CULTURA|OPINIÓN
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Del desencanto a la acción cultural
Chile tiene el talento y la oportunidad. Si logramos alinear nuestra gestión pública con la inteligencia económica y la ambición estratégica que hoy promueven los organismos internacionales, podremos transformar la desilusión local en una base sólida para un desarrollo verdaderamente sostenible.
La situación cultural chilena atraviesa hoy una encrucijada marcada por una profunda contradicción. Por un lado, se percibe un desencanto creciente ante las promesas incumplidas del gobierno y la evidente distancia entre el discurso y su ejecución. Por otro, enfrentamos una emergencia global que nos invita a repensar el papel estratégico de la cultura en el siglo XXI. Es necesario reorientar nuestras políticas públicas hacia esa nueva visión internacional, donde la cultura deja de ser vista como un complemento y pasa a ser un eje central del desarrollo humano, social y económico.
Dos documentos recientes subrayan la magnitud de este desafío. Por un lado, la Declaración Iberoamericana, firmada hace unas semanas, impulsa la creación de un Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) específico en la próxima MONDIACULT 2025. La iniciativa busca reconocer la cultura como un bien público global y un motor de cooperación y desarrollo. La región no solo necesita más financiamiento, sino también una nueva arquitectura regulatoria que aborde fenómenos contemporáneos como la inteligencia artificial y la urgencia de contar con datos sólidos para medir su impacto real.
En paralelo, la economista Mariana Mazzucato, a través de un documento del University College London, respalda esta visión desde la lógica económica. Sostiene que la cultura no es un gasto subsidiario, sino una inversión estratégica que genera altos multiplicadores económicos (spillovers). El arte y la creatividad, argumenta, son la base para “reimaginar futuros alternativos” y una condición esencial para orientar el crecimiento hacia sociedades más inclusivas y sostenibles. Invertir en cultura, por tanto, no es un acto de buena voluntad: es una herramienta de desarrollo económico fundamental.
Al contrastar esta visión global con la realidad chilena actual, el diagnóstico es preocupante. La inversión en cultura se mantiene en torno al 0,4% del presupuesto nacional, muy por debajo del anhelado 1%. La brecha se refleja en la desorganización institucional que ha afectado al sector: recintos culturales cerrados, como el Museo Violeta Parra o el Museo Lukas; la postergada participación de Chile en la Feria del Libro de Frankfurt hasta 2027; y los problemas de gestión evidenciados en la Bienal de Venecia 2023, donde se cuestionó la coordinación y el apoyo estatal. A ello se suma la disminución sostenida de las artes, la cultura y las humanidades en el sistema escolar, según datos del MINEDUC, que muestran una reducción en la carga horaria y en la oferta de asignaturas vinculadas a estas áreas. Todo esto revela una falta de coherencia estratégica que no se resuelve con buenas intenciones, sino con prioridad política, coordinación y planificación de largo plazo.
El problema de fondo no es exclusivamente financiero, sino institucional. Chile requiere, con urgencia, una política cultural de Estado con visión estratégica y continuidad más allá de los ciclos gubernamentales. La cultura necesita estabilidad, planificación y una institucionalidad que garantice sostenibilidad y coherencia en el tiempo. Para ello, es fundamental que las políticas del Ministerio avancen más allá de la concursabilidad y de la precariedad estructural que hoy caracteriza gran parte del trabajo cultural, promoviendo mecanismos permanentes de apoyo, formación y desarrollo profesional.
Nuestra salida del desencanto debe basarse en una estrategia de triple impacto, inspirada en las urgencias globales. Primero, garantizar una inversión sostenible, mediante un compromiso multianual que permita alcanzar y superar el 1% del presupuesto, asociado a un plan de largo aliento, sin improvisaciones. Segundo, modernizar la arquitectura legal, avanzando en el Estatuto del Artista y Trabajador de la Cultura, en las leyes de Patrimonio y en una actualización de las leyes de donaciones, para otorgar dignidad, estabilidad y dinamismo al sector. Y tercero, avanzar hacia una descentralización estratégica, que entregue más autonomía y recursos a gobiernos locales y corporaciones culturales, con gestores preparados que aporten conocimiento territorial y generen verdadero valor público. Todo ello requiere, además, una coordinación interministerial que potencie la cultura en la educación, la economía, las relaciones exteriores, el turismo, la seguridad, el medioambiente, la salud y la tecnología.
Chile tiene el talento y la oportunidad. Si logramos alinear nuestra gestión pública con la inteligencia económica y la ambición estratégica que hoy promueven los organismos internacionales, podremos transformar la desilusión local en una base sólida para un desarrollo verdaderamente sostenible y esperanzador. Hay que entenderlo: la cultura no es un gasto, es una inversión.
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