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Ya no basta en Santiago, Quito, Bogotá, París, Irak o en el mundo Opinión

Ya no basta en Santiago, Quito, Bogotá, París, Irak o en el mundo

Mladen Yopo
Por : Mladen Yopo Investigador de Política Global en Universidad SEK
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El gran reto para la democracia y la sociedad es cómo lograr que París conviva con la Francia periférica, que la elite de Guayaquil o Quito convivan con la periferia y las comunidades indígenas. En Chile, cómo una nueva Constitución deconstruye las demandas garantizando los derechos. Los soberanos, los movilizados, están aquí para quedarse, quieren un nuevo pacto contrario al modelo neoliberal y participar en las decisiones.


En un poco más de diez años, desde la quiebra de Lehman Brothers el 2008, el mundo pasó a estar más preocupado por la inestabilidad o caída de las democracias que por nuevos colapsos financieros (como la guerra comercial chino-estadounidense). Además del surgimiento de innumerables democracias autoritarias y autocráticas en los últimos años (Trump, Bolsonaro, Duterte y otros), el malestar y las revueltas populares alrededor del mundo están marcando un signo inequívoco de la época.

Como dice un artículo en El País de Cristopher Guilluy, por ejemplo, “hace un año, las clases populares y medias de la Francia periférica se reunieron en las glorietas de esa periferia (…) para emprender el movimiento social más prolongado de la historia. La revuelta de los chalecos amarillos, producto de la globalización (yo agrego, con su antikeynesianismo visceral) y la desafiliación política y cultural, hizo visibles a los perdedores de la globalización”, esos 3.800 millones y más que tienen menos dinero que los 26 más ricos del mundo.

Inicialmente el movimiento en Francia comenzó como uno entre unas pocas personas del área rural de clase media y baja, un sector que protestaba contra un nuevo impuesto ecológico sobre el combustible que creían que llevaría sus presupuestos al límite, pero seguidamente afloraron anhelos y necesidades negados a obreros, empleados, jóvenes, trabajadores y cesantes, jubilados, los sin casa y otros, que rápidamente se unieron en el renacimiento de una Francia popular dormida e invisibilizada reclamando justicia, oportunidad y en contra del abuso.

Pero si miramos con calma esta afirmación, no podemos dejar de ver las similitudes de lo que está sucediendo en otros lugares del mundo, incluso en geografías muy distantes, con la emancipación de los de abajo/los no incluidos; con esta suerte de empoderamiento que han adquirido las clases populares y medias que, con sus movilizaciones y protestas (incluso violentas, porque han mostrado ser un método efectivo para empujar transformaciones como dice Daniel Matamala en su columna en La Tercera), desestabilizan un dominio político, cultural y económico que las ha subyugado, borrado, desde siempre.

Ghaith, un joven iraquí de 22 años, decía en referencia a los manifestantes, al diario La Vanguardia, que “ellos creen que tienen que hacerlo (luchar por ganar terreno), porque si nos quedamos quietos en esta plaza, no van a escucharnos. El gobierno ya ha demostrado que no ha hecho nada ante sus promesas de hacer cambios”.

Este perfectamente puede ser un joven chileno endeudado por el CAE o simplemente del Sename. Los jóvenes en Irak representan el 60% de la población, y uno de cada tres no tiene trabajo. Muchos tuvieron que abandonar un sistema educativo que, especialmente en el sector público, está roto. No hay asientos, baños, luz, entre otros. Salma, una estudiante de medicina, expresaba que “yo no tengo problemas económicos, pero sí sufrimos las consecuencias de la corrupción y falta de oportunidades”.

Lo curioso, como dice Ernesto Valle en La Vanguardia, para el caso de Chile, “es que ni siquiera los socialistas, ahora tan desprestigiados como la derecha de Piñera, hicieron nada para cambiar la situación”. Claro que aquí hay dos atenuantes: la de una transición pactada y la no exitosa discusión interpeladora temprana de los llamados “autoflagelantes” en el marco del llamado “Consenso de Washington” que permeó en el mundo.

El discurso del malestar lo leemos o escuchamos cotidianamente en Santiago, Quito, Puerto Príncipe o Río de Janeiro. Excluidas, marginadas, precarizadas, sin poder económico ni político, estas clases parecían eliminadas de la historia al dejar que las élites hicieran leyes a su medida en el marco del modelo triunfante pos Guerra Fría.

Sin embargo, y contra todo pronóstico, al ser los gobiernos y las élites incapaces de leer el malestar expresado en las múltiples caras de la sociedad (No + AFP, reconocimiento de pueblos originarios, protección del medio frente a megaproyectos, igualdad de género, salud, educación, salarios, corrupción y todo tipo de abusos), hoy han explosionado los ciudadanos con su poder blando, contribuyendo a que se venga abajo la hegemonía cultural de una clase dominante llena de vacilaciones.

Hoy todos asumen el discurso del cambio justo, incluso los mismos poderes económicos que amenazaban con el caos si se avanzaba en reformas sociales, políticas y económicas (no podemos dejar de recordar las insolencias expresadas contra la Presidenta Michelle Bachelet), aunque claro está que más de algunos con la intención de manejar el timón y darle solo un maquillaje.

En todo caso, y como dice Daniel Matamala, ese 25 de octubre marcó el fin de la idiotez de los chilenos. En apariencia y como muchos han dicho, no es una lucha entre izquierda y derecha o del capital con el trabajo, al menos mirándolo desde los clivajes tradicionales, pero en el fondo sí lo es.

Como lo dice Ernesto Valle en La Vanguardia, “los pregoneros del tan cacareado milagro prometieron a los chilenos que el crecimiento generaría grandes oportunidades para todos. Pero todo quedó en bellas palabras, porque ni los de abajo, ni los jóvenes ni las clases medias se beneficiaron de la tarta. Así que, desilusionados y cansados de esperar, decidieron tomarse las calles masivamente y rebelarse”.

Y así fue. Primero empezaron los estudiantes saltándose los torniquetes del Metro en Santiago, al igual que lo hicieron jóvenes afroamericanos del Metro de Nueva York en protesta contra la violencia y racismo policial, y después se extendió y prolongó a todo nuestro país.

Es la misma batalla que se libra en Bolivia tras el “golpe” a Evo Morales para preservar los logros sociales o en Brasil en contra de las políticas implementadas por Jair Bolsonaro (una de las mayores amenazas a la vida de los de abajo, la igualdad y el medio ambiente).

En el caso de Chile, también es una lucha contra los que hablaban del milagro económico sin mirar o mencionar la otra cara sucia de la moneda, esa en contra de los que privatizaron casi todas las empresas públicas (aquí la democracia tiene una deuda pendiente, su revisión), además de las pensiones, los servicios de salud, la educación, la vivienda, el abuso en todas sus dimensiones con horarios valle y punta, tarifas de verano e invierno, cambio de medidores y alzas por doquier.

En Colombia, igualmente, y como dice un artículo del diario El País, “a pesar de que la tradición sindical colombiana palidece frente a otros países de la región, el llamado (a movilizarse) de las organizaciones de trabajadores puede verse potenciado por el descontento frente a un gobierno que mantiene abiertos múltiples frentes de fricción social”.

Entre ellos, resaltan, las económicas (especialmente las reformas que afectan al mercado del trabajo y al sistema de pensiones), el incesante asesinato de líderes sociales, indígenas y excombatientes que firmaron la paz, o el regreso del fantasma de las ejecuciones extrajudiciales por parte de las Fuerzas Armadas, hasta el bombardeo militar en el que murieron ocho menores de edad o la propia estigmatización de la protesta social” (se les trata de delincuentes y terroristas, o se le ha acusado irrisoriamente de ser parte de una estrategia del Foro Sao Paulo con brigadas venezolanas incluidas).

