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El demonio y sus lugares comunes: la institucional novela de Roberto Ampuero CULTURA|OPINIÓN

El demonio y sus lugares comunes: la institucional novela de Roberto Ampuero

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Christian Aedo Jorquera
Por : Christian Aedo Jorquera Escritor, fotógrafo y columnista. Ha publicado Pornostar (Ediciones Contrabajo, 2004), Recolector de Pixeles (Ripio Ediciones, 2010), No más de un segundo (Mansalva, 2010, Argentina), y ha participado en diversas antologías de poesía en Latinoamérica. Forma parte del equipo editorial de Cormorán Ediciones.
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La última novela del embajador en España pareciera ser el eco fantasmal de una orden entregada a La Moneda por el empresariado chileno. Criminalizar la movilización social. Orden que viene siendo manoseada por empresarios y políticos, como el más vulgar y promiscuo de los lugares comunes, para lubricar la erótica capitalista inscrita en lo germinal de la institucionalidad de este país.


Todo escritor busca escapar de los terroríficos lugares comunes, estos pasajes o callejones sin salida donde pareciera que las palabras se desintegran junto con cualquier esfuerzo por lograr la ansiada originalidad literaria. Se acusa a éste espacio enrarecido del imaginario, de ser repetido, manoseado o vulgar, enfrentando en el nudo un ideal de exclusividad alejado de lo chabacano, de lo colectivo.

Más de alguno debe haber oído hablar a un carabinero, las frases típicas: documento, afirmativo, negativo, buenosdíasbuenastardes, etc. Son ejemplos de un lenguaje desprendido de cualquier posibilidad de expresión. Una burda reiteración en la proyección institucional que solo busca expresar órdenes, normas y reglamentación. Quizás lo único que vincula esta expresión brutalizada del lenguaje con el lugar común es la reiteración vacua de un concepto sin ningún asidero en la realidad social donde busca imponerse la ley.

«Demonio», última novela del embajador en España Roberto Ampuero, pareciera ser el eco fantasmal de una orden entregada a La Moneda por el empresariado chileno. Criminalizar la movilización social. Orden que viene siendo manoseada por empresarios y políticos, como el más vulgar y promiscuo de los lugares comunes, para lubricar la erótica capitalista inscrita en lo germinal de la institucionalidad de este país.

Ampuero confiesa con el descaro y la exclusividad que otorgan los privilegios que “desde que terminé el colegio he vivido cuarenta años fuera. A la distancia escruté mi identidad chilena y sigo el acontecer nacional”. El mismo descaro con el que Bachelet confiesa leer El Mercurio para enterarse de la realidad del movimiento social en Chile. En ambos casos, a la distancia se construyen ficciones sobre la realidad nacional que buscan imponerse como un sinónimo de identidad, de la misma forma que una ley es regurgitada por la precariedad del lenguaje policiaco, bajo el amparo institucional.

Existen dos tipos de lugares comunes, uno es el lugar donde la sociedad comparece frente a sí misma en sus afectos, en sus problemáticas y en los triunfos. Un espacio donde se fragua la memoria, la cultura y la autodeterminación, materializándose en formas y objetos, en lenguaje y rituales de carácter individual y colectivo. Este lugar es La Plaza de la Dignidad, en Santiago, o la Plaza del Pueblo, en Valparaíso. Cada territorio creará sus propios lugares comunes, ese espacio donde se enfrenta el imaginario popular a las imposiciones del modelo, arrebatándole al capital la privatización del espacio y devolviéndole su carácter público y comunitario.

El segundo mal llamado lugar común, es un espacio producto de la ficción aspiracional de los sujetos, ese anhelo de exclusividad que es caldo de cultivo para las ficciones de lo pintoresco, lo folclórico y la apropiación de la cultura popular en su formato deslavado de cultura de masas.

Un espacio normado por la tendencia y manejada por la publicidad, el best seller de lectura rápida y superficial, o los intereses económicos. Es en resumidas cuentas el lugar de una institucionalidad controlada por unos pocos, que alejados de la realidad buscan imponer sus delirios de poder como moldes sobre otros muchos.

La apropiación cultural, de la misma forma que la usurpación de terrenos, la privatización del agua, la devastación de los bosques, o el robo de los fondos de pensiones; es una práctica inscrita dentro del panorama cultural. Es así como la experiencia popular es expropiada por algunos autores, que sin poner un pie en la calle han escrito un refrito deslavado, desde lugares acomodados, lejos del bullicio y las barricadas, sin siquiera levantar una mano, sobre las movilizaciones iniciadas el 18 de octubre de 2019. Un ejercicio que vuelve la experiencia colectiva en un mohín sin ninguna relevancia estética, ni mucho menos una importancia literaria. Una mueca que reafirma la exclusividad y los privilegios institucionalizados por la sordera oportunista que busca apoderarse de nuestra memoria.

Cayetano Brulé, el detective, exiliado cubano residente en Valparaíso, debe investigar el asesinato de un pintor que fue baleado en los cerros de la ciudad. Las líneas de la investigación son un ajuste de cuentas debido a problemas con las drogas. El detective se adentra en un caso de carácter político, donde tendrá que impedir un atentado, orquestado por una organización clandestina en Chile, a objetivos de seguridad nacional. Todo esto en pleno estallido social, donde el narco y el lumpen desplazaron de las calles a quienes protestaban en forma pacífica.

“Para escribir Demonio consideré conversaciones con gente que se dedicó profesionalmente a esos temas”, dice el embajador a la distancia, en entrevista con El Mercurio.

Como una ficción que pareciera escapar de las pesadillas y los discursos más delirantes de Sebastián Piñera, este demonio literario materializa aquella frase sobre un enemigo poderoso e implacable, en esta guerra ficticia que se organiza en la clandestinidad de una sala de Minecraft. El lugar común de una clase privilegiada que se ve atemorizada cuando la ciudad se levanta.

Pero el verdadero demonio es otro, es uno que persigue a la clase política, a los empresarios y a la cultura de masas. Es la participación popular que busca ser parte en la toma de decisiones y es ahí donde autores como Ampuero ven la imagen del lumpen, los narcos y los terroristas, tratando de imponerla mediante el montaje o el pretexto de la ficción, sobre la figura de manifestantes que hacen de aquellos espacios privatizados un lugar de dialogo, creación y organización. El temido lugar común de la verdad y la justicia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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