
Crítica de cine: “Violette”, la soledad de la creación
El último estreno del realizador francés Martin Provost, es una hermosa crónica audiovisual (y de época) que registra la atracción erótica y sentimental, expresada por la escritora gala Violette Leduc (1907-1972), hacia su compatriota y colega novelista, Simone de Beauvoir. Las actuaciones de Emmanuelle Devos y de Sandrine Kiberlain son formidables, y la dirección de arte y la fotografía de la película, resaltan por su calidad y su notable factura.
“Lo que hace tan cruel el dolor para las almas sensibles es que subsiste aún una lucecita de esperanza”.
Stendhal, en Armancia
La filmografía de Martin Provost (1957) resulta escasa y selecta para un director de su respetable edad y trayectoria. Tomen nota: en largos 16 años, sólo ha filmado apenas cinco largometrajes de ficción, y el más reciente de aquellos es Violette (2013), una obra bella y madura artísticamente, en donde sobresalen las interpretaciones de sus roles protagónicos, la puesta en escena de un París casi deshabitado, melancólico y “falso”; y la constatación de una provincia, en especial de la zona de la Provenza, como un lugar radiante, lleno de luz, y convertido en una figura audiovisual, de símbolo y de salvación vital postrera, para la inquieta Leduc.
En líneas generales, el argumento de la cinta se inspira en la fijación que desarrolló desde los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial y hasta su muerte (1972), la escritora francesa Violette Leduc, hacia su famosa colega Simone de Beauvoir, en un vínculo que incluía los sentimientos homoeróticos (por parte de la primera) y la mutua admiración por la labor creadora y literaria, que desarrollaban ambas.
Las actuaciones de Emmanuelle Devos y Sandrine Kiberlain (quien encarna a la pensadora que fue pareja del filósofo existencialista Jean-Paul Sartre), en el presente crédito, son de lo mejor que pueden ofrecer en la actualidad los contingentes femeninos del cine galo: sus apariciones frente a la cámara son magníficos. Y el histerismo, la genialidad, el talento y el cinismo de ese dueto de mujeres excepcionales, queda expresado en cada uno de los gestos y comportamientos, tanto verbales, como oculares y corporales, de las artistas aquí nombradas.

Pero, sin duda, uno de los fundamentales aciertos estético-fílmicos de Violette, se aprecian en la elaboración escénica captada por la cámara y su fotografía: los contornos de un París fantasmal, con el cielo nublado o nocturno, ocupado por las tropas nazi-alemanas, o asediado por el frío y lo mustio de lo antiguo y el fastidio de sus ciudadanos. En estas secuencias, la capital francesa emerge dibujada por la soledad imponente de sus edificios principales y los callejones y rincones propios de sus barrios más antiguos (St-Germain-des-Prés).
La luminosidad de los cuadros es atípica, y se encuentra cargada hacia esa atmósfera artificial que surge desde los sets y los estudios cinematográficos, y su influjo transmite una sensación de extraña anormalidad, como si la urbe fuera el pasado y el testimonio de las aflicciones y trastornos (cotidianos y mentales), que sacudían a Violette Leduc: dichos apremios se exhiben en la pantalla, transcurren y se mueven diegéticamente, pero nos queda claro que su realidad es ficticia e inexistente, aunque parezca contradictoria la afirmación.
Luego de esa “imagenería” artística en torno a París, se comprueba otra de las ideas audiovisuales que también sostienen la propuesta del autor: el contraste generado entre los espectrales entornos citadinos, y la liberación y perspectiva, que ofrecen los planos grabados en las afueras, o ya bien, derechamente en el sur del país (la región de la Provenza).

Entonces, el lente, muestra ahora, algo más que los cuadros cerrados y las habitaciones de los protagonistas: se registran la perspectiva del horizonte y el cielo de la campiña. Allí los personajes, en particular el papel interpretado por Emmanuelle Devos (Leduc) son retratados en un estado temporal y emocional muy parecido a la paz, y a la tranquilidad, y en una especie de cierta “totalidad”, cuando están en contacto con la naturaleza y la vida al aire libre.
Tal como se observaba en otro de los títulos de Provost (su estreno precedente en Chile: Séraphine, 2008), la preocupación por la composición de la fotografía y los detalles de la puesta en escena, remarcan un estilo y una concepción acerca del esfuerzo intelectual que significa rodar cine; mucho mayor, por lo menos, al que se puede atestiguar en otros realizadores europeos suyos, y que le son contemporáneos: la creación de una época, de sus modos, de sus usos, de sus costumbres y formas, resultan en este director, más que una formalidad, y concluyen por transformarse en la esencia de su arte.

Así, la banda sonora del filme, compuesta por el músico Juho Vartiainen y tocada por Jean-Jacques Kantorow & Tapiola Sinfonietta (Fratres, se titula la canción que se escucha cada vez que la producción desea recalcar un elemento audiovisual y dramático de la narración), se transforman en un factor estético que da cuenta de la intensidad y de la (sutil) afectividad, involucradas en los hilos que unían a Leduc y a De Beauvoir.
En esa simbiosis, las mencionadas melodías sirven para azuzar y corporizar de una manera intelectiva, la soledad y el amor imposible (físico, en este caso), que surge entre las escritoras. Porque Violette, antes que cualquier otro calificativo, es una bella historia audiovisual acerca del desamparo, la ausencia infinita del amor, y el salvavidas que puede representar la vocación de la creación literaria, en la psicología de una existencia atormentada (para Leduc).
Al igual que en Séraphine, en este crédito que analizamos, una mujer, subyugada por un acontecer triste y gris (su biografía, sus días), recupera la ilusión de respirar más allá de la supervivencia, y la conciencia de la auto valía, a causa de revelársele, inesperadamente, un don, un talento, para inventar y reproducir otros mundos e innumerables circunstancias.
El guión -redactado por el mismo Provost- “sufre” con las separaciones temáticas que le injerta el montaje: el relato habría ganado agilidad, coherencia narrativa, y un sentido de conjunto mucho mayor, si se hubiese prescindido de esa estrategia divisoria, la que sólo en casos bien concretos, resulta (en un discurso no lineal, por ejemplo). Pero lo que prevalece, finalmente, es esto: que Violette seduce por la preciosa hechura cinematográfica de sus fotogramas, el significado profundo de su argumento, y las grandiosas actuaciones de su reparto.
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