
“Vantablack”: una novela sobre luz, sombra y una protagonista que no pide permiso
En su segunda novela, Valeria Sol Groisman se anima a explorar la oscuridad como potencia creativa, el deseo en la vejez y el colapso de los vínculos que parecían inquebrantables. Aquí la autora habla sobre el arte, el humor, las amistades rotas y las múltiples formas de volver a empezar.
La escritora argentina Valeria Sol Groisman ha publicado su segunda novela, Vantablack (Gata Flora Editorial).
En la novela, dos amigas octogenarias terminan enfrentadas en un juicio como consecuencia de una serie de secretos y malos entendidos. Una es una artista que dejó de pintar luego de descubrir el negro más negro de todos (el Vantablack); la otra es una mujer apocada, que siempre fue, por una mezcla de amor y conveniencia, su sombra.
Una noche, durante una reunión de amigas y en una suerte de búsqueda existencial, la artista mete hongos alucinógenos en la comida. Todas terminan delirando, menos “la sombra”. Ahí empieza esta historia que se mece entre la culpa, la redención y la reconciliación como tres dimensiones de un mismo sentir, o de un sentir compartido. En el medio, una médica joven cumple un rol de salvadora pero a la única que intenta salvar es a ella misma.
Oscuridad
En esta obra, Groisman se anima a explorar la oscuridad como potencia creativa, el deseo en la vejez y el colapso de los vínculos que parecían inquebrantables. En esta entrevista, la autora habla sobre el arte, el humor, las amistades rotas y las múltiples formas de volver a empezar.
¿Cómo se sigue cuando lo que nos define parece haberse apagado? ¿Qué queda después de una vida entera de pintar, amar, desear, construir y, también, fallar? La autora despliega una historia tan irreverente como conmovedora, narrada desde el cuerpo y la voz de Raquel, una mujer de más de ochenta años que atraviesa una crisis creativa, existencial y afectiva.
Entre el absurdo de un juicio por difamación, la deriva de una amistad desgastada y un episodio con hongos alucinógenos, Groisman combina magistralmente lucidez filosófica, humor agudo y ternura para hablar de lo que no suele decirse: el deseo en la vejez, la fragilidad como forma de resistencia, y el arte como campo de batalla. En esta conversación, la autora despliega el detrás de escena de la novela, y comparte las preguntas que la guiaron en su escritura relacionadas a qué nos hace brillar cuando todo se apaga.
Groisman (Buenos Aires, 1982) es periodista, docente y escritora. Con formación en Comunicación y un Máster en Escritura Creativa, trabajó en medios como La Nación, en consultoría política y en proyectos culturales. Es autora de la novela Barullo (2023) y de la reciente Vantablack (Gata Flora Editorial), además de diversos ensayos y manuales de periodismo. Ha sido becada por la Cátedra Vargas Llosa, el Science Journalism Forum y el Salzburg Global Seminar.

-El título Vantablack alude al “negro más negro” y, al mismo tiempo, a una oscuridad emocional y vital. ¿Cómo nació esa elección y qué simboliza para vos en la novela?
-El Vantablack, que es el negro más negro, un pigmento creado por el MIT y adquirido por el artista Anish Kapoor (él ansía la exclusividad del pigmento y en la novela cuento en qué termina esa ambición desmedida), me sirve en la novela como excusa para pensar la pérdida de sentido en un mundo en el que la productividad se ha convertido en una exigencia y a la vez un objetivo aspiracional muy anclado en la suposición de un deseo casi universal. Me propuse preguntarme qué le puede pasar a una artista que ha tenido su éxito, su fama, digamos, y que en un momento determinado de su carrera siente un bloqueo creativo tal que la lleva a abandonar todo lo que construyó. El oficio que la constituye como persona, diría, incluso. ¿Hasta qué punto el trabajo es eso que somos? ¿Qué es capaz de hacer una persona en el intento por recuperar una habilidad, un talento que parece haberse escapado de sus manos?
