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I love you, Mon: los dolores de la interculturalidad CULTURA|OPINIÓN

I love you, Mon: los dolores de la interculturalidad

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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Aquí lo sustancial es su inscripción en la «olla flaca» de la porteñidad y sus bares. Invocando a Bolaño cuando nos decía que los poetas la pasan muy mal, ¿qué secreto tiene ese «desgarro» (memorias fugitivas, del rock, del amante extraviado) que se sale de la técnica entre juego y danza y nos permite callejear y popularizar un «grito de calle» que ha surcado a la región en los últimos años? Desgarro entre pueblo y calle que nos enseña que no es posible erradicar la creatividad pordiosera de «Macondo América». Desgarro por un Padre que se fue antes de tiempo, y nos recuerda la vigencia de un «Chile de huachos». Desgarro por el cáncer a la tiroides y las temibles quimioterapias («Hospital»). Desgarro por haber entregado tanto amor a la época enlutada (“Tormento”). Desgarro también por una miserable promesa cultural de los «demócratas chilenos», el «guatón Correa» y la afasia de Tironi, que intercambiaron el fin de la censura con préstamos bancarios –juntas directivas– y fondos gladiadores («Pla ta tá»).


Cuando obviamos las añejas distinciones entre lo culto y lo popular, nuestra industria cultural cada tanto nos brinda algunos goces. En alguna época supimos del notable protagonismo de Lucho Gatica en la capital Azteca (1955). «No me platiques» abrió una leyenda en México para los tiempos venideros y el rey del bolero compartió escenarios y pantalla con artistas como Miguel Aceves Mejía y Pedro Vargas. Luego una sucesión de hitos, «Encadenados», «La Barca».  Y de allí la posteridad innegable en el concierto iberoamericano. El primer «latin lover» de la época.

Dos décadas más tarde, y bajo otro imaginario, irrumpieron Los Ángeles Negros con un éxito arrollador en Perú, Ecuador y Venezuela, hasta alcanzar la cúspide e inscribirse en la historia cultural de México. Y cómo no recordar a nuestro Luis Miguel: Germaín de la Fuente, quien en una decisión enigmática, luego de su ultimo LP («Aplaude mi final”, 1974) decidió abandonar la banda originalmente fundada en San Carlos (1968). En los últimos años Germaín, deudor de la influencia de Yaco Monti y amante de un vibrato alargado, habría abjurado de tal decisión. En ambos casos, México aparece como una «embajada cultural».

En otro terreno de poesía y canto popular es imposible obviar el talento universal de Violeta Parra y el aporte insondable de Víctor Jara. Luego habría muchas cosas que reconocer,  bandas, letras y solistas, con éxito regional como Antonio Prieto. Y es que su penetración en la industria argentina lo llevó a incursionar en películas y tangos (Premio Martín Fierro, 1963). A mi juicio, y a riesgo de representar un oficialismo cultural, esta tríada ordena un primer pedestal con sus «piochas de bronce».

En nuestra parroquia luego supimos de La nueva ola. A la sazón la nueva canción chilena, retratada en Inti-llimani y Quilapayún. Años más tarde, desde los enlutados años 70 y 80, Los Jaivas afianzaron un protagonismo regional y a poco andar la irrupción de Los Prisioneros activó un “imaginario de resistencias” que aún ilumina el diálogo generacional en distintas ciudades de América del Sur.

Alguien podrá imputar que se comete una tremenda injusticia –al mezclar diversos climas culturales y formas urbanas– y soslayar otras voces, compositores y bandas, como el caso de Los Tres. Más aún con la masificación de nuevas tecnologías de la comunicación, la redes sociales, Internet, Instagram, hasta el podcast, sin olvidar Spotify en plena ciudad lumpenizada por la informalidad. Y sí, hay algo de cierto en ese reclamo. También se podría replicar que los cambios de la «era digital» implican la hipermediatización de la industria cultural y el tránsito desde los territorios hacia los flujos massmediáticos de consumo simbólico.

En efecto, abrazamos tecnologías que operan como dispositivos horizontales para usuarios hedonistas ante el creativo y apasionante repertorio de Mon Laferte. Cabe subrayar que la noción de usuario supera por lejos el modelo emisor-receptor, pues, en último término, un usuario constituye un recurso funcional de redes interactivas (verdadero océano de las «tragamonedas»). Una industria donde la tecnoimagen se caracteriza por la aceleración infinita del tiempo: instantaneidad, simultaneidad, desterritorialización y comercialización de imágenes.  

