala en la órbita de las mayores profesionales frente a la cámara, en el séptimo arte sudamericano de la actualidad. Su versión de esa mujer carcelera (la “hermana” Mónica), que no es monja, sino una ex religiosa, que es severa, maternal, y masculinamente autoflagelante a la vez; solitaria y sin afectos, con una fuerza de voluntad y tolerancia ante la adversidad, que solo es posible de apreciar en ciertos tipos femeninos chilenos, resulta inolvidable.
Las expresiones de su rostro, las actividades hogareñas que lleva a cabo (cambiarle los pañales a un sacerdote casi inválido, entre otras), el cuidado de esa casa que no es de reposo ni de retiro, tan solo una prisión para mantener ocultos a un grupo de curas buscados por diversos verdugos civiles y judiciales, sus movimientos corporales, su “posesión” de la escena frente a la cámara, hacen de Mónica, un personaje comparable a los abordados -en cintas de temática de intensidad “semejante”-, por actrices como la alemana Nina Hoss (Una mujer en Berlín), y las británicas Rachel Weisz (El jardinero fiel), y Kate Winslet (El lector).
El Club es la mejor película de Pablo Larraín hasta la fecha, y un compendio y un resumen de sus motivaciones artísticas y fílmicas, pero superadas, corregidas y aumentadas, en relación a otros trabajos suyos. A saber: una cámara que abandona los planos cerrados y cercanos (un recurso cuyo uso ahora no exagera), para abrirse a los exteriores y al horizonte, con desplazamientos y aproximaciones, que insinúan significados audiovisuales y hermenéuticos, y una banda sonora, pertinente y atrayente, que estimula aún más, el prendamiento estético que inspira en su totalidad esta pieza.