CULTURA|OPINIÓN
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Diversidad cultural siempre
La crisis social que atravesamos no es sólo económica o institucional, es sobre todo una disputa cultural. Lo que está en juego es el presente y futuro del sentido mismo de lo común, la manera en que imaginamos la convivencia, la diferencia, la justicia y la paz.
Cuando hablamos de Diversidad Cultural, lo hacemos para reconocer la multiplicidad de expresiones, prácticas artísticas y memorias que conforman el amplio espectro del ecosistema de las culturas. ¿Qué duda cabe? Las culturas son diversas y múltiples. Sus expresiones son amplias, encarnan identidades, territorios, imaginarios, lenguajes, sentidos comunes, consensos y disensos. Son el pulso vital de lo colectivo. Y es precisamente en esa multiplicidad que reconoce a la diferencia como su base transversal, la que fortalece a la democracia, en la que ya no somos únicamente receptores y/o espectadores de las culturas, sino sujetos creadores, que hacemos a las culturas porque participamos de ellas. Y esto último, no deberíamos olvidarlo nunca.
El derecho a la cultura no tiene que ver únicamente con “acceder” a la cultura. No es sólo ir al teatro, a un concierto, asistir a un museo y ver una exposición. Mucho menos es recibir un bono cultural para “consumir” arte. Es el derecho a existir culturalmente, a expresar y sostener modos de vida, lenguajes, identidades, cosmovisiones, memorias y afectos. Participar en la cultura es crear comunidad, es habitar el territorio del sentido. Es reconocer y permitir que las culturas vivan, se expresen libremente en una convivencia que protege a la diferencia. Y la respeta.
La Declaración Universal de la UNESCO es clara al señalar que la Diversidad Cultural es tan necesaria para la humanidad como la biodiversidad para los organismos vivos. La UNESCO declara que la Diversidad Cultural es patrimonio común de la humanidad que debe ser reconocido y consolidado en beneficio de las generaciones presentes y futuras. Una herencia que no se posee, sino que se cuida, se cultiva y se comparte. Y en su artículo quinto establece que los Derechos Culturales son el marco propicio para esa diversidad, porque sin derechos no hay culturas, y sin culturas no hay humanidad posible.
Sin embargo, cuando los derechos culturales se reducen a la homogeneización del sentido o a la monopolización de la representación, la diversidad se acaba. Las sociedades pierden la profundidad del respeto, y la cultura se convierte en un dispositivo de control. En estas coyunturas (como las que vivimos hoy), resurgen discursos que, bajo el disfraz del orden y la moral, censuran cuerpos, borran memorias, domestican a la diferencia en nombre de la “autorización” cultural. La cultura que debiera ser un territorio de emancipación, se transforma en un instrumento de vigilancia moral. Los derechos pierden su esencia pues dejan de ser derechos y se vuelven obligaciones, imposiciones, normas disciplinarias, órdenes regidas por la autoridad. Lo que emerge es una injusticia cultural, una erosión silenciosa de la democracia que transforma la diferencia en amenaza y la pluralidad en sospecha.
La crisis social que atravesamos no es sólo económica o institucional, es sobre todo una disputa cultural. Lo que está en juego es el presente y futuro del sentido mismo de lo común, la manera en que imaginamos la convivencia, la diferencia, la justicia y la paz.
Y, en este escenario político actual, entre elecciones parlamentarias y presidenciales, esa disputa en Chile adquiere rostros y proyectos concretos.
Del lado de la centro-izquierda, un proyecto que reconoce la diversidad cultural como su eje transversal, que entiende que la democracia se cultiva desde la diferencia, que la cultura no es un adorno sino una práctica política del convivir. Ese horizonte apuesta por una sociedad plural, solidaria, feminista, intercultural y ecológica, donde los Derechos Culturales no sean privilegios, sino garantías de dignidad. Es un proyecto que imagina un Chile abierto, descentralizado y creativo, que confía en sus artistas, en la diversidad de sus pueblos, en sus comunidades y en su juventud.
Del otro lado extremándose a la ultra-derecha, un proyecto que bajo el discurso del “orden”, reactiva la vieja nostalgia de la nación homogénea. Un programa que teme a la diferencia, que convierte la cultura en moral, y la moral en castigo. Que busca reinstalar una idea única de país mediante una identidad cerrada en donde la privatización es norma. Allí donde la cultura debería ser espacio de libertad, se la transforma en instrumento de adoctrinamiento. Ese horizonte, conservador, autoritario y patriarcal, utiliza el miedo como dispositivo cultural, promoviendo la censura, el silenciamiento y la clausura frente a todo lo que desborda su moral.
Lo que se disputa entonces, no es sólo un programa de gobierno, sino el sentido cultural de la democracia. Un país que celebra a la diferencia, o uno que la persigue.
Defender la diversidad cultural, hoy, es una tarea política urgente. No se trata de convertirla en consigna ni de reducirla a una moda institucional. Es resistir a su captura, sostener el derecho a disentir, a crear, a imaginar. Es devolver a los derechos culturales su sentido; ser una práctica viva de emancipación, donde las artes y las culturas vuelvan a ser instrumentos de libertad, y no de control.
Porque sin diversidad cultural no hay democracia. Y sin democracia no hay futuro.
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