[cita tipo=»destaque»]A su manera, Mon Laferte reinterpreta los años cincuenta de una manera «edgy» y contemporánea. De hecho, es posible definirla como lúdica y libidinal, librada a experimentar con pinceles y prendas que suele improvisar incesantemente en el «shock visual». Con cierta velocidad no faltan quienes la han comparado con Amy Winehouse. Pero a decir verdad, Mon es un mezcla de estilos con dimensiones multirreferenciales, eclécticas y herejes, pero debidamente apoyada por la hiperindustria de masas. Una intensidad de flores, muy valoradas en la capital Azteca, con un rojo intenso de la «calle roja» y el maquillaje noir. Tampoco ha faltado el guiño a Frida Kahlo y Édith Piaf. Incluso en el acompañamiento que hizo a Raphael divo de Linares con ocasión de la celebración de sus 60 años de trayectoria, en estricto rigor la primera voz podría haber sido ella. En los solos hay un desencuentro, un coro imposible. Pero esto representa un agravio a la embajada española ante un nutrido repertorio de hitos memorables para toda Hispanoamérica. [/cita]

Sin perjuicio del «hiperliberalismo cultural», y admitiendo una diversidad de matices y omisiones, la elasticidad de Mon Laferte entremezcla look, rock, pop y lenguajes periféricos que dan cuenta de una tremenda «potencia imaginal» que se inscribe en los imaginarios de fractura, segregación y migración que empalman con las bases estéticas de la ciudad latinoamericana. Tal empresa también ha sido capturada por la hiperindustria cultural y la renta infinita. Aquí la comunicación visual tiene un suelo en la hibridación cultural del folclor regional. Lo vintage, la porteñidad, el jazz, el blues, el rock, la balada, expresiones criollas y ese desgarro donde el cerro de Viña se alza en voz y prosa, ¡tu falta de querer! Ciertamente, hay raíces no siempre explicitadas que se encuentran en Cecilia, Maritza, y algo de Germaín de La Fuente. De allí Mon extrajo un conjunto de fraseos y recursos vocales –para una hipercultura de masas– que le permiten utilizar una rica gama de registros. 

Y es que Norma hereda un apellido materno –Laferte– que tiene un lugar en la cultura política de la sociedad chilena y que hunde sus raíces en Santa María de Iquique. «Normita» hipnotiza por cuanto supo romper con los estrechos moldes de importación instaurando un «swing continental» que en su experimentalidad, no eurocéntrica, modula los lenguajes desurbanizados de pueblos, paisajes y estéticas de informalidad y supervivencia: pero también redes, celulares, iPhone, Facebook y Twitter de la «ciudad digital».

Aquí un medio es un conjunto finito de mundos. Y si el mass media es la matriz “universal”, el apelativo de audiencias abstractas está cifrado en la promesa de accesibilidad total. En otras palabras, y  parafraseando al antropólogo Rodrigo Uribe, si el mass media es el totalitarismo del medio único –otrora el partido único– sobre el cual se registran los “medios que importan” y desde el cual se hacen existir las expresiones culturales, ¿qué cantidad de mundos del dinero permite circunscribir las condiciones de reproductibilidad técnica de las expresiones culturales? 

Y es que tal versatilidad implica un conjunto de géneros donde abundan las narrativas melodramáticas de la violencia; la interculturalidad como proceso comunicacional más allá del turismo sustentable; y lo multicultural como un desafío para gestionar las diferencias del territorio; la profanación que evita lo monumental y que conecta velozmente con la «simultaneidad generacional» que informan nuevos procesos de consumo.

El activismo que le imputa nuestra sesgada industria televisiva con sus memorias insípidas no es un detalle cuando proviene de «rostros» ligados a programas emblemáticos en tiempos de la dictadura (el clan infantil de «Luchito Jara» como epitafio al emprendedor neoliberal): el uso de su cuerpo, abundante en tatuajes, y la denuncia de muertos y torturados (18-O) dan cuenta de la simbolicidad de los oprimidos desde la producción política del espectáculo. Y así quedó estampado. Mon genuinamente arremetió contra la violencia del orden ejemplificada en el abuso de cadenas de supermercados y la impunidad crediticia. Y faltó agregar la indolencia de un sueldo mínimo en el Chile Millennial. Más toda la desintegración urbana, cultural, productiva y regional que el capital financiero administra al filo de la ilegalidad. En efecto, la reorientación de nuestras economías caseras articula «gentrificación», «informalidad» e «ilegalidad». 

 

Experimento popular

Resulta notable la fluidez para movilizar la potencia plebeya y estados de experimentación –sonoridades nómades– que pueden ligar pueblos, imágenes, pliegues, géneros disimiles y que, sin embargo, se pueden dar cita en un imaginario administrado por la informalidad del capital financiero. Quizá Mon es un anclaje que aún no pierde la «fluidez» de un «experimento popular» donde se despliegan múltiples hebras que entran en relación con un archivo de memorias e imágenes plebeyas. Podría ser un bar de Veracruz, Córdoba o Valparaíso, pero también el Auditorio Nacional, el Luna Park o el  Madison Square Garden. «Callejear» un poco con la alternativa inglesa, con mariachis, ir del vals a la balada. Quizás callejear un pueblo y popularizar un grito callejero. Una secuencia rapsódica capaz de armonizar temporalidades y lenguajes en tres movimientos, o bien en un videoclip. Melosa, dada al gemido, arriesgando pasar por una «i» –vocal de muerte– en un agudo. Y todo ello en segundos desafiantes. Y ese dinamismo que la industria mexicana supo leer en la tesitura de Mon no solo habla de su infinita versatilidad vocal y despliegue escénico, sino que hace danzar pueblo y calle con el «desgarro» que finaliza cada agudo librado al vértigo de una vocal doliente donde muerde letras y alardea con el temperamento. 