Para mí, Vantablack simboliza la idea de que la oscuridad tiene la potencialidad de la esperanza. Sin caer en el relativismo total, mucho de lo que sentimos o de lo que nos pasa en la vida es más una cuestión de percepción que de realidad.
-La historia comienza con una carta a una jueza. ¿Por qué elegiste esa forma epistolar tan directa e íntima para entrar en la trama?
-Ese comienzo y esa carta me llevaron a dudar muchísimo. Esa es la verdad. Un escritor amigo, que me leyó, me preguntó: ¿seguro vas a arrancar con una carta? Y yo estaba entre sacarla, acortarla o dejarla. Guchy, mi editora, fue la que me convenció de dejarla, y le agradezco.
Siempre que escribo el comienzo es lo que más me cuesta, lo que me lleva más tiempo, lo que reescribo decenas de veces. Los primeros párrafos invitan al lector (o no) a entrar en la historia. Me gusta pensarlos como un tobogán: o te tirás o no te tirás. Y, con suerte, si te tirás entonces llegás hasta el final. Porque querés saber qué hay en ese final, cómo termina esa aventura de deslizarte en una superficie que alguien más creó para que vos sientas algo: adrenalina, miedo, felicidad, excitación, dolor, vértigo, no sé. Por eso es importante el “érase una vez”.
Respecto del género epistolar, a mí me encanta, y es cierto que está algo abandonado en la literatura contemporánea. Pareciera que ya fue, está demodé. Ya nadie escribe cartas es un libro de Jang Eun-jin, editado por Shiro, y desde el título anuncia eso mismo y una dice: dio en el clavo, tiene razón: ¿Quién escribe cartas hoy? ¿Postales? ¡Nadie! De hecho, cada vez que viajo, me resulta curioso que los hoteles te sigan dejando como obsequio un anotador y un lápiz o bolígrafo en la mesita de luz, como invitándote a escribir. Eun-jin dice: “(…) lo primero que hago en cuanto dejo mi equipaje en un motel o una pensión es escribir una carta. Asearme, comer y descansar vienen después”. Leí su libro cuando ya había terminado de escribir Vantablack, pero me llevó a reflexionar acerca de mi decisión de arrancar la historia con esa carta algo ridícula o inverosímil.
Por un lado, ya casi nadie escribe cartas, resulta algo anticuado, pero Raquel pertenece a una generación para la cual eso de intercambiar sentimientos, opiniones, ideas y anécdotas en diferido era la regla. Había que cultivar la paciencia, algo que hoy perdimos. Escribimos un mensaje de Whatsapp y nos fijamos si la tilde se pinta de azul, o enviamos un mail y chequeamos que no haya rebotado, pero además exigimos que la respuesta sea más o menos rápida.
Por otro lado, la carta, como artefacto de escritura, me parece fabuloso porque genera intriga y establece la posibilidad de que el lector se inmiscuya en la intimidad del narrador. Las cartas son, por definición, algo privado. En todo caso, algo que pertenece a dos personas: la que escribe el mensaje y la que lo recibe. Incluir una carta en una novela es como abrirle la ventana a un vecino para que pispee sin culpa.
-Raquel, la protagonista, tiene una voz potente. ¿Cómo encontraste ese tono entre la lucidez, la ironía y la fragilidad?
-En general, todos mis personajes son un pastiche de rostros, personalidades, voces, gestos y maneras de llevar la vida con los que alguna vez me crucé. Soy muy de tomar notas mentales. Recuerdo lo que se sale de la norma: desde aromas hasta formas de entonar una palabra o llevar una bufanda, qué sé yo. Me aburriría mucho trasladar, intacta, una persona a la ficción. Tengo que adornarla, deformarla, metamorfosearla, mixearla con otros. Es lo divertido de escribir. Pero con Raquel me pasó algo distinto.
Estaba con mi hija mayor en un local de ropa y entró una señora de unos ochenta años, llevaba el pelo corto y blanco e iba vestida con unos pantalones de cuero y una musculosa con una calavera, o algo así, muy rockera la señora, y enseguida dije: esta es Raquel. Después, al llevarla al papel, no respeté esas exactas características, pero la idea de Raquel era la imagen de esa mujer en mi cabeza.
