
Un bazar de antigüedades
Las antigüedades son las cosas que el tiempo cesó de usar. Son el adorno de la nostalgia, lo que se rescata de los sótanos para que lo olvidado vuelva a brillar.
Dedicada a Marcia De Ferari Silva.
Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.
Umberto Eco
Hace un par de sábados me llevé una sorpresa caminando por el Barrio Italia. Vitrineaba buscando un obsequio que regalar en un cumpleaños, cuando me pillé entrando a una tienda de antigüedades contigua a otra de libros usados. Aunque, en realidad, el local contiguo era una estrecha bodega en que se acopiaban los libros unos sobre otros, del suelo al techo, de pared a pared. Un espacio de cultura hacinada. Me divierte un tanto la expresión “usados”, porque da a entender que el libro sirvió para un sinfín de cosas: apoyar la nuca mientras te tiendes en el piso apoyando los pies sobre otros libros o haber prestado utilidad para posar maceteros o ser soportes improvisados de pantallas de computadora sobre un escritorio. Quizás una tiendita que en vez de usados ofrezca Libros Leídos nunca vea la luz, pero sería interesante.
En calle Caupolicán, entre Condell y Girardi, existe una galería de negocios que comercian antigüedades. Vetustas moledoras de carne salpicadas de herrumbre, balanzas de almacén forjadas en hierro fundido, lámparas de queroseno, veladores, cómodas, baúles añosos son visibles en cada uno de ellos. No recuerdo en todos estos años haberme detenido a mirarlos con especial atención. Ese sábado, sin embargo, fue la excepción que confirma la regla. Entré en el número 502 de Caupolicán para encontrar un regalo, sin mucha conciencia de lo que hacía hasta que me vi rodeado de artículos confeccionados en el siglo XX, y tal vez más atrás aun. Sorpresa número 1: fui bien recibido. Sorpresa número 2: la vendedora era avezada, conocía al detalle cada una de las distintas cosas que ofrecía en su tienda; recomendaba las que podrían interesar, intuyendo cuál pieza podía ser un descubrimiento para el comprador. Me di cuenta que ella sabía conjugar la venta con la amabilidad. Su nombre es Eliana.
Me acordé de las tiendas del Buenos Aires que visité hace años, de que nadie te apuraba; del interés del vendedor a que encontrase lo que buscaba, aunque no tuviera yo mucha claridad qué era cuando entraba. Se respiraba lo mismo en el negocio de calle Caupolicán esquina Girardi.
Mientras mi vista se familiarizaba con el entorno, escuchaba el rumor de las conversaciones que la vendedora mantenía con los visitantes sobre las características que hacían únicos a esos objetos del pasado. Cuidados con amor, pulcros, cuya belleza trasciende lo pasajero. Tacitas coloridas, con motivos orientales, que al ver el fondo a contraluz aparecía una geisha; joyeros Art Nouveau que algún día guardaron anillos valiosos y quizá grandes secretos también; o binoculares Lemaire usados en la ópera y, por qué no, para observar la vida de otros.
Me fui adentrando en el local como quien camina en una ciudadela desconocida. A medida que avanzaba, la luz diurna que se colaba por los ventanucos iba disminuyendo; transitaba a una más tenue que emanaba de las ampolletas. La ciudadela oscurecía, pero la penumbra no apagaba el halo de las antiguallas. Llegando al final del bazar, la sensación de la luz mortecina que precede la caída de la noche me evocó Blade Runner, de abrirse un portal hacia las habitaciones del solitario J.F. Sebastian, atiborradas de artefactos antiguos y muebles viejos; de muñecos de distintos tamaños y épocas animados por la robótica. Por ejemplo, los enanos coroneles prusianos, que marchan con espadas al cinto y saludan. Sebastian fue uno de los demiurgos de los Nexus-6, replicantes tan perfectos de la especie humana que se reconocieron a sí mismos como seres vivos, sintieron la pasión de vivir y sintieron también la tristeza de la muerte, que las máquinas desconocen. Qué nostalgia de la película, el deseo de verla de nuevo.
El viaje al interior de la tienda fue una elipse hasta el punto de inicio. Al concluirlo llevaba en mi mano una cajita de porcelana. El sol iluminaba el umbral y bajo éste estaba la vendedora. Eliana me contó que había estudiado una carrera por completo ajena a lo que ahora se dedica, también del trabajo que desempeñaba antes de zambullirse en el oficio que ama. Todo mientras atendía a los clientes que entraban, cada vez más, la tarde de un sábado. Con habilidad envolvió el obsequio que compré y lo transformó en regalo.
Al despedirnos, Eliana habló con convicción serena de su perspectiva de la vida, sobre la diferencia que marca el hacer las cosas que a uno le apasionan, que no estaría vendiendo antigüedades si éstas no la hubiesen fascinado desde niña. “Con pasión las cosas fluyen”. No recuerdo bien si esas fueron las palabras exactas, pero le creí. No eran frases vacías.
Las antigüedades son las cosas que el tiempo cesó de usar. Son el adorno de la nostalgia, lo que se rescata de los sótanos para que lo olvidado vuelva a brillar. Son relicarios de tiempos idos, huellas preciosas del paso por este mundo de generaciones que murieron definitivamente. Caupolicán 502, qué lugar más impensado para encontrarse con la pasión latiendo, esa que vitaliza el presente y nos impulsa al porvenir.
Como cuentan las historias sobre tesoros que se creían perdidos, éstos se hallan dentro de arcones que han resistido siglos… De la rosa nos queda más que el nombre.
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