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John Cheever: cuentos sobre el amor, la muerte y el fin del mundo CULTURA|OPINIÓN

John Cheever: cuentos sobre el amor, la muerte y el fin del mundo

Sergio Sepúlveda A.
Por : Sergio Sepúlveda A. Sergio Sepúlveda A. Profesor Escritura Creativa PUCV
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El autor norteamericano plasmó en “Cuentos” (Literatura Random House, 2018), ganador del premio Pulitzer en 1979, la miseria espiritual de los habitantes de Nueva York y de las zonas residenciales en las afueras de las grandes ciudades. En sus más de 800 páginas vemos las historias de personas que intentan sobrellevar la rutina con entereza pero siempre con un pie al borde del abismo y del autoengaño.


John Cheever nació el 27 de mayo de 1912 en Massachusetts y falleció en Ossinning, Nueva York, el 18 de junio de 1982. En este lapso no menor de años vivió con el mismo secretismo que muchos de sus personajes. A pesar de ser un hombre de familia, casado y con hijos, tuvo un amante durante casi todo su matrimonio y escondió su bisexualidad detrás de una vida normal de esposo responsable. De hecho, muchos de sus relatos tratan sobre esa dicotomía entre lo que somos y lo que aparentamos ser, digamos, sobre las máscaras que utilizamos para sobrevivir a la rutina. Cheever escribió tantas páginas como bebió litros de ginebra y whisky, y retrató con una maestría implacable a la clase media estadounidense de los años cincuenta y sesenta. La ciudad de Nueva York y los suburbios residenciales fueron el escenario de esos personajes que tras las obligaciones sociales —la corbata, el traje y la familia bien constituida— escondían historias de alcohol, sueños rotos y mentiras.

[cita tipo=»destaque»]Hacia el final de sus días Cheever vivió del reconocimiento pleno a pesar que siempre pensó —con la paranoia del genio— que su obra se desvanecería como un trago olvidado en un rincón de la mesa. Incluso se sentía un traidor de su clase social por haber logrado cierto éxito económico. No obstante, su lírica y profundidad han sobrevivido a la moda y a las tendencias, se han convertido en un modo de narrar y en un modelo de cómo un escritor puede llegar a configurar un mundo propio, un universo que refleje de manera compleja una época determinada.[/cita]

“Cuentos” (Literatura Random House, 2018) reúne gran parte de su obra cuentística y fue ganadora del premio Pulitzer en 1979. Con el pasar de los años sus relatos se convirtieron en modelos de estilo y lírica, y muestran ese lado incómodo de la vida donde mentimos y somos engañados por partes iguales. Relaciones humanas que se desmoronan y parejas en quiebre constante son parte de sus temáticas más habituales. Y mucha soledad y abatimiento. Es la fórmula Cheever, esa existencia que se desarrolla después de nuestros trabajos y obligaciones: el mundo real de un entorno familiar en crisis, la cama de un amante que siempre parece más tibia o la barra de un bar donde dejamos correr las horas en la urgencia del cansancio.

Hagamos un resumen de su vida. Cheever fue hijo de un zapatero quebrado por la crisis del 29 que primero intentó suicidarse y que luego desapareció sin dejar huellas. Su familia quedó en la pobreza absoluta, pero su madre —Cheever decía que era una mujer fuerte y dura— los sacó adelante. Su educación formal terminó temprano. Fue expulsado por fumar en el colegio y no quiso volver a intentarlo, quizás convencido de que la vida estaba en la calle y no en las salas de clase. Después se dedicó a viajar. Primero vivió con su hermano en Boston, donde comenzó a publicar algunos relatos y artículos para algunos medios. También estuvo en Europa durante un periodo, pero después regresó a Estados Unidos. Como muchos escritores de su generación se enlistó en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Durante cuatro años fue soldado de infantería y formó parte del Cuerpo de Señales estadounidense. Muchas de esas experiencias y penurias se reflejan en su primer libro de cuentos “The Way Some People Live: A Book of Short Stories” (1943), sin traducción al español y prácticamente inencontrable en inglés. 

Tiempo después publicaría su primera novela “Crónica de los Wapshot” (1964), que tuvo una excelente crítica y un National Book Award. Fue guionista de Hollywood, lo cual lo estabilizó económicamente, aunque cuando hablaba de ello solía decir que para él Hollywood significaba suicidio. También comenzó una extensa colaboración con The New Yorker, donde publicó gran parte de sus relatos y que fue parte fundamental para que tuviese un cheque semanal y se dedicara a la escritura y al alcohol, dos de sus grandes pasiones. El mito Cheever recién comenzaba.

