
“Historia de las humillaciones” de Jorge Marchant Lazcano: una narrativa colectiva
Detectamos la humillación como moneda de intercambio cotidiano entre nosotros: la humillación sobre la mujer, en la relación con criados y servidores, asociada a la homosexualidad y, en grado supremo, de cara a la enfermedad, al virus del VIH bajo un manto de vergüenza y ocultación.
Hace algunos años, Jorge Marchant Lazcano publicó en sus redes sociales una breve nota sobre Retrato de casada de Maggie O’Farrell. En ella decía que, a pesar de estar bien escrita, la novela de la autora inglesa era una soberana lata. Luego se preguntaba, dirigiendo sus dardos hacia los esquivos lectores: Si no leen la literatura que ofrecemos los escritores cercanos… ¿Van a conmoverse con los lamentos que provienen de la corte de Ferrara en el siglo XVI?
Esta afirmación puede ser vista como un lamento y una queja (tal vez lo sea), o también como un llamado a mirar nuestro entorno más próximo. Llamado que se renueva y vuelve pertinente frente a la última novela del escritor chileno. En Historia de las humillaciones, el autor nos entrega su trabajo más ambicioso y total. Hay un intento por abarcarlo todo, donde confluye lo histórico, lo social, lo político, lo íntimo y el anhelo de todo buen novelista por competir con la realidad. En esta ambición totalizadora subyace un riesgo: el riesgo de excederse o dispersarse, de rebasar los límites previstos en estos tiempos de lecturas mínimas.
A lo largo de la historia, Marchant Lazcano fija puntos de referencia y demarcaciones que se sostienen a pesar del tiempo transcurrido en la novela, que abarca un siglo. Uno de esos símbolos, real, de acero y hormigón armado, es un edificio: el edificio Barco en calle Merced, aquel que compite en altura con el cerro Santa Lucía. Espacio de encuentro en donde convergen los personajes de la novela desde su inauguración hasta la actualidad. Un barco (en la novela lo llaman buque) encallado en el centro de Santiago, cuya navegación imposible la percibimos a través de los sucesos que afectan la vida de una multiplicidad de actores. Pero al autor no le basta con eso; también integra un hilo que se va tensando a lo largo del relato, un hilo quizás más complejo y singular, común entre los habitantes de la novela, la vivencia interior que nace de la humillación. Frente a esta mixtura de elementos, comenzamos a sospechar que estamos frente a un libro importante. La palabra humillación viene del latín humiliare: abatir, rebajar, doblegar. Para Emmanuel Lévinas es la negación del rostro del otro, de su reconocimiento ético. En la novela de Marchant Lazcano no es solo un estado personal, sino una narrativa colectiva.
Quien está detrás de esta Historia de las humillaciones es Federico Arriagada, escritor próximo a cumplir cien años, habitante del edificio Buque, quien se enfrenta a recuerdos y sucesos con el fin de articular estas historias. En sus manos hay un sinnúmero de aperturas o chispazos iniciales desde donde fluirá un torrente que pondrá en marcha el mundo de la novela. “Antes de escribir sobre cualquier cosa, uno debe fijarse en algo”, piensa Federico, citando con dudas a Auden. El testamento de un expresidente sin mujer ni hijos, el retrato ejecutado por J.S. Sargent a una aristócrata chilena cuyo título la despoja de su nombre, el incendio de la panadería San Honorato en Matucana, un carretón desbocado por las calles del centro de Santiago con dos niños a bordo son algunos de esos elementos. Puntos de partida desde donde se abordan los caminos cruzados por los caracteres que van cobrando vida: el arquitecto Sergio Larraín García Moreno, artífice del edificio; Blanca Blest Bascuñán, hija de Alberto Blest Gana, quien a sus setenta años vuelve a vivir a su país, donde conocerá a su sirvienta Adelina, abuela de Federico e hija de Melania Ríos, dueña de la San Honorato; Eliseo Coñuepan, quien deja atrás su natal Temuco para trabajar en los hornos de la panadería; o el personaje de Paulina Riesco, quien une dos mundos a lo largo de la novela, donde transita desde hija soberbia a madre posesiva… Son solo algunos de los involucrados en estas historias de las humillaciones.
El relato en tercera persona que ofrece el punto de vista de Federico Arriagada no nos circunscribe solo al espacio físico del edificio Barco y a sus alrededores en el centro de Santiago; más bien funciona como núcleo desde donde se proyectan otros territorios: la rue Christophe Colomb en el 8º arrondissement en París, donde tuvieron su domicilio los Blest Gana; Christopher St., el gueto gay de Nueva York a mediados de los años ochenta; barcos que sí se alejan de la orilla; prostíbulos rurales a las afueras de Temuco; territorios por los que circula esta pequeña burguesía del fin del mundo. El autor atrapa la esencia de esa clase social, tanto en el espacio como en el tiempo, tiempo que no se nos presenta en forma lineal, sino a través de saltos cronológicos que nos hacen ver la relación entre sucesos separados a lo largo de distintas décadas. Efecto que nos remite nuevamente al edificio a orillas del cerro Santa Lucía, esa construcción modernista encallada, como aspectos de la naturaleza humana que no cambian ni progresan junto a la marcha de la historia. Y nos remite también a la forma de la novela, a su arquitectura compleja, clásica y moderna a la vez. Marchant Lazcano introduce al lector al interior de aquellos departamentos, lo induce a mirar por sus ventanas, de hace un siglo y ahora. A mirar algo que, por tener tan cerca, desviamos de nuestra atención. Es desde esas ventanas, balcones, pasillos, dormitorios y salones desde donde converge una mezcla de estilos y voces que nos acerca al concepto de novela total, a la comprobación de su existencia, donde la misión del novelista es hacerla visible mediante la conexión caprichosa de todas las bondades, deficiencias y catástrofes de la experiencia de estar vivos. Artificio literario y de imaginación habitado por seres que parecen reales, conducidos por una prosa clara y concisa, en frases donde fluyen la acción y el pensamiento; el movimiento físico y mental se entrelaza y logran esa momentánea suspensión de la incredulidad.
“La acción de detenerse y mirarlo descaradamente le pareció a Federico algo brutal: había pasado su primera juventud inventando romances en su cabeza con compañeros de colegio y luego universitarios, sin posteriores consecuencias reales y anímicas como darse un simple beso. Tenía pocos amigos. Era un muchacho fascinado con su propia soledad al encontrar en ella un eco del desamparo de donde sabía provenía”.
“Solo supo que miró hacia la vegetación al otro lado de la calle, como si aquel fuera un acto iniciático con el que había que comprometerse. Al menos estaban a salvo de los peligros del cerro. Nada ha cambiado con el paso de las décadas, piensa, y en aquello es un ir y venir que no guarda relación con las horas, en tiempos pasados, futuros o presentes. De un momento a otro realizamos el trayecto de toda una vida por un paraje que nos superará con creces”.
Los dos párrafos anteriores son parte de un encuentro entre personajes de la novela, un encuentro furtivo entre desconocidos, que los llevará desde un local en el centro de la ciudad hacia una de las habitaciones del edificio, la primera incursión de Federico hacia el interior. El vértigo instalado en la escena logra que la lectura pase a otro plano, ese plano donde nos dejamos llevar: por la inocencia anterior a la interpretación, por el placer de la lectura. Nos olvidamos del andamiaje cuyas partes se vuelven invisibles por el poder de la imaginación.
Solo a través de ficción se puede montar algo de este tamaño, fundar el escenario por donde los personajes de Historia de las humillaciones desfilan. Y desde donde, al observarlos interactuar, detectamos la humillación como moneda de intercambio cotidiano entre nosotros: la humillación sobre la mujer, en la relación con criados y servidores, asociada a la homosexualidad y, en grado supremo, de cara a la enfermedad, al virus del VIH bajo un manto de vergüenza y ocultación. En el libro no hay activismo, no hay lecciones, no hay pomposidad: solo hay historias muy bien contadas, donde se percibe en su atmósfera enrarecida la negación del rostro del otro.
Marchant Lazcano escribe una novela importante en la que resuena su creación de más de cincuenta años, desde La Beatriz Ovalle hasta el día de hoy, en donde también aflora la literatura y sus mecanismos, como forma de plantar cara a la vida. La novela no se excede, tal vez se disgrega dentro de los contornos de su propia ambición; hay personajes que se muestran y luego desaparecen, otros que ganan relevancia y la vuelven a perder; algunos de ellos pueden ser entrañables y otros despreciables, reflejos de nuestro entorno. Cuando terminamos su lectura y el sinfín de piezas consiguen ajustarse en nuestra memoria inmediata, en la impresión al final de la última página, sospechamos que hemos sido parte de una educación sentimental. En tiempos de libros colmados de experiencias mínimas y personales, acá contrasta con todo su brillo la curiosidad por la vida de los otros. Y una de esas vidas es sin duda la del propio autor; sospechamos su presencia tras bambalinas de esa tercera persona a veces difusa. Lo proyectamos a un costado de Federico Arriagada, leyendo por encima de su hombro las distintas Historias de las humillaciones que escribe cada uno.
Ficha técnica:
“Historia de las humillaciones”
Tajamar Editores.
436 pág.
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