Respecto de la voz, creo que es algo que se trabaja mucho. De hecho, la voz es lo más difícil de lograr cuando se trabaja un personaje, y para mí la clave es que nunca me cierre del todo su comportamiento. Mi ideal sería que un lector se lea Vantablack una o dos veces y siga preguntándose quién es Raquel Epstein, qué se le escapó. Yo me lo sigo preguntando. Nunca conocemos del todo a nadie, y tampoco a los personajes que creamos. A veces me los imagino llevando una vida post-literaria y me pregunto qué harían, qué dirían, qué decisiones tomarían si yo no estuviera dictándoles desde “la cucaracha” que es mi teclado.
Pero, volviendo a la pregunta, creo que la voz de Raquel es la de alguien que se da el permiso de mostrarse vulnerable y genuina porque vivió lo suficiente como para darse cuenta de que perfecta no va a ser nunca y que mejor pifiarle de vez en cuando que sentirse una actriz que está desempeñando un guión prestado.
-La pintura aparece como refugio pero también frustración. ¿Qué lugar ocupa el arte —y especialmente el color negro— en la construcción emocional del personaje?
-El arte en general puede ser al mismo tiempo refugio e infierno. Basta con leer biografías de escritores, músicos y escritores para reconocer que el genio la mayoría de las veces llega de la mano de cierto tormento. No creo que el arte sea un producto del bienestar, más bien todo lo contrario. Escribimos porque algo nos molesta, nos incomoda, nos da rabia, o curiosidad.
Raquel pintó toda su vida, artista es lo que es, hasta cierto momento en que la idea misma de hacer algo con el color le resulta casi intolerable. Siente que cualquier garabato que pueda llegar a esbozar en un lienzo no será más que una impostura, ya no siente la pulsión creativa que la llevaba a crear cada vez algo distinto. Es en ese descubrimiento de extrañeza con ella misma que Raquel se obsesiona con el color negro, o mejor dicho, con el Vantablack. ¿Qué es la oscuridad? ¿Puede funcionar como detonante de cierto brillo? Ahí entra Raquel a filosofar acerca del arte como norma y de la percepción y la espiritualidad como procesos que tal vez se puedan flexibilizar sin límites.
-La trama se dispara por una cena con hongos alucinógenos. ¿Qué te interesaba explorar al introducir ese detonante y cómo dialoga con la percepción y la memoria?
-Hace algunos años, mi mamá, que es médica y trabajó en un hospital público durante muchos años, me contó la anécdota de una paciente que consumió hongos alucinógenos por error y creyó que se estaba volviendo loca. Yo la escuché y pensé que era un buen punto de partida para escribir una historia, pero quedó ahí porque en ese momento estaba terminando de delinear mi primera novela, Barullo. Tiempo después, ante la posibilidad de una beca periodística, empecé a investigar acerca del reino fungi y, paralelamente, acerca del mundo de las hormigas sin saber que había ahí, entre esos dos mundos, una posible conexión. Me alucinó la idea de que los hongos funcionan como una red comunitaria y que las hormigas tienen una especie de inteligencia colaborativa.
En 1997, la bióloga Suzanne Simard inyectó carbón radioactivo a una cantidad determinada de pinos para ver si el micelio, que es como la raíz de los hongos y se usa para cultivarlos en laboratorio, viajaba a través del bosque. Lo que descubrió fue que, en poco tiempo, la sustancia aparecía en árboles cercanos, incluso de otras especies, en aproximadamente treinta metros cuadrados. Es decir, que en los bosques hay redes fúngicas que conectan a las plantas entre sí y actúan como superorganismos. A partir de este experimento, Simard escribió un artículo en el que describió al micelio como una “Wood wide web”, parafraseando a la world wide web (internet).
