
Poemario “Apenas” de Pablo Mackenna Dörr: versos que respiran
Desde el primer poema nos vamos a encontrar frente a una duda, distancia precautoria o negación que esconde otro sentido.
Pablo Mackenna es conocido por su participación en televisión, radio y prensa escrita. Se puede decir que se trata de una figura pública. Esa ocupación la ha llevado en paralelo a su labor poética, labor que lleva practicando por más de veinte años y luego de la lectura de su último libro, debiese ser considerada la principal.
En “Apenas”, el cuarto poemario del autor, nos encontramos con una voz que se interpela a sí misma. Estamos frente a un balance, donde el hablante explora de forma reflexiva su identidad, la consecuencia de sus actos, el propio proceso creativo y la relación con su obra y el mundo. Desde el primer poema nos vamos a encontrar frente a una duda, distancia precautoria o negación que esconde otro sentido:
Este poema no es un poema / porque no tiene cómo salvarme / porque no interpela al padre, ni a la patria / ni a la miseria, ni a las montañas, ni al desierto / ni a las piedras, esas piedras que son / viejos poemas arrumbados en el desierto.

No se trata de falsa modestia; tan solo expone la dificultad del proceso creativo. La distancia entre lo ideado y el resultado final, la frustración inherente a cualquier creación. Más adelante, en otro poema, retoma la imagen desde un nuevo ángulo. Son las ideas las que se pierden en el recorrido entre la cabeza y la mano: porque nadie las sacó a bailar o no rimaron en la fiesta de palabras.
Las ideas son palabras, y la búsqueda del termino adecuado, obsesión de todo escritor, se transforma en deseo: quizá llegue el día en que aparezcan / como emerge de la tierra el cántaro / o en los ríos, libres, afloren / como pulcros vestidos de fiesta / flotando en el agua.
A lo largo del libro se nos va revelando la posición temporal del poeta. Esa etapa guarda relación con el otoño, donde necesariamente comenzamos a sacar cuentas. La voz no busca indulgencia o consuelo, nombra lo sucedido y se prepara para hacer un balance. Es un análisis personal donde conviven ganancias y pérdidas. Es crucial destacar en este punto la honestidad con que expone los hechos: He perdido unas cuantas muelas / y mi sonrisa, desencajada, no ha sabido qué hacer / con los vacíos.
Tuve una casa frente al mar / perdí el mar, la ventana y las puestas de luna / hoy se baña en otros ojos.
No hay pudor, no hay encubrimiento; nombra sin vacilación lo que hace falta, y de esa manera evita cualquier atisbo de lamento o sentimentalismo. No todo es descenso y pérdida, hay recuerdos y en ellos instantes que atesorar, pese a estar teñidos por un halo de fugacidad: hoy te alejas como un suspiro / no alcanzaste ni a ser palabra / me quedo con tu breve visita / de la fiesta de amor y de lágrimas / y el recuerdo de haberte acunado / esas noches de a tres en la cama.
La fugacidad de aquellos momentos no se puede traducir tan solo como pesimismo o desilusión. A cierta edad, cuando se ha vivido el roce del tiempo, esa perspectiva es parte de la realidad. Nos ayuda a enfrentar el extravío y el desgaste y nos prepara para asumir que la batalla final está perdida. A veces, la disputa es con uno mismo: Resulta que me canso de ser yo / caerme sin que me empujen / levantarme sin que me entere.
O: Cada día queda menos de mí / cada día me arranco un niño /una línea de la mano / me arranco un dédalo, sus alas.
Y otras frente a los errores y al dolor, y al final, de cara a lo irremediable: Y la muerte se volvió de pasos ligera / entró a hurtadillas y sin más, sin anuncios / sin perdones y permisos / cotidiana, como el pan o las campanas / se quedó agazapada en los rincones del polvo.
El autor no se queda de brazos cruzados a lo largo de los treinta poemas que conforman el libro, no es víctima o sujeto del azar, interpela a la vida y le habla en voz alta. Habla de recuerdos y pérdidas, de mujeres y noches, tazas de café y manteles, de salones y sillas vacías. Habla de nubes y cerezos, de un reloj, del tiempo y de su hija. Interpela a la poesía, a la muerte y a él mismo. Pero lo importante, donde radica la médula de la obra, es en la forma que utiliza para iluminar esa realidad. Y lo consigue al plasmar una combinación de sensaciones que provienen de distintos sentidos a través de la palabra, del movimiento y la cadencia. Las palabras fluyen, corren de forma armoniosa y natural. Produce un encabalgamiento, una evolución hacia el siguiente verso. Y en cada uno de ellos brota un bosque de imágenes; estas imágenes suplantan a las ideas, están ahí para ser vistas y recogidas por el poder expresivo del ritmo. Se transforman en música. Y si uno lee el poemario de una sentada, de principio a fin, se ve envuelto por una voz elocuente en su contenido y estruendo.
Las palabras fueron así en otros tiempos / descollantes / pinceles-colores, corceles-corcoveo, caracoles-calma / conjuraban contra lo oscuro, calmaban la sed /nombraban / y el mundo manaba en nuestros labios / y lo dicho se abría al universo /porque nada hay / sin una palabra amable que le nombre / ni descansa /como a los amigos a quienes le negaron sepultura.
Apenas puedes significar: difícilmente o casi no. Difícilmente lo logra, casi no lo logra. Difícilmente respira, casi no respira, apenas respira.
Mackenna no deja de buscar y al final lo logra; su poesía respira. Nombra y señala. Inyecta vida. Y nos hace pensar que, tal vez, el origen de nuestros errores, dolores o faltas, como también el placer y la felicidad, consista en dar con la esquiva palabra adecuada.
Ficha técnica:
Ril Editores- AErea. 77 páginas.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.