Caravaggio aportó soluciones magistrales al problema de la luz y la sombra en el soporte bidimensional. Se lo asocia con el “tenebrismo”, pues iluminaba intensamente una zona de una figura u objeto mientras que no trepidaba en fundir otra en la oscuridad. Su intención: conmover al espectador a través de dramáticos efectos lumínicos. Loable, porque cuando la energía eléctrica no era aún utilizada, él pareció haber empleado focos y “seguidores” en la ambientación de sus escenas.
Quedan solo unos días para visitar el San Juan Bautista de Caravaggio que se exhibe en el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago; la muestra cierra el domingo 18 de diciembre. Vale la pena ir, aunque solo sea para contemplar una única obra original del artista pues, pese a que Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610) murió a los 39 años –demasiado joven–, se lo reconoce no solo como un genio de los contrastes lumínicos, sino como un referente ineludible para numerosos artistas visuales contemporáneos –escenógrafos y cineastas incluidos–, como Cindy Sherman, Andrés Serrano, David Reed, Ana Mendieta, Mona Hatoum, Yinka Shonibare, George Deem, o el holandés Erwin Olaf.
A propósito, actualmente hay una gran muestra en la National Gallery de Londres que hace posible sopesar su impacto y la vigencia de su vocabulario visual. Beyond Caravaggio (“Más allá de Caravaggio”) permanecerá abierta hasta el 15 de enero de 2017, y permite aprender todavía más acerca de este notable artista barroco.
Caravaggio aportó soluciones magistrales al problema de la luz y la sombra en el soporte bidimensional. Se lo asocia con el “tenebrismo”, pues iluminaba intensamente una zona de una figura u objeto mientras que no trepidaba en fundir otra en la oscuridad. Su intención: conmover al espectador a través de dramáticos efectos lumínicos. Loable, porque cuando la energía eléctrica no era aún utilizada, él pareció haber empleado focos y “seguidores” en la ambientación de sus escenas. Supo además inyectar veracidad y cotidianeidad a sus relatos bíblicos y mitológicos. Puso en valor lo común y corriente, pues dejó de lado la copia de mármoles de la Antigüedad Clásica y prefirió usar como modelo a gente de la calle: sin idealizar ni refinar, optó por el naturalismo, aunque algunos se espantaran con las “pizcas de vulgaridad” con que “sazonó” sus pinturas.
Buen ejemplo de ello es el óleo “La Cena de Emaús” (o “Los discípulos de Emaús”), que causó controversia porque mostraba a Cristo como una persona ordinaria y robusta, sin barba, con el pelo y las manos sucias. Pintada por encargo en 1602, en dicha obra se aprecia a cabalidad la variedad de recursos visuales que Caravaggio manejaba, y por los cuales sus cuadros bien podrían ser secuencias cinematográficas. Ex profeso, en “La Cena de Emaús” deja libre el espacio de la derecha para que el observador se “incorpore” a la escena –un recurso habitual entre los realizadores cinematográficos–. La acción se detiene en el instante en el cual los discípulos –Santiago a la derecha y Cleofás a la izquierda– se sorprenden al reconocer a Jesucristo resucitado: impresionado, el primero abre los brazos, mientras que el segundo está a punto de ponerse de pie, anticipando la caída del cesto de frutas al borde de la mesa. Ésta, por lo demás, adquiere protagonismo gracias a su blanco mantel, que la transforma en un eje de luz fundamental. En tanto, un foco externo proyecta sombras hacia el fondo. Magistral, nótese incluso cómo la oscuridad se “disputa” las manos de Cristo con las áreas lumínicas.
Inmortalizando emociones, pasiones y sentimientos, Caravaggio supo generar suspenso visual a través del binomio luz y sombra. Así, se convirtió en un fenómeno internacional, emulado por creadores de diversas nacionalidades que ayudaron a difundir su legado, como Valentín De Boulogne, Jusepe de Ribera y Orazio Gentileschi. La obra de Artemisia Gentileschi, hija de este último, figura entre lo más destacado de la muestra de la National Gallery, pues se trata de una de las grandes pintoras del barroco. No solo por las temáticas violentas que escogió, sino también por cómo las trabajó, su pintura es acaso más teatral que la del mismo Caravaggio (véase su versión de “Judith decapitando a Holofernes” de 1620). Después de contemplarla, se concluye que ella tenía mucho talento, también mucha rabia dentro: ¡qué difícil debió ser para una mujer en el siglo XVII ganarse la vida pintando y desarrollar su creatividad! Pero al menos en esta muestra, se le da el lugar destacado que merece.
Sea como fuere, la exposición en la National Gallery permite conectarse con sensibilidades barrocas diversas, establecer asociaciones y reconocer las ramificaciones artísticas del gran Caravaggio. Ayuda a valorar su pintura por el impacto que generó, y contribuye incluso a comprender por qué hablamos hoy del neo-barroco o, simplemente, del “barroco contemporáneo”. Caravaggio fue una superestrella en su tiempo, con muchos seguidores e imitadores que continuaron ahondando en su “revolución tenebrista”. Sus obras, sin duda, son dignas de conocer.
* Claudia Campaña es Doctora en Teoría e Historia del Arte Contemporáneo, Universidad Complutense de Madrid. Profesora titular de Teoría e Historia del Arte de la Facultad de Artes de la Pontificia Universidad Católica de Chile.