Publicidad
“Polvo, perros y putas” de Karin Ioannidis: aborto, porno y exilio CULTURA|OPINIÓN Crédito: Cedida

“Polvo, perros y putas” de Karin Ioannidis: aborto, porno y exilio

Publicidad
Nicolás Poblete Pardo
Por : Nicolás Poblete Pardo Periodista, profesor, traductor y doctorado en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis).
Ver Más

A pesar del drama que acontece en el libro, siempre hay chispa y una energía vital en esta historia de (des)encuentros, de deudas pendientes, que les permite a sus protagonistas lidiar con sus dolores de manera orgánica.


Polvo, perros y putas, de Karin Ioannidis (Cuarto Propio 2025) es la primera novela de la abogada, y en ella desarrolla una serie de entrañables y complejos personajes, que sirven de voceros para denunciar múltiples conflictos emocionales y políticos.

A través de sus vaivenes y dilemas, la novela plantea discusiones que abarcan temas como el aborto, la industria pornográfica, el exilio, el lugar de pertenencia y los “crímenes sin víctimas”.

Por ejemplo, en el capítulo XX (“Delitos sin víctimas”) se enuncia esta discusión: “¿Había víctima si había consentimiento? ¿Cuál era el papel del Estado, de las leyes y de la condena penal ante un hecho? ¿El orden social o imponer una moral?”. Ioannidis despliega un amplio lienzo que tiene como decorado el norte de Chile, específicamente la ciudad de Calama, que adopta tintes míticos gracias a su particularidad desértica.

La novela comienza con el retorno a la escena del crimen, o algo semejante: el retorno al lugar que se dejó y que ahora tiene como protagonista a una mujer en estado terminal. Después de veinte años Gloria decide regresar a Calama para reencontrarse con Celeste. Calama es esa zona de “peladeros” en los que Gloria vivió intensamente como trabajadora sexual: “No hay como las minas para aprender a ser puta”, reflexiona en su viaje en bus hacia el norte.

Como una fuerza centrípeta el desierto va convocando a sus personajes: “Eso le gustaba a Gloria de su Norte, nadie la había juzgado porque era puta o tal vez sí, pero en el fondo a nadie le importaba. No en vano Calama era la ciudad de las tres Pés: polvo, perros y putas”.

De la tercera pasamos a la primera persona con la voz de Eduardo, quien también emprende un viaje, desde Francia a Chile. Eduardo ha sido convocado al lugar de origen, tras treintaiséis años, bajo un falso pretexto. Su propia historia carga oscuridad: En 1974, un diario anuncia en su titular: “Miristas Apresados”. Él y otros estudiantes de derecho han planeado un atentado en contra de Pinochet. Han ingresado armamento desde Perú, coordinando sus acciones con marxistas del ala soviética del Partido Comunista, en ese momento fijados en Ayacucho.

Retrospectivamente nos enteramos de su torturante encierro y de su exilio en Francia donde Julie sale en su asistencia, permitiéndole ir elaborando su distanciamiento de Victoria, a quien ha dejado atrás en Chile. La herida que deja el exilio, la disociación que provoca, es otro eje que vemos a través de la experiencia de Eduardo:

“Los viajes siempre habían tenido un efecto iluminador en mí; era generalmente en ambientes ajenos donde me encontraba a mí mismo. Tenía la esperanza de que este recorrido hiciera lo propio y me permitiera saber quién era yo a mis cincuenta y siete años. ¿Un chileno esperando regresar a su patria? ¿Un francés inconformista? ¿Un exiliado que nunca pertenecería a ningún sitio?”.

Como se evidencia, escapar totalmente, exitosamente, es imposible: Julie se ve como una persona sencilla que él asocia al desierto. De ella “emanaba una determinada aridez que desenterraba la austeridad de mis orígenes”. Eduardo confiesa: “Nada de lo que sentía con Julie lo había vivido antes”. Por contraposición, “Victoria y su cuerpo habían sido lo opuesto. Una fuente de abundancia y gozo infinito… Su presencia emanaba todo lo que yo necesitaba para ser feliz, y su ausencia me había dejado marchito”.

El dilema de Eduardo se intensifica cuando su relación con Julie tambalea, pues la irrupción de aquella hija olvidada ha salido de su entierro en el que permanecía reprimida para manifestarse en carne y hueso. Como el derrumbe en una secuencia de dominó, Julie también saca a flote su propio, gran secreto… Así, se acumulan los misterios para aglomerarlos en una confusión que busca una resolución reservada para los momentos finales de la novela.

Relatar con humor, especialmente cuando se trata de situaciones duras, es riesgoso y difícil, pero Ioannidis consigue sostener su narración, mezclando drama con escenarios extravagantes, y ese humor desestabiliza las formalidades y exhibe los cuerpos en sus facetas más carnavalescas.

A pesar del drama que acontece en Polvo, perros y putas, siempre hay chispa y una energía vital en esta historia de (des)encuentros, de deudas pendientes, que les permite a sus protagonistas lidiar con sus dolores de manera orgánica.

Aquí hay sabiduría en el habla popular, que destaca giros y chilenismos que van creando un ambiente particular, entrañable en la conformación de sus personajes que reivindican sus locaciones, permitiendo verlas con un tinte de cariño, más allá de las certeras críticas que se desprenden de sus descripciones que denuncian la pobreza, que destacan la aridez del desierto extrañado, y la difícil subsistencia en esas tierras. Como dice Victoria cuando su hija Gloria tiene seis años y decide volver a Calama: “Me tengo que ir, no ven que una echa de menos el polvo de su tierra”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad