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Francisco Paredes, poeta: “Creo que necesitamos más adultos que se permitan la espontaneidad” CULTURA Crédito: Cedida

Francisco Paredes, poeta: “Creo que necesitamos más adultos que se permitan la espontaneidad”

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“Mi deseo es que este libro invite a maravillarse con el crecimiento de un hijo, no solo en sus luces, sino también en sus sombras. Porque es allí en el asombro, la ternura y la vulnerabilidad compartida, donde se gesta una paternidad más plena, más humana, más real”, afirma Francisco Paredes Vera.


“Me abrazas para sentirte segura, /te abrazo cuando me dices verdades”.

Fragmento del libro “El omelette del gato”.

Francisco Paredes Vera (Valdivia, Chile) es psicólogo y magíster en Psicología por la Universidad de Chile. Actualmente combina su labor académica como docente universitario con la atención clínica de pacientes.

Paralelamente, ha desarrollado una trayectoria en la escritura, con un estilo íntimo y poético. Es autor de “Avísame si estoy muriendo” (Editorial Forja, 2018) y “El omelette del gato” (Editorial Azafrán,2024), obra ilustrada junto a su hija.

Durante este año 2025, trabaja en la publicación de un nuevo libro de prosa poética que lleva por nombre “Los almácigos no curan el asma” donde continúa explorando los pliegues de lo cotidiano, el afecto y la memoria.

Hablamos acerca de “El omelette del gato”, en una conversación muchas veces pospuesta, también por mi propia paternidad. Este libro habla de nosotros, los padres, y nuestros hijos.

– ¿Cómo fue el proceso de elaboración del libro en términos emocionales y escriturales?

– En términos emocionales, la creación de este libro junto a mi hija fue como asistir a un segundo nacimiento suyo. Cada avance que me enviaba la editorial era una especie de ecografía literaria, un vistazo íntimo al desarrollo de algo que pronto vería la luz.

Mostrarle las carátulas posibles, ver su sonrisa al reconocerse en sus propios dibujos, fue como presenciarla descubriéndose desde otro lugar. Recuerdo una frase de la psicoanalista Françoise Dolto que siempre me resuena: “Un niño no habla como los adultos, pero siempre dice algo”. En este libro, mi hija dijo mucho, con trazos, con colores, con su mirada cómplice, y yo escuché con la máxima apertura posible.

Desde lo escritural, fue un ejercicio de desentrañar los nudos emocionales que trae la paternidad: la alegría de lo nuevo, el temor de lo incierto, los deseos que florecen y los fantasmas que merodean. Cada poema fue una forma de decir sin decir, de dejar testimonio de lo efímero, de poner en papel esa danza entre el desapego y la ternura.

El poema Natsukashii habla justamente de eso, es un concepto japonés que refiere a una nostalgia dulce, hoy mi hija no es esa bebé que hay que descifrarle la necesidad que cubre un llanto, y mañana tampoco será la niña de enseñanza básica que le gusta coleccionar stickers, sin embargo sigue siendo deslumbrante verla recorrer su ciclo vital. Escribir fue entonces una manera de habitar lo transitorio, de transformar lo cotidiano en algo que pudiera resistir al olvido.

– Dices: “el papel de un padre no es solo un rol, sino que un privilegio?”. ¿Qué nos puedes contar de tu libro, de su creación, en términos de paternidad y aprendizaje? ¿Hay un privilegio en términos de poder escribir, desde la poesía, y testimoniar tu amor?

– Creo que la paternidad implica estar en una escucha constante de las necesidades e intereses de un hijo, incluso cuando estas cambian. Recuerdo que cuando Antonella tenía cuatro años se sintió muy atraída por el violín; logré encontrarle una profesora y comenzó a tocar con entusiasmo.

Sin embargo, con el tiempo ya no quiso seguir, y aunque a mí me habría gustado que continuara, respeté su decisión. Siempre intento que mis expectativas no se conviertan en imposiciones, porque creo profundamente en que ella debe crear su propio camino. El dibujo ha sido para ella un lenguaje constante, algo transversal en su vida, y me emociona verla expresarse así.

A veces nos reímos juntos comparando los dibujos que yo hacía a su edad, aún los conservo, y ahí está la poesía, también, en esa risa compartida. Como decía Winnicott, “El falso self se desarrolla como una forma de adaptación al entorno cuando el verdadero self no puede expresarse”, y por eso intento ser un padre consciente, que no apague su verdadero ser con mis propias proyecciones.

Particularmente, para mí, la poesía no es un oficio ni un pasatiempo: es una actitud ante la vida. No concibo mi existencia sin ella. Hay momentos en que el lenguaje cotidiano se queda corto, cuando la emoción que se agita dentro de uno es más grande que las palabras que tenemos a mano. Y es ahí donde aparece la poesía, al menos para mí, como ese espacio donde la palabra se ensancha, se vuelve cuerpo, respiración, eco.