En cuanto a las hormigas, existe evidencia de que a partir de la interacción de los miembros de cada colonia, que se produce a través de señales químicas, surge un tipo de inteligencia colectiva. Algo que también es parecido a lo que pasa en las redes sociales, donde los memes, por ejemplo, se complejizan y enriquecen a partir de la colaboración entre usuarios. Todo esto me interesó porque yo trabajo investigando estas cuestiones de la colaboración en redes.
Ahora que lo pienso, creo que en algún momento esas tres ideas eclosionaron y fui imaginando una trama donde una sustancia enteógena podía dar lugar a una serie de enredos y malos entendidos entre dos amigas que alguna vez habían sido inseparables, como una especie de red que se iba tejiendo de manera inevitable. Y, al mismo tiempo, la idea de colaboración aparece casi al final de la novela después de que Raquel dice algo así como que la vejez no tiene por qué ser una lágrima y se propone encarar el último y gran proyecto de su vida.
-La amistad entre Raquel y Beba es el corazón de la novela: décadas de cercanía que terminan. ¿Qué buscaste contar sobre la amistad cuando envejece o se quiebra?
-No creo que las relaciones posean un carácter definitivo, ni para bien ni para mal. Intuyo que la amistad es un vínculo variable, dinámico y sobre todo conveniente. Quizás suene antipático, pero para mí predomina en nuestras sociedades una idea muy romantizada o algo infantiloide acerca de la amistad, como si se tratara de una relación carente de conflictos de interés. La historia de Raquel y Beba viene a romper un poco con esa noción banalizada del afecto. Tanto la una como la otra (quizás más Beba que Raquel) defienden el vínculo que comparten porque —y mientras — les resulta funcional para cierta vida que se armaron y que resume un clima de familiaridad cómoda. Toda relación tiene fisuras, indicios de potenciales derrumbes. La fisura es, en la literatura, una fuente de conflicto necesaria, es lo que te permite desarrollar una trama.
-La novela está narrada desde un cuerpo y una mirada octogenaria. ¿Qué descubriste al escribir desde esa edad sobre el deseo, la dignidad y la memoria?
-Siempre digo que en mí conviven un alma joven y un alma vieja, pero la vieja le gana a la joven. Me intriga imaginarme vieja, así que la construcción de los personajes de Beba y de Raquel tiene un poco que ver con ese proceso de proyección de un futuro que es un poco obvio para todos, ¿no? Alguna vez seremos viejos.
Acompañé a mi abuela durante los últimos años de su vida muy de cerca. La vi empequeñecerse, no solo en sentido figurado. También fui testigo de cómo su mundo se iba achicando. En algún momento dejó de salir a tomar el té a la esquina, en algún momento dejó de conversar conmigo, en algún momento dejó de tocar el piano, en algún momento dejó de hablar, en algún momento dejó de llamar por teléfono a sus amigas, en algún momento yo le di miedo (dejó de reconocerme), en algún momento dejó de reírse y de emocionarse al ver las fotos de sus bisnietos. Registré en mi memoria esos “nunca más” y esas “últimas veces” casi como fotos, y algo de eso intenté reflejar en la historia que cuento en Vantablack.
Volviendo a la pregunta, lo que más me impactó al escribir desde un cuerpo y una mirada de una mujer de ochenta es que esa solemnidad que solemos atribuirle a la gente grande es una pavada total. Una vez, cuando trabajaba diseñando actividades para adultos mayores en una institución cultural, Perla, una mujer de más o menos esa misma edad, me dijo: “Valeria, nosotros queremos irnos de joda igual que vos”. Esa frase me llevó a replantearme todo lo que había hecho hasta ese momento, y, sin dudas, fue la idea que tuve en mente cada vez que mientras escribía me inclinaba hacia el drama. Me propuse construir personajes ochentosos y verosímiles que no respondieran a ese estereotipo de señora grande que predomina en el imaginario colectivo. Me molesta un montón cuando en los medios leo “abuela” o “jubilada” para hablar de alguien que alcanzó cierta edad. Quizás no sea ni abuela ni jubilada, pero hay como un miedo de llamar a la vejez por su nombre y no pasa lo mismo con la juventud.
