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Tartufo restituyente CULTURA

Tartufo restituyente

Ante la ubérrima oferta de la canalla dorada para ocupar los curules constituyentes se hace necesario levantar un frente único de la esperanza. No es tarea imposible. A contrapelo del eufónico escepticismo del maestro Santos Discépolo cuando dice que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador, algunos nos atrevemos a intuir con alguna certeza que todavía perviven entre nosotros personas y personajes que se afanan en la siempre difícil práctica de la probidad pública y privada. (…) Si logramos dar con tales ejemplares para hacerlos mayoría de la convención constituyente, habremos dado un importante pequeño primer paso en el largo camino hacia eso que Brecht llamó “la amabilidad del mundo”.


La “tropa” de Molière representó por primera vez su comedia “Tartufo o el Hipócrita” ante Louis XIV, El Rey Sol, el lunes 12 de mayo de 1644. Como varias de sus anteriores también esta obra gozó del gracioso aplauso de su Altísima, Poderosísima y Excelentísima Majestad. Y al igual que veces anteriores Molière volvió a ganarse la bronca emperrada de Paul Philippe Hardouin de Beaumont de Péréfixe, arzobispo de París y magno preceptor del Rey, que vio en la comedia una ofensa insoportable a su sacra dignidad y la de los zánganos dorados que pululan en toda corte. El ofendido arzobispo tironeó majadero los faldones reales hasta lograr la interdicción de la oprobiosa comedieta. Habría que decir que el emputecimiento del arzobispo no era injustificado. Con su Tartufo, Molière clavaba en la picota de la risa pública la hipocresía de los pillastres de labia sinuosa y antifaz devoto, pero sus carcajadas salpicaban por igual la estulta ingenuidad de los cándidos que no vacilaban en entregar a tales fariseos la dirección de su conciencia y la tuición sobre todos sus asuntos domésticos, incluidos el patrimonio familiar, el futuro nupcial de sus hijos y hasta la delicada virtud conyugal. In sensu stricto el motivo no era tan nuevo. Según la narrativa neotestamentaria hasta el Hombre de Galilea las había emprendido a menudo en arameo barriobajero en contra del fariseísmo. Pero sin duda la embestida de Molière era más cómica, de fácil percepción popular y por ende de contundencia más peligrosa.

Aunque Molière se preocupó de cambiar el título de la obra (“el Hipócrita” por “el Impostor”) y de morigerar algunos pasajes, el poder del rey y la iglesia impidió por años la representación pública de una de las piedras basales del ingenio molieresco pero al final no pudo impedir su ascenso al fulgor de las pléyades desde donde sigue riendo. Esta fresca perennidad de la obra se debe sin duda a la supervivencia histórica de su figura principal. Los Tartufos muestran una alucinante pertinacia histórica. El de Molière usaba la máscara del beato, pero se trata de un género de amplio espectro confesional, ocupacional y doctrinario. Especies y subespecies impostoras de todas las caretas y camisetas se encuentran doquiera haya gentiles por engatusar y una moto por vender. Cada época genera sus Tartufos en toda geografía humana, bajo cualquier condición atmosférica.

No ha de sorprender entonces que después del último domingo de octubre, cuando una ya legendaria mayoría chilena decidió escribir con mano propia el vademécum de un posible camino al futuro, surgió de inmediato una abundosa fauna de pelaje vario que se ofreció meliflua para la redacción del papel por escribir.

¡Cosa veredes, Sancho!

(Re)aparecieron sonrientes los rostros de los desconocidos de siempre. Entre ellos, en primera línea, los teólogos del modelo, los saltimbanquis de pasado efímero, las viudas del capitán general, los encantadores de serpientes, las sirenas de Ulises, los marchantes precavidos y los profetas de barba falsa. Nuestra magna tartufería en todo su esplendor.