La forma en que vive la gente

Todo relativamente bien hasta ahora. Pero la vida adulta siempre trae problemas y caminos inexplorados. Para Cheever vino el alcoholismo y la doble vida entre el padre de familia y el amante que oculta su bisexualidad (en sus diarios y cartas hay mención a estos temas en particular). Pero más allá de los detalles puntuales de su vida, importantes y sugerentes, en Cheever vemos las vidas de los otros y la creación de un universo donde mujeres y hombres se ven con la cara oculta de sí mismos. En sus relatos somos espectadores y porqué no partícipes —que levante la mano quien no haya estado en mitad de una crisis existencial— de esas vidas despedazadas y rotas por el sueño americano. Moraleja cheeveriana: actuamos de manera correcta hasta que dejamos de hacerlo. La pobreza moral está a la vuelta de la esquina.

La dureza del estilo de Cheever, sobria y letal, no está en hacernos saltar de la silla cuando lo leemos, sino que nos estremece como una sutil corriente eléctrica que sube desde nuestra espalda hasta nuestro cerebro. Es el humano desprovisto de mantas y máscaras sociales. Su narrativa, menos sombría que la Raymond Carver o de Richard Yates, pero igualmente desoladora, nos acerca a ese peligroso terreno de vernos a nosotros mismos en medio del derrumbe o sobreviviendo a la soledad con una fortaleza que, si lo pensamos dos veces, no sabemos de dónde proviene.

Cheever, como un mago con un truco conocido pero no descubierto, nos pone frente a un espejo para que nos veamos a nosotros mismos. El reflejo es algo que ignoramos todas las mañanas después de tomar café y comer pan tostado. Es lo que nos hace humanos: los errores, las falencias, las verdades tan duras que es preferible optar por una mentira bien contada para poder levantarse y funcionar en el mundo real. Moraleja cheeveriana: necesitamos de las mentiras para poder vivir nuestras vidas.

La soledad de los otros

Las temáticas más aparentemente sencillas y triviales en Cheever contienen esa incomodidad que nos provoca la gente al borde del colapso. “Cuentos” contiene obras maestras como “El nadador”, que narra la historia de un hombre que atraviesa el condado a través de las piscinas de sus vecinos y que habla sobre la inutilidad del triunfo con guiños a “La Divina Comedia” de Dante, y del viaje al infierno personal de una persona. También notable es el relato “El marido rural”, muy admirada por escritores de la talla de Hemingway, Capote y Nabokov, donde somos testigos de la historia de un sobreviviente a una tragedia aérea que regresa a su casa. A modo de recomendación, otros grandes cuentos para ser leídos: “La monstruosa radio” (atemporal y perturbadora), “Reunión” (intensa y breve para comprender la relación entre un padre alcohólico y su hijo), “Los Wryson” (un cuadro perfecto de la miseria interior que brota a veces sin motivos), y tantos más. Le mejor es tomar el libro y comenzar el viaje.

La cultura popular también se vio influenciada por el efecto Cheever. En Seinfeld, probablemente la mejor sitcom jamás hecha, se hace mención al escritor en el capitulo “The Cheever Letters”, en referencia a su bisexualidad y donde el mismísimo George Costanza decide leer, con inusual agrado, una de sus novelas. Ni hablar de la influencia sobre la magistral serie Mad Men, que destila Cheever en la soledad de Don Draper y los parajes desoladores de personajes exitosos, pero encerrados en una existencia supuestamente cómoda de casas blancas con reja y columpio, parejas hermosas y brillantes, hijos bien peinados y rosados, y sueldo con varios ceros. 

Pero más allá del bien y el mal, siempre al filo de la época y la interpretación, al leer “Cuentos” nos sentimos conmovidos por esos personajes, a simple vista triunfadores y perfectos, que caen en el vacío existencial una tarde cualquiera, que beben whisky y ginebra, como si el sonido del hielo en el vaso fuese un tic-tac continuo, estilo bomba con cuenta regresiva, para tomar una decisión que cambie el rumbo de la vida. 

Hacia el final de sus días Cheever vivió del reconocimiento pleno a pesar que siempre pensó —con la paranoia del genio— que su obra se desvanecería como un trago olvidado en un rincón de la mesa. Incluso se sentía un traidor de su clase social por haber logrado cierto éxito económico. No obstante, su lírica y profundidad han sobrevivido a la moda y a las tendencias, se han convertido en un modo de narrar y en un modelo de cómo un escritor puede llegar a configurar un mundo propio, un universo que refleje de manera compleja una época determinada.

Para cerrar y para volver a sus libros, una última moraleja cheeveriana sobre la importancia de escribir con la daga en la mano y de cómo tener siempre los ojos bien abiertos. Es palabra de Cheever: “No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad; escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento —creo entreverlo en sueños—, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazado por un extraño en correos, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestros sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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