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«La muerte de la bailarina»: un viaje a la soledad CULTURA|OPINIÓN

«La muerte de la bailarina»: un viaje a la soledad

Los lectores descubrirán de a poco, un tipo de drama familiar que desafortunadamente sigue presente en nuestros días, pero que para las mujeres chilenas debe haber sido aún más denso y difícil en los años en que se ambienta la novela, con un machismo más exacerbado que el actual, y en una sociedad mucho más pacata.


Hasta donde sabemos este es la primera novela de Gustavo González Rodríguez. En este debut, el autor nos presenta a Laura Candelaria Vega Corrales, una inusual bailarina de cabarets, introvertida y sobria, que a poco de avanzar en la lectura se va develando como un personaje complejo, que arrastra una tragedia. La obra está ambientada en los primeros años de la década de los sesenta, o quizás finales de los cincuenta, del siglo pasado.

Los lectores descubrirán, de a poco, un tipo de drama familiar que desafortunadamente sigue presente en nuestros días, pero que para las mujeres chilenas debe haber sido aún más denso y difícil en los años en que se ambienta la novela, con un machismo más exacerbado que el actual, y en una sociedad mucho más pacata.

Laura, también conocida como Candela, la Odalisca del Oriente, o la Pantera del Trópico, tiene el alma rota, y a pesar de eso, conserva una dignidad que contrasta con la hipocresía de muchos habitantes del pueblo al que ha ido a parar. Personas que viven en una ruralidad pechoña y conservadora, en la que las familias reniegan del “vicio” y sin embargo algunos de sus integrantes son parroquianos del cabaret.

En palabras de doña Eufrasia, la dueña de la pensión en la que vivió Laura, la bailarina “…cuando no tenía que lavar o planchar su ropita, se encerraba, digo, en su habitación a leer o a escribir. Me va a creer Jopito, que pese a todo lo mal que hablan ahora de ella, esa mujer era un alma de Dios, muy culta y pura, no como esas señoras del pueblo que lo único que saben es pelarla, como si alguna vez la hubieran conocido, y como si no fuera pecado hablar mal de una fallecida…”

Uno de los principales méritos de la novela es la construcción del personaje de Laura. La protagonista, ante cada embate de la vida, se ha ido quedando más sola. Lo que se nos muestra en parte con retrospecciones, y fundamentalmente a través de los diálogos, de ella y de otros personajes, pero sobre todo a partir de las muy bien logradas conversaciones de la bailarina con el padre Jacques, su confesor, en lo que me parece uno de los puntos más altos de la obra.

La estrella del cabaret es encontrada muerta, con sus ínfimas posesiones: una maleta que contiene muy pocas ropas, tres libros, y un cuaderno con anotaciones y poemas de su autoría. Surgen las habladurías y las hipótesis: si tendrá algo que ver la esposa de Pelayo Eguiguren, el latifundista de la zona que cortejaba, sin éxito, a Laura, que si la mujer se había suicidado, o si quizás un amante la había asesinado para robarle sus ahorros. El secreto del sumario establecido por el juez Correa, y el diagnóstico improvisado por el joven practicante Zúñiga, no hacen más que multiplicar las conjeturas.

El entorno, además de ese ambiente de “pueblo chico, infierno grande” que está a lo largo de toda la novela, muestra en un segundo plano procesos de sindicalización de campesinos, algunos personajes hacen referencias temerosa al comunismo, se ve la influencia de la Teología de la Liberación, y el ascenso de la Democracia Cristiana que años más tarde llevaría a la elección de Eduardo Frei Montalva.

La estrategia narrativa se estructura con una voz en tercera persona, y una bien lograda secuencia de saltos alternados en el tiempo, que a ratos remontan a la infancia de Laura, a veces a su adolescencia y juventud, y en ocasiones al pasado inmediato cuando ya se ha establecido en ese pueblo, en el que la muerte la encontrará a los cuarenta años.

Una lectura muy recomendable. En estos tiempos de pandemia: postergue algunos capítulos de una serie, o un par de películas, y lea esta novela.

Finalmente, no puedo dejar de mencionar que el trabajo editorial pudo haber sido más acucioso. Hay algunos ripios y erratas. Con todo, esas deficiencias del proceso de edición son más bien menores, y no logran opacar la buena historia del autor, los personajes delineados, el adecuado trabajo de la época, y un ritmo y tono muy funcionales al relato.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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