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La falacia de Gall CULTURA|OPINIÓN Crédito: Cedida

La falacia de Gall

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En un mundo saturado de pastiches ideológicos, Vargas Llosa nos advierte contra explicar la realidad desde lo deseado. ¿Cuántos programas políticos no se fundan en lecturas de fenómenos sociales que replican errores similares?


Un amigo muy querido —cuya estima proviene, en parte, de sus recomendaciones literarias— me sugirió hace diez años leer a Mario Vargas Llosa. Un profesor del liceo hizo lo mismo incluso antes, junto al comentario de que el escritor era un extraño caso de un liberal de derechas que escribía libros de izquierda. Conociendo su evolución política, mi actitud fue evitativa, y no fue sino hasta leer un texto de Javier Cercas sobre el Nobel peruano que empecé este viaje, experiencia que comparo sólo con León Tolstoi.

A quienes tengan aprehensiones similares, habría que decirles que no están siendo injustos con una obra, sino consigo mismos.

No hay razones suficientes para privarse de la buena literatura y la breve vida del lector palidece frente a obras como esta. Al final, evitar autores incómodos es pura tosquedad. Así que, aunque nadie haga caso de estas recomendaciones —ni quien las da—, sugiero leer más que antes a Vargas Llosa, no por su deceso, sino por necesidad.

En mi caso, comencé con “Conversación en La Catedral”. Su estilo, estructura fragmentaria y crítica de la violencia política latinoamericana nos interpela magistralmente. Un agente de una dictadura, un joven radicalizado de clase alta limeña y un marginado zambo que es de todas las ciudades y de ninguna, componen un relato de vidas mínimas —como diría González Vera—, donde los compromisos se reducen a la sobrevivencia. En palabras del libro: “la revolución, la amistad, los celos, la envidia, todo amasado, todo mezclado”.

Luego fue “La guerra del fin del mundo”: la preferida del autor y de muchos, la que más luces arroja sobre la política y la polarización, y que aprovecho de comentar en estas líneas.

La novela de los fanatismos recíprocos

“La guerra del fin del mundo” narra la guerra civil (1896–1897) y posterior masacre de Canudos, en el sertón brasileño. Allí, Antonio Conselheiro, líder religioso, establece una comunidad regida por una interpretación personal de los Evangelios. Sus feligreses —en su mayoría jagunços, excriminales o marginados— toman una hacienda y fundan una sociedad igualitaria que derrota al ejército brasileño en tres campañas.

Como Tolstói en “Guerra y paz”, Vargas Llosa combina fidelidad histórica y crítica al relato oficial. En ella, se retrata una guerra cruel contra un pueblo que resiste, motivado por un fanatismo auténtico, frente al cual los ideales de la República son desmentidos por la práctica de un ejército y un aparato de propaganda, encargados de encubrir una matanza de más de cuarenta mil personas. Por su significancia hoy, el autor sostuvo que, si debiera quedarse con una sola de sus novelas, sería esta, a la que llamó “una novela de fanatismos recíprocos”.

Entre sus personajes más entrañables se encuentra Galileo Gall, anarquista y frenólogo escocés. El apellido remite a Franz Joseph Gall, creador de la frenología en Viena; el nombre, quizás, al materialismo y a las revoluciones científicas. Originalmente, Vargas Llosa pensó en un frenólogo catalán, al descubrir la influencia de esta pseudociencia en España, donde se usó para contrarrestar al catolicismo, asociando la mejora moral con las mejoras materiales.

Que fuera británico permitió a Vargas Llosa conectar su historia con los bulos sobre el supuesto apoyo de Inglaterra a los rebeldes, difundidos por el gobierno para justificar sus derrotas. Su nacionalidad escocesa le permitió incorporar una nueva dimensión de continuidades y contrastes, si consideramos elementos como la Edinburgh Phrenological Society —que incluso atrajo a un joven Charles Darwin—, la comunidad igualitaria de Robert Owen en New Lanark, y al mismo tiempo lo contradictorio de una “ayuda inglesa” llevada por un escocés radical.

“Nuestras ideas en la práctica”

Con este “escocés que anda pidiendo permiso a la gente de Bahía para tocarles la cabeza”, Vargas Llosa critica un tipo de razonamiento falaz muy presente en la política actual. Gall sostiene una teoría pseudocientífica, es un revolucionario y cree interpretar correctamente la realidad de los “humildes”. En ello, se encuentra con un pueblo que ha tomado tierras de un feudal, abolido el dinero y el matrimonio, instaurado la propiedad colectiva y derrotado al ejército.

Para él, Conselheiro “es como si estuviera poniendo en práctica nuestras ideas, recubriéndolas de pretextos religiosos por una razón táctica, debido al nivel cultural de los humildes que lo siguen”. El propio autor ha explicado en “La realidad de un escritor” lo que entraña esta lectura: “extranjeros que vienen a Latinoamérica y no ven lo que es, sino lo que les gustaría que fuera para que ellos pudiesen satisfacer sus visiones personales. Tenemos una larga lista de personas de este tipo, empezando por Colón”.

El error es de la familia de lo que se denomina pensamiento ilusorio. Acá, consiste en atribuir a un grupo social intrínsecamente valorado por una agenda su adhesión a esta, asumiendo que sus motivaciones coinciden con las propias. Esto sucede si asumimos que un sindicato, al buscar mejoras salariales, debe adherir a ideas progresistas; o una empresa, al celebrar la desregulación, debe responder a principios liberales. Peor aún, si asumimos que el sindicato defenderá el medioambiente o la empresa la libre competencia, podríamos obtener perplejidad de resultas de ello: un sindicato a favor de una industria contaminante o un empresario que persigue un poder monopólico.

Lo dicho es solo una muestra de las potencialidades de una obra. En un mundo saturado de pastiches ideológicos, Vargas Llosa nos advierte contra explicar la realidad desde lo deseado. ¿Cuántos programas políticos no se fundan en lecturas de fenómenos sociales que replican errores similares? Por ello, Vargas Llosa no es exactamente un liberal que escriba novelas de izquierda, sino un escritor que, como George Orwell, nos invita a despertar del sueño dogmático de los ideologismos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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