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Crítica de cine: “El cuarto azul”, la desconstrucción de una pasión

El conocido actor francés Mathieu Amalric (1965), debuta como realizador en las salas chilenas con este thriller, protagonizado por él mismo, y en donde tributa, en más de una secuencia y de una tensión argumental, al “último” Francois Truffaut. Junto a una lograda fotografía, brillan en esta adaptación de la novela homónima del escritor belga, Georges Simenon, la manera fragmentaria de narrar una historia, y el sobresaliente desempeño dramático de la intérprete amateur, Stéphanie Cléau.  


“Dile que te amo; pero no, no pronuncies semejante blasfemia, dile que te adoro, que la vida sólo empezó para mí en el momento en que te conocí”.

Stendhal, en Rojo y negro

La luz y la sombra tenue del sexo. Las intenciones artísticas de Mathie Amalric (recordado entre nosotros por su papel en La escafandra y la mariposa, de Julian Schnabel), son a la vez ambiciosas y deslumbrantes en su consecución: manifestar el instante de la comunión corporal y afectiva, entre un hombre y una mujer, valiéndose de una escena y de una imagen, a la que nos acercamos sólo mediante el tópico del sonido (la revelación gestual y sensitiva de las caricias y del placer, que se prodigan con exuberancia los amantes).

Y por ese sendero caminan los esfuerzos del Amalric, ahora director, en la aventura de transformar un original literario de valía (la novela de Georges Simenon), en un relato audiovisual que, sin ser pretencioso, se devela complejo y arrebatado en sus matices; con “nervio” en sus implicancias narrativas y profundidad en sus citas intertextuales (pictóricas, musicales y simbólicas), insertas en una larga tradición temática al respecto, del arte francés, a un nivel general.

Así, El cuarto azul (La chambre bleue, 2014), más que un recordable largometraje de ficción, que trata sobre el adulterio, se convierte, de esa manera, en una coherente reflexión fílmica, acerca de los sentimientos involucrados en la atracción erótica “indebida”, entre dos amantes, relegados al secreto y a cierta marginalidad. La que no sólo es argumental, sino también cinematográfica: los cuerpos de Julien Gahyde (Amalric) y de Esther Despierre (la actriz Stéphanie Cléau), se enlazan siempre en la irrealidad de las penumbras y bajo los destellos casi oníricos de una tarde anónima de la provincia francesa (en la Vendée, al centro-oeste del país): besos que se escuchan, señales de placer que se dispersan, en un juego de luces, apretadas entre paredes de una habitación, pintada de azul.

El cuarto azul 4

 

En efecto, ese pensamiento audiovisual, de que lo importante de la trama ocurre “fuera de foco” en esta película, resulta una forma bastante meditada de trasladar hacia un formato fotográfico, la novela del belga Simenon, célebre fabulador del género negro y policial europeo. Pues no sólo para el elenco (dentro de la ficción), la relación entre Julien y Esther se entiende al interior del campo moral de lo prohibido; asimismo, se observa ese idéntico diagnóstico, para los espectadores omnipotentes (nosotros), de ese otro mundo diegético, posible y, paradójicamente, de “mentira”.

Aquel estilo oculto de exhibir una pasión, tiene su semejanza y continuidad de objetivos técnicos, con ese operativo de montaje entrecortado, recurso con el cual, el realizador avanza por los meandros y las revelaciones propias de un dramón romántico y de suspenso. La verdad del asunto, la sabremos sólo de oídas, y cuando creíamos que estábamos perdidos y naufragábamos en las claves del argumento, surge la pista, escuchamos la conversación circunstancial, atestiguamos visualmente el encuadre que registra la declaración, enfocando al recuerdo impío, pasado y homicida.

El cuarto azul 1

Si tuviésemos que sintetizar los pilares estéticos de El cuarto azul, serían los siguientes: la puesta en escena, enclavada sobre una ciudad provinciana, extraviada en el silencio y la tranquilidad aparente de la campiña (un guiño al maestro Claude Chabrol); la idea de que lo vital del clímax dramático, sucede fuera de campo; y la fabricación técnica, de una fotografía que apuesta por retratar a la acción y a sus personajes, en los extremos de la luminosidad: o bien en los límites de lo oscuro, o bien en las fronteras de un resplandor mágico, la que denuncia evidentes referencias a los grandes clásicos de la pintura barroca del Viejo Continente: a Rembrandt y a Johannes Vermeer.

La cinta, igualmente, guarda un vínculo notorio con la filmografía postrera del inolvidable Francois Truffaut: la deuda de esta obra de Mathieu Amalric, con La mujer de al lado (1981), del genio mencionado, se trasluce clara y meridiana. Porque como lo afirmábamos, aquella estructura de lenguaje e ideologización audiovisual, se ofrece al servicio de una temática que obsesiona con fuerza a la creación artística francesa, por lo menos, desde principios del siglo XIX: la inspiración buscada en las compuertas del erotismo, del amor y de sus mil caras psicológicas, en el abordaje y en la especulación, acerca de la pasión sexual y su significado afectivo.

El cuarto azul 10

El director, lo que hace en el fondo, no es otra cosa que dilucidar cinematográficamente, la maduración de una experiencia en torno a la intimidad de dos amantes, separados, el uno de la otra, por estar ambos casados con parejas distintas y excluyentes de su singular lazo. Después del imperio de esa premisa dramática, se origina una concepción fílmica, con el objetivo de narrar una intensa historia de adulterio y de asesinatos múltiples.

Apoyados en ese supuesto, El cuarto azul se descubre como un largometraje especialmente durísimo en los fueros de su interpretación simbólica: ¿Y qué acontece cuándo no amamos lo suficiente, a la persona que es nuestro cónyuge? ¿Qué pasa si ese otro o ella, termina por situarse en el plano de la equivocación y de las decisiones tomadas a la rápida, llevadas para salir al paso de un problema y necesidad, que era sólo coyuntural?

El cuarto azul 8

Las respuestas que plantean Simenon y el realizador, pueden ser desoladoras y, valga la exageración, apasionadas…, aunque plenas de vida, de poesía y de verdad. Caminamos por los pasillos de una feria de abarrotes y de verduras, y nos reencontramos con esa fijación soñada de la adolescencia y de la juventud.

Luego, nos subimos a un automóvil, y en la carretera otoñal, en la postal de una “pana”, se aparece el demonio, la belleza y el delirio en persona, acusándonos de lo estúpidos y cobardes, que fuimos en el pasado. Esta es una cinta peligrosamente hermosa, cuestionadora, con actuaciones soberbias (Mathieu Amalric, Léa Drucker, y Stéphanie Cléau, se las “mandan”), y contada por una cámara, que no escatima esfuerzos en percibir lo efímero y la locura, que nos rodean. Y atención con el soundtrack, a cargo de Grégoire Hetzel: se añaden gritos y gemidos, de música de la buena.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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