Aquí lo sustancial es su inscripción en la «olla flaca» de la porteñidad y sus bares. Invocando a Bolaño cuando nos decía que los poetas la pasan muy mal, ¿qué secreto tiene ese «desgarro» (memorias fugitivas, del rock, del amante extraviado) que se sale de la técnica entre juego y danza y nos permite callejear y popularizar un «grito de calle» que ha surcado a la región en los últimos años? Desgarro entre pueblo y calle que nos enseña que no es posible erradicar la creatividad pordiosera de «Macondo América». Desgarro por un Padre que se fue antes de tiempo, y nos recuerda la vigencia de un «Chile de huachos». Desgarro por el cáncer a la tiroides y las temibles quimioterapias («Hospital»). Desgarro por haber entregado tanto amor a la época enlutada (“Tormento”). Desgarro también por una miserable promesa cultural de los «demócratas chilenos», el «guatón Correa» y la afasia de Tironi, que intercambiaron el fin de la censura con préstamos bancarios –juntas directivas– y fondos gladiadores («Pla ta tá»). Desgarro porque los músicos no pueden librar las estéticas de la cesantía; supervivencia de bares y vida clandestina. Por fin la población Rocío de la Esperanza, en el sector de Gómez Carreño. Un lugar que sin verdor fue una zona de contacto entre su inconsciente político y el «golpe popular» de octubre (2019) contra las políticas culturales de turno. Quizá esa potencia expresiva, intensamente comprometida durante el año 2019, develó el abuso policial y la racionalidad cínica de nuestras instituciones y las falsas liturgias modernizantes del «milagro chileno» (1981).

A su manera, Mon Laferte reinterpreta los años cincuenta de una manera «edgy» y contemporánea. De hecho, es posible definirla como lúdica y libidinal, librada a experimentar con pinceles y prendas que suele improvisar incesantemente en el «shock visual». Con cierta velocidad no faltan quienes la han comparado con Amy Winehouse. Pero a decir verdad, Mon es un mezcla de estilos con dimensiones multirreferenciales, eclécticas y herejes, pero debidamente apoyada por la hiperindustria de masas. Una intensidad de flores, muy valoradas en la capital Azteca, con un rojo intenso de la «calle roja» y el maquillaje noir. Tampoco ha faltado el guiño a Frida Kahlo y Édith Piaf. Incluso en el acompañamiento que hizo a Raphael –divo de Linares– con ocasión de la celebración de sus 60 años de trayectoria, en estricto rigor la primera voz podría haber sido ella. En los solos hay un desencuentro, un coro imposible. Pero esto representa un agravio a la embajada española ante un nutrido repertorio de hitos memorables para toda Hispanoamérica.

Por último, Chile y la “democracia canalla” le hizo dos donaciones. Una más honorable que la otra. La ceguera de la industria discográfica para no detectar ningún talento a tiempo –tesitura– y agotar el arte popular. Quizá esa pereza de guionistas y el nepotismo de reyezuelos del espectáculo solo abultan la precarización de la creatividad. Al final esa «policía cultural» le significó un gran favor y permitió la ansiada experimentalidad de géneros. De otro modo, se habría tenido que resignar a usar pinceles vencidos y una infame sumisión a matinales y presentaciones en Monticello para consumidores intrépidos.

El año pasado hubo un segundo favor de nuestra trama político-cultural. En medio de la revuelta, y bajo pensiones de hambre y una tos de esclavos que se expresa en el ansiado 10% de las AFP, nuestro despotismo hacendal intentó hacer cumplir la ley de la mediocridad institucional. Al amparo de la alianza carnal entre el general Rozas y Sebastián Piñera, Fiscalía ofició a Mon para que aclarará sus dichos en materia de DDHH. Nuestra oligarquía furiosa administra los pactos mediáticos y moduló las formas de investir esta nueva voz cincelando su visibilidad mesurada en los programas más frecuentados.

Y esto es inédito pues no solo alzó su voz contra los administradores del orden visual, sino que develó la pornografía que acompaña a nuestra descomposición institucional, revelando el hambre de una «modernización faraónica» (1990-2010) declamada por nuestros pastores del BID. Nuestra impunidad debía ser denunciada por cuanto la perversión del caso chileno se ha tornado transparente. Una impunidad al desnudo que desde un exceso de luz ya no necesita ficcionar nada, por cuanto la paramilitarización de Carabineros no es un secreto para nadie: la visibilización glotona actúa como una suerte de tecnología política que aplaca la crítica.

No hay lugar para especular con el secreto. Ello al punto de que la saturación mediática genera un exceso de visualidad que impide una politización de la mirada. Con todo, es la hora de las redes sociales. Es la vieja herencia hacendal travestida en un formato televisivo que no interroga sus pactos de impunidad. 

Yo no sé cuántas mujeres hay en ti, cuántas acarician una esperanza, cuántos labios de aire, ¡Mon de Iberoamérica! 

 

Mauro Salazar J. Programa Doctoral de Comunicación. Universidad de la Frontera-Universidad Austral. 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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