-Luis Sagasti habla de “la radiografía de una generación que no encuentra la forma de integrarse a un mundo que se aleja”. ¿Sentís que Vantablack es también un retrato generacional?
-Sí, claro. La digitalización del mundo ha dejado a gran parte de la población fuera de juego. Por supuesto que hay muchas personas que lograron adaptarse al entorno digital, pero no todas. Y no se trata solamente de carecer de las destrezas y habilidades para manejar nuevas tecnologías, se trata de también poder descifrar los códigos que utilizan las generaciones más jóvenes. Eso aparece reflejado en el vínculo entre Julia y Raquel. Por ejemplo, Raquel dice no entender qué hace Julia tanto tiempo en los baños públicos. O le sugiere que no esté tan pendiente de Hershel. Raquel quiere sentirse joven, quiere probar cosas nuevas, pero al mismo tiempo le teme a esa supuesta libertad que ansía. Quiere ser parte de un mundo que ya no le pertenece tanto, o que cada vez le pertenece menos. Y Beba cree que sabe usar Facebook, la plataforma que más se usa entre la gente de su generación, pero evidentemente no la tiene tan clara… Ahí se arma el bolonqui, como diría ella misma.
-El juicio funciona como escenario literal y simbólico. ¿Cómo fue el trabajo de observación y documentación para recrear ese universo tan preciso y cargado de significados?
-En el libro el juicio es pura ficción, e incluso busqué exagerar adrede algunas cuestiones como el trato de la jueza hacia Beba, por ejemplo. De todas maneras, tengo marido abogado, así que pude chequear ciertos tecnicismos para que las escenas del juicio resultaran verosímiles. Denunciar a alguien implica el nivel máximo de desconfianza en una persona. Raquel denuncia a Beba y ya desde las primeras páginas los lectores se darán cuenta de que el juicio es mucho más que un juicio: forma parte de esa búsqueda de sentido en la que se embarca Raquel. No cualquiera se embarca en un juicio de daño de imagen y, por lo general, quien lo hace tiene razones que se esconden debajo de la aparente reparación por el uso o de la diseminación de una imagen sin el permiso necesario.
-Raquel se nombra “querellante” y eso la empodera. ¿Qué papel juega el lenguaje en la transformación y autopercepción de los personajes?
-El lenguaje puede ser funcional, o no. En el caso de Raquel, las palabras pesan, y mucho. Ella tiene una imagen que cuidar, una imagen que fue gestando a partir de su matrimonio con Enrique y que no está dispuesta a perder. Hay términos que ella jamás usaría, porque está muy pendiente de los protocolos, de las formas, de la educación. Lo que ocurre con la palabra “querellante” es que no sólo la empodera, ella se siente honrada de poder asumir ese papel. Con ese adjetivo, Raquel deja de lado la victimización y asume un rol activo, se hace cargo, se revela protagonista del mal trance que debe atravesar.
-Entre el juicio y la intimidad de las protagonistas, hay una mirada sobre la dignidad. ¿Qué significa para vos “seguir brillando” en la última etapa de la vida?
-Me cuesta responder a esta pregunta porque tendría que asumir que tengo la edad de Raquel o de Beba, pero me animo a afirmar que eso de seguir brillando tiene que ver con la posibilidad de poder seguir haciendo lo que nos hace sentir plenos. También puede estar relacionado con el derecho a seguir siendo mirados y escuchados. Creo que como sociedad debemos rescatar el interés y la curiosidad por los cuerpos, las voces y la sabiduría de los más grandes. Vivimos en un mundo que niega el paso del tiempo, que intenta borrarlo a toda costa. Pareciera que lo viejo desagrada, estorba, hasta da risa, y, paradójicamente, hay toda una cultura de la nostalgia que busca en lo antiguo pistas para crear experiencias, productos o servicios disruptivos. A mí me apasiona el pasado, con su gente, sus verbos (conjugaciones que poco aparecen ya en los textos, como hace poco dijo la escritora Matilde Sánchez durante una entrevista), sus historias, sus costumbres, sus modas. Si me dieran a elegir, no viajaría al futuro: viajaría al pasado.