Es casi conmovedor ver y escuchar predicar la urgencia de cambios a los que apenas ayer insistían en la inmutabilidad del baño en el mismo río. Es curioso mirar a los que nomás anteayer después del zurcido japonés hecho a cuatro manos (diestras y siniestras) de la constitución bastarda del 80 proclamaron urbi et orbi que con tal remiendo se concluía la vía dolorosa de la transición del Capitanato a una democracia que ellos se apresuraron en llamar plena. Son los mismos que hoy –ad imitationem Cantinflas- dicen que en verdad no dijeron lo que dijeron sino que más bien dijeron lo único que en aquel tiempo se podía decir, y para demostrar la seriedad de lo que hoy dicen ofrecen su vasta experiencia cocinera para guisar una nueva Constitución. Provoca sofoco mirar, por ejemplo, ese alcalde supernumerario, ayer rendido apologista de la “revolución silenciosa” del Capitán General que hoy se declara groupi ruboroso de alguna de las socialdemocracias ofertadas en el bazar constituyente. Resulta desopilante observar la cara de palo de aquel que anatematizaba chulesco a los fumadores de opio y hoy con la misma cara se preocupa de aconsejar la mejor manera de llenar las pipas. Se hace difícil guardar la compostura cuando se escucha a un ex ministro de economía, imputado como prolífico proveedor de boletas falsas, fabricante de leyes a pedido del buen pagador y médium en sus horas libres, proclamar con pathos inimitable estar disponible para asumir la responsabilidad de subir al Sinaí a buscar las nuevas tablas de la ley para meter en cintura a este pueblo díscolo que osó romper las viejas. Asimismo es menester no olvidar aquellos que a regañadientes y con notable esfuerzo procuran camuflar los Stahlhelme heredados de sus padres, con plumas de palomas embalsamadas y una sonrisa libre de gluten. Y suma y sigue. Son demasiados nombres para agotarlos en este lamento.

Así las cosas, el desafío que enfrenta el casi 80% que aquel domingo votó el cambio no es menor ni exento de riesgos. El 20% no pierde el tiempo en la ofuscación de su derrota y se prepara para recuperar en la convención lo que perdió en el plebiscito. No escatimará medios ni ahorrará saliva. Sabe mejor que nadie que con plata no solo se compran huevos, sino también voluntades. Por tanto las mesnadas chaqueteras ya comienzan el asedio por los votos constituyentes. Es inevitable que lograrán hacerse de varios. Para tal empresa los mesnaderos cuentan con la merced contante y sonante de sus señores, los dueños de todo. Evidentemente es muy poco probable que el 20% del rechazo transmute en mayoría. Tampoco la necesita. Le bastará un tercio para borrajear el papel constitucional hasta lograr un texto gatopardo que les asegure a las sagradas familias de las tres comunas Shangri-La de Chile la tranquilidad suficiente por los próximos setenta y siete años para crecer y multiplicarse como su dios manda.

Ante la ubérrima oferta de la canalla dorada para ocupar los curules constituyentes se hace necesario levantar un frente único de la esperanza. No es tarea imposible. A contrapelo del eufónico escepticismo del maestro Santos Discépolo cuando dice que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador, algunos nos atrevemos a intuir con alguna certeza que todavía perviven entre nosotros personas y personajes que se afanan en la siempre difícil práctica de la probidad pública y privada; hay gente sabida que se empeña en el uso de la sapiencia empírica sin renunciar a la incursión en lo nuevo; gente que cree que es posible hacer de la dignidad una costumbre compartida y se muestran dispuestos a romper lanzas por lograrlo; hay gente que se esfuerza por ver y tratar al otro como a un igual; gente, en fin, que sabe que no se las sabe todas y no temen preguntar, escuchar y aprender lo que no saben. Si logramos dar con tales ejemplares para hacerlos mayoría de la convención constituyente, habremos dado un importante pequeño primer paso en el largo camino hacia eso que Brecht llamó “la amabilidad del mundo”. Una dificultad no menor para que ello ocurra, es que muchas si no todas estas personas, sin ser en ningún momento imparciales, no reconocen escuderías partidarias. Razón suficiente para que la archicofradía militante dueña hasta ahora de una “institucionalidad política” que se cae a pedazos se resista a levantar los vetos segregacionistas en contra de los independientes. Por un elemental sentido profiláctico de sanidad y decencia es deseable que se decidan a hacerlo sin esperar a que un segundo asalto a la Bastilla los obligue a ello.

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