Lo claro es que ante la voluntad de reducir el Estado del bienestar y de privatizar, los sectores populares y medios han puesto por delante la necesidad de preservar el bien común y los servicios públicos; ante la voluntad de desregular y desnacionalizar, proponen un marco nacional que condiciona la defensa del bien común (en Chile hablamos del litio, el cobre o el agua); ante el mito de la hipermovilidad (flexibilidad le llaman ahora), apuestan por un mundo laboral más estable y más duradero (no eterno); ante la construcción de un mundo de indiferenciación cultural, plantean un capital cultural protector inclusivo (lo de todos, la comunidad), etc.

Detrás de estas protestas está el descontento popular, el enojo y desesperación de los de abajo. Ya no aguantan más porque poco tienen que perder. Los gobiernos se equivocaron si pensaron que podían seguir exigiendo más esfuerzo a las clases trabajadoras y sectores populares mientras favorecían a sectores pudientes empresariales.

En Chile fue 30 pesos pero en lo profundo eran 30 años, en Ecuador y Francia el alza de los combustibles, en el Líbano fue el impuesto a los servicios de mensajería en Internet, en Bagdad, Tahrir y Haití la corrupción.

Esta contradicción es la misma que sostienen los sectores populares y la oposición frente a gobiernos como los presidentes Mauricio Macri, Sebastián Piñera o Bolsonaro, pero agotado el discurso del odio en contra de sus antecesores, como lo expresó Nicolás Oliva Pérez en el caso de Ecuador, “la sociedad no siente que el gobierno esté actuando en beneficio de la mayoría».

La gente en las calles siente que el poder está, nuevamente, «corporativizado» (en manos y en favor de unos pocos) y en decadencia. Y cierta razón tienen cuando se mira los beneficios que tienen los de arriba y sus operadores, incluso muchas veces transgrediendo la ley que, supuestamente, es para todos por igual. Era esperable, entonces, que en este contexto de gran deslegitimación de la política institucional (no de la socrática que ha revivido) exigir un “esfuerzo extra” rebalsara el vaso y desatara la ira ciudadana en la era de la globalización y las redes.

Vivimos en el país (y en el mundo) una emergente crisis de representación dada por la ausencia de relatos inspiradores y coherentes con los verdaderos soberanos, donde ni el gobierno o la oposición y sus instrumentos (los partidos políticos) han logrado consolidarse como reales opciones. Es una crisis de representación clásica. En política, la representación es el acto mediante el cual un representante actúa en nombre de un representado para la satisfacción de sus intereses.

Hay una orfandad política que ha sido suplida por la ciudadanía entrelazada en las redes y ciertos movimientos sociales diversos (No + TAG o Colegio de Profesores, comunidades indígenas en Ecuador, los Sin Tierra en Brasil y Paraguay). En todos y como lo expresó el movimiento político Compromiso Social, cercano al expresidente Rafael Correa de Ecuador, en especial en las movilizaciones no hay banderas políticas, en las calles han estado estudiantes, maestros, campesinos, indígenas, amas de casa, transportistas, pequeños productores, empleados públicos, comerciantes y el pueblo en general.

Estos movimientos hacen que hablemos con frecuencia sobre el peligro de un regreso de las ideologías totalitarias del siglo XX. El peligro existe y los vemos en Luis Frenando Camacho y la crisis boliviana, pero eso, además de ser flor de un día por diversos factores nacionales e internacionales (avances de los Derechos Humanos, fragmentación del poder, pérdida del miedo), no puede hacer perder de vista la cuestión fundamental para la pacificación de las crisis: la reintegración política, económica y cultural de la gente corriente.

En otras palabras, el gran reto para la democracia y la sociedad es cómo lograr que París conviva con la Francia periférica, que la élite de Guayaquil o Quito convivan con la periferia y las comunidades indígenas. En Chile, cómo una nueva Constitución deconstruye las demandas garantizando los derechos. Los soberanos, los movilizados, están aquí para quedarse, quieren un nuevo pacto contrario al modelo neoliberal y participar en las decisiones (hablemos de democracia participativa o semidirecta para empezar).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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