-El humor, sutil pero constante, parece una forma de resistencia. ¿Qué te permite como herramienta narrativa para hablar de la vejez y los vínculos?
-El humor, tan cuestionado en tiempos de cancelación, es lo único que nos salva en momentos difíciles. Me imagino que en la vejez, vivir sin humor debe resultar inviable porque todo lo que le pasa al cuerpo y a la cabeza es tragicómico: la incontinencia, la pérdida de memoria, los equívocos, la flaccidez, la dificultad para moverse con soltura. No veo que exista otra manera de transitar la vejez que no sea con humor.
-En la novela aparece una médica joven que intenta salvar, y salvarse. ¿Qué lugar ocupa en el equilibrio de voces y generaciones en la historia?
-Que sigan existiendo jóvenes que elijan estudiar medicina y dedicar su vida a cuidar, curar y mejorar la calidad de vida de las personas me parece el mayor índice de optimismo y esperanza. Algo parecido me pasa con los educadores. Son claramente un indicador de que no todo está perdido. El personaje de Julia responde a ese espíritu solidario, pero representa también a una generación de médicos que gana menos que un empleado público que trabaja en una oficina de 8 a 15hs. Y ahí aparece toda esta idea de que nadie se salva solo y que un mecenas siempre será bien recibido, y más en un país como Argentina, que vive de crisis en crisis.
-Después de Barullo, ¿qué cambió en tu forma de narrar o en los temas que elegís abordar?
-En Barullo, mi primera novela, me aferré bastante a los datos y a las citas de autoridad. Creo que necesitaba armarme de seguridad. Con Vantablack me solté mucho más, no me impuse demasiadas reglas. En cambio, me propuse jugar con los personajes, con la trama, con las voces. Imaginar de cero una historia te permite crear mundos y vidas que tal vez nunca lleguen a existir, y poder hacerlo es un enorme privilegio.
-¿Sentís que hay una mirada política en la novela? ¿Una forma de decir algo sobre el modo en que la sociedad trata a la vejez, a las mujeres, a los vínculos cuando se rompen?
-No creo en la literatura como un artefacto político, pero sí entiendo que las lecturas de una novela despiertan, inauguran o promueven nuevos modos (o modos alternativos) de enfrentarnos al mundo en el que vivimos. En ese sentido, quizás Vantablack pueda propiciar unas miradas menos estereotipadas sobre la vejez.
-¿Qué diálogo creés que establece Vantablack con tu primera novela, Barullo? ¿Qué elementos se sostienen y cuáles cambian en tu voz como narradora?
-En ambas novelas la literatura conversa con la ciencia. En Barullo, la conversación es más obvia, evidente, y en Vantablack, está más solapada, creo que el mestizaje está más logrado. Lo que se mantiene en las dos es el uso de múltiples voces para contar una historia, y eso, ahora que lo pienso, quizás tenga que ver con la teoría de la relatividad, porque mientras escribía Barullo leí bastante sobre el tema, y tal vez también sea una especie de declaración de intención: me interesan más la periferia y la diáspora que el núcleo de una historia. Soy de las que cuando lee una novela o mira una película o una serie o una obra de teatro se pregunta qué será de la vida de los personajes secundarios.
-En Vantablack , la vejez aparece lejos de los estereotipos: hay deseo, hay rabia, hay riesgo. ¿Qué buscaste derribar o cuestionar sobre la mirada social hacia las personas mayores?
-Supongo que la vejez no implica una falta de deseo, sino una economía del deseo. Tal vez a medida que crecemos el deseo se vuelve menos ambicioso y más orientado. De jóvenes lo queremos todo y lo queremos ya. Después nos damos cuenta de que preferimos poco y más despacio. Porque el deseo se lleva mejor con la paciencia que con la ansiedad.
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