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Una palabra tuya. Amor y muerte en el Gulag, de Orlando Figes Libros de actualidad en la crítica de Gonzalo Rojas Sánchez

Una palabra tuya. Amor y muerte en el Gulag, de Orlando Figes

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Figes ha trabajado en esta obra con los momentos más benignos del Gulag, es decir con su etapa posterior a la segunda guerra mundial y hasta el deshielo inmediatamente siguiente a la muerte de Stalin en 1953, período que en comparación con el Gran Terror de los años 37 y 38, resulta casi un juego de salón. Todo está ya degradado; hasta el mal se ha banalizado, según la famosa expresión de Hannah Arendt.


Figes ha escrito casi una novela de amor. Casi, si uno no supiera que el profesor de la Universidad de Londres, es, junto a su colega historiadora Anne Applebaum, uno de los principales especialistas en algo muy distinto al amor: el terror.

El terror staliniano, el terror comunista: de eso trata Figes, una vez más, con su habitual maestría para trabajar fuentes menores, en este caso, un epistolario de amor. Ya había mostrado su erudición en El baile de Natascha, una gran historia cultural de Rusia; después había escrito con inigualada sutileza su obra cumbre, Los que susurran, el magistral volumen sobre el miedo y la delación en la URSS.

Ahora, lo hace sobre la base de casi 1.500 cartas que intercambiaron los jóvenes Lev y Svetlana Mishchenko (su posterior denominación ya como esposos) durante exactamente ocho años, tiempo en el cual Lev cumplía su condena en Pechora, uno de los tantos campos de explotación maderera que conformaban la terrible red del Gulag soviético, mientras Sveta trabajaba como científica en Moscu.

Lev había sido llevado a Pechora -como a casi todos los que ingresaron al Gulag (unos 28.8 millones de personas según Applebaum)- a causa del siniestro artículo 58 del Código penal soviético. Si alguien lo ignora, asómese vía google y se encontrará con la increíble gravedad del mal hecho ley. Mishchenko, en concreto, fue condenado por supuesto espionaje a favor de los alemanes. La causa: haber sido su prisionero durante la guerra. Cientos de miles de ex combatientes padecieron igual humillación, igual degradación.

En todo caso, Figes ha trabajado en esta obra con los momentos más benignos del Gulag, es decir con su etapa posterior a la segunda guerra mundial y hasta el deshielo inmediatamente siguiente a la muerte de Stalin en 1953, período que en comparación con el Gran Terror de los años 37 y 38, resulta casi un juego de salón. Todo está ya degradado; hasta el mal se ha banalizado, según la famosa expresión de Hannah Arendt.

Y por eso Lev y Sveta incluso lograron verse a escondidas en pleno campo de trabajo. Las páginas que así lo relatan son de tal intensidad afectiva y dramática que el notable Martin Amis, con su magnífica novela, House of Meetings -justamente sobre los encuentros en el Gulag entre condenados y sus mujeres- parece quedarse algo corto ante la emoción que experimenta el lector de Figes.

Queda tanto por saber del Gulag: de sus miserables condiciones de vida y de sus tasas de mortalidad, de su grotesca ineficacia económica, de la degradación que produjo incluso en sus administradores por tantos años, los hombres de la OGPU, de la NKVD, de la MVD.

Lo que Figes ha logrado mostrar, una vez más, es que hasta en la Unión Soviética el amor fue más fuerte que el terror.

Gonzalo Rojas Sánchez

Profesor universitario

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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