Por eso no diría que escribir poesía es un privilegio, sino una necesidad vital. Sé que puede sonar a cliché, pero lo siento así: necesito, cada cierto tiempo, volver a escribir poéticamente lo que me va atravesando, no solo como padre, sino como ser humano en tránsito. Es una forma de no perderme.

– Hoy en día ser hombre y padre, es un lugar no siempre cómodo, teniendo en vista también la crítica hacia las generaciones anteriores y los distintos modelos de crianza, ¿cómo nos pensamos padres, desde la ternura, la sensibilidad y la contemplación?

– Es una pregunta muy contingente, porque hoy estamos en un punto de inflexión importante respecto a la paternidad. Durante décadas, los modelos dominantes posicionaron al padre como proveedor, distante del mundo emocional y del cuidado cotidiano, roles históricamente asociados a lo femenino.

Sin embargo, hoy en día vemos cada vez más padres comprometidos, que se permiten la ternura, que no temen mostrarse vulnerables ante el crecimiento de sus hijos. Aun así, vivimos esa contradicción cultural donde estos nuevos modos de ser padre son recibidos, a veces, con desconfianza e incredulidad: ¿será real ese hombre que cuida, que acompaña, que llora?

Yo mismo lo he vivido: estar con mi hija en espacios públicos y no saber a qué baño llevarla, porque el de hombres puede no ser seguro para ella y el de mujeres puede resultar incómodo para las demás. Afortunadamente, en algunos centros comerciales ya existen baños familiares, pequeños gestos que alivian estas tensiones y reconocen nuevas realidades.

Desde una mirada más profunda, como la que propone la psicología analítica de Jung, hemos encarnado por siglos arquetipos masculinos ligados al poder, la fuerza o el castigo, como Zeus o Ares. Pero siento que hoy muchos hombres comenzamos a abrirnos a otros modelos: Hermes, dios del diálogo, del cruce de caminos; Asclepio, dios de la sanación, del cuidado.

Estos arquetipos proponen una masculinidad distinta, más conectada con la escucha, la sensibilidad y la contemplación. Nos invitan a imaginar y habitar nuevas formas de ser hombres y padres, donde cuidar no sea visto como una renuncia a la masculinidad, sino como una forma más profunda y auténtica de ejercerla.

– Nuestro estilo de vida prácticamente nos deja sin tiempo, nos agota, en un mundo cada vez más enrevesado y confuso. ¿Cómo los niños/as nos ayudan a detenernos, hacer una pausa en medio del trajín moderno, los compromisos laborales y el exceso del yo? Además, ¿cómo encontrar lo simple y transmitirlo?

– Vivimos en una era de hiperactividad y autoexplotación, donde como dice Byung-Chul Han ya no nos reprimen desde fuera, sino que nos exigimos desde dentro, en una suerte de auto sabotaje constante. En medio de ese vértigo, los niños irrumpen como una resistencia viva: nos invitan a detenernos, a mirar el mundo con asombro, a redescubrir el valor del juego sin propósito.

Nos recuerdan que existir no siempre significa producir, que ver caer una hoja o reírse con una piedra, disfrazarte con ellos y salir a la calle a pasear vestidos de gatos, saltar con ella en una cama, tomando todos los resguardos, claro, puede ser igual de urgente que cualquier reunión. Aunque hoy muchos niños también están siendo absorbidos por la lógica de las redes, su presencia auténtica sigue siendo un recordatorio de lo simple y esencial.

– El juego, lo lúdico. Los niños/as juegan. Nosotros jugamos como niños/as. ¿Piensas que este poemario es otro juego más? ¿Otra forma de conectar con nuestros hijos/as?

– Sí, por supuesto que este poemario es otro juego más, pero no un juego en el sentido peyorativo o liviano del término, sino en su dimensión más profunda y trascendental. Como bien decía Violet Oaklander, “los niños no hablan de sus problemas; los actúan, los dibujan, los cantan, los dramatizan”.

Ellos habitan el mundo a través del juego, y desde ahí se conectan con sus emociones, sus vínculos, su historia. Para mí, escribir este libro fue también entrar en ese territorio, no como un adulto que observa desde fuera, sino como alguien que se permite volver a jugar, a imaginar, a equivocarse con alegría. Porque un adulto que no juega es, quizás, un niño que ha sido olvidado.

Y ese olvido cuando se transforma en rigidez, en adultocentrismo disfrazado de una supuesta superioridad moral puede volverse peligroso e inclusive vulnerador. Creo que necesitamos más adultos que se permitan la espontaneidad, que comprendan que el juego es también un lenguaje de amor y conexión con la infancia. Este libro, en ese sentido, es un juego compartido entre mi hija y yo, un territorio donde se suspende el deber para dar paso al encuentro.

– “Toda elección es un renuncia” dice Lacan. La decisión y el deseo de ser padre implica lo mismo. Renunciamos a otras experiencias, viajes, trabajos o pasatiempos. ¿Cómo lo ves?

– Es cierto: como decía Lacan, “toda elección es una renuncia”, y la paternidad no escapa a esa lógica. Jean-Paul Sartre afirmaba que el ser humano está condenado a decidir, porque incluso no decidir ya es una forma de decisión. Y otra de sus ideas clave “la existencia precede a la esencia” sugiere que somos lo que hacemos con nuestras decisiones a lo largo del tiempo.

Desde ahí, ser padre no es un estado pasivo, es una elección constante: estar presente, corresponder, cuidar, acompañar. Y claro, eso implica dejar de hacer algunas cosas o hacerlas con menos intensidad. La vida ya no se organiza únicamente en torno al propio deseo, sino que se flexibiliza, se reconfigura. No es que uno se pierda como individuo, pero sí se transforma. Y en esa transformación, al menos en mi experiencia, hay belleza, hay aprendizaje, duelos y hay una forma nueva, tal vez más profunda, de habitar el tiempo.

– Hay una idea muy arraigada de no cambiar, de tener miedo a cambiar, de permanecer y definirnos; y cuando buscamos al otro, nos buscamos a nosotros mismos. Pienso en Heidegger, en Darío Sztajnszrajber. “El ser no es, sino que deviene”. También pienso en tu verso: “Energía infinita:/ tu presencia me transforma”. Un hijo es un otro. ¿Cómo te transformó?

– Johanna Borotto, psicoterapeuta infantojuvenil y autora del prólogo de este libro, suele decirme con esa claridad que la caracteriza: “Si un hijo no te transforma, entonces ¿qué?” Y es cierto. Un hijo es un otro, pero también es un espejo, una irrupción, una sacudida en lo más íntimo del Ser.

Heidegger lo diría desde su concepto de Dasein, ese “estar arrojado al mundo”, ese tener que enfrentarse al abismo de la angustia y, desde ahí, elegir y reconfigurarse constantemente. En esa lógica, el ser no es algo fijo, sino que deviene, está en transformación continua. Y mi hija, sin duda, es esa energía infinita que me transforma. Su presencia me devuelve a lo esencial, me recuerda lo que importa y, también, lo que puedo dejar atrás.

A veces pienso que si al final de mis días, y espero que sea así, ella puede decir “mi viejo era un loco lindo, me entregó muchas cosas, estuvo conmigo siempre”, entonces habré hecho algo bien. Escuché alguna vez a Humberto Maturana en una charla en Valdivia cuestionar esa frase tan repetida de que los niños son el futuro de la humanidad.

Él decía, con razón, que esa idea es una forma de externalizar nuestra responsabilidad. El futuro somos nosotros, los adultos que estamos hoy, aquí y ahora, llamados a entregar las herramientas necesarias para que ellos puedan habitar un mundo más amoroso, más justo, más vivible. Ser padre, entonces, es también un compromiso con esa transformación continua, propia y compartida.

– Paradojas de la existencia, ciclos inevitables. Un padre que cuida a una hija pequeña; una hija que cuidará a su padre cuando envejezca. ¿Te gustaría volver a escribir otro libro, con ella?

– Esas preguntas tan existenciales me hacen volar la cabeza… Las paradojas vitales, los ciclos que se entrelazan, el concepto de Homo Viator, ese ser en permanente tránsito, siempre en camino, siempre en proceso. Pienso en el padre que soy hoy, cuidando a una niña pequeña, y en la posibilidad de que un día, cuando mi piel esté arrugada y mi paso más lento, sea ella quien me abrigue entre sus brazos.

Me conmueve esa idea. Y claro que me gustaría volver a escribir otro libro con ella. De hecho, ya compartimos una canción que hicimos juntos, “No me importa”, que está en Spotify y que, al igual que este poemario, es otro juego, otro espacio compartido desde el arte y el afecto.

También sueño con recorrer el mundo con ella, en la medida que la vida lo permita. Sé que irá creciendo, que sus necesidades y búsquedas cambiarán, y yo también cambiaré con ella. Pero de lo que sí estoy seguro es que seguirán existiendo nuevas páginas, quizás no todas escritas con tinta, pero sí grabadas en esa historia mayor que estamos construyendo juntos, día a día, con cada gesto, con cada abrazo, con cada risa compartida.

– ¿Qué te gustaría que tus lectores descubran al leer tu libro?

– Me encantaría que descubran nuevas formas de ejercer la paternidad; que los hombres se sensibilicen con sus hijos, se impliquen emocionalmente, y comiencen a equilibrar esa balanza afectiva que tantas veces se ha inclinado hacia un complejo paterno hipotrófico: ausente, invisible, marcada por la carencia o el abandono.

Quisiera que comprendamos, colectivamente, que la crianza no le pertenece a un solo género, y que paternar no es “ayudar” ni “colaborar” con las tareas de la madre. Es asumir, desde una agencia personal, el acto de estar presentes, de habitar esa experiencia de forma activa y continua.

Mi deseo es que este libro invite a maravillarse con el crecimiento de un hijo, no solo en sus luces, sino también en sus sombras. Porque es allí en el asombro, la ternura y la vulnerabilidad compartida, donde se gesta una paternidad más plena, más humana, más real.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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