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O todos o nadie Opinión

O todos o nadie

Pablo Azócar
Por : Pablo Azócar Periodista y escritor
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El pequeño gran problema es que una crisis de sobrevivencia de esta magnitud no se resuelve con posturas identitarias, como la de Washington –que no ha manifestado voluntad alguna de colaborar con nadie, ni siquiera con sus principales aliados–, porque hoy, cuando la información y las imágenes se van tornando más intolerables cada hora y cada día, se impone un intercambio global de información fiable, la integración de competencias y experiencias de todas las latitudes, la creación de cadenas mundiales de producción (respiradores, mascarillas, gel, etc.) o el apoyo de los países menos afectados a los que peor lo están pasando. Las recetas locales resultan irrisorias para afrontar una tragedia que es global. Prevalece hoy el sálvese quien pueda, en una pandemia en la que nadie se puede salvar solo.


Desfiles de ataúdes en Bérgamo, enfermos terminales tirados en pasillos de hospitales, hogares de ancianos españoles abandonados a su suerte. El impacto de la pandemia ha sido tan grande que ha abierto debates y controversias en todos los frentes. Naturalmente, el más acuciante es el de cómo afrontar la rapidísima propagación del virus.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha optado por un cierto negacionismo o relativización. Se defendió con sarcasmos, tardó en actuar. Afirmó que el colapso de la economía por las medidas contra el coronavirus puede costar más vidas que la pandemia en sí. Prometió que para Semana Santa su país estaría de vuelta en plena actividad. “Si dependiera de los médicos, dirían que detuviéramos el mundo entero”, declaró unos días antes de que EE.UU. se convirtiera en el país con más contagiados del mundo (104 mil). Lo secundó el vicegobernador de Texas, Dan Patrick: “Los que tenemos 70 o más años nos cuidaremos a nosotros mismos, pero no sacrifiquemos al país”.

Las reacciones no se hicieron esperar. A través de las redes sociales se activó una campaña: “No voy a morir por Wall Street”. El gobernador de Nueva York (el lugar con mayor número de muertos y contagiados en Estados Unidos), Andrew Cuomo, fustigó: “Nadie debería estar hablando de darwinismo social para defender el mercado de valores”.

[cita tipo=»destaque»]En este frenético aquelarre lo que salta a la luz es la necesidad de reforzar lo multilateral, la colaboración, por sobre los intereses individuales o nacionales, porque resulta claro que en una pandemia como esta nadie se salva solo. Pero sucede que las dos principales potencias, Estados Unidos y China, están librando desde hace un rato una guerra comercial que, en el fragor de la epidemia, ha llevado a Trump a referirse al coronavirus como “el virus chino” y a las autoridades de Pekín a acusar a Estados Unidos de haber introducido deliberadamente el virus en Wuhan. En esta disputa, eso sí, hay un pequeño detalle: Estados Unidos compra en China gran parte de las medicinas que consume.[/cita]

Trump no ha sido el único en esta parada. El premier inglés, Boris Johnson, tardó semanas en actuar y llegó a sugerir que no es malo que los jóvenes se contagien para que desarrollen anticuerpos, aunque más tarde, a la luz de las terroríficas cifras, debió recular (“los débiles mueren y los fuertes sobreviven, bravo, una selección de raza como el nazismo”, ironizó el filósofo italiano Nuccio Ordine). La Unión Europea también demoró lo suyo en reaccionar y lo hizo muy en su estilo, balbuceando, a tropezones entre sus diferentes enclaves y solo cuando en distintos lugares los cadáveres empezaron a arracimarse unos sobre de otros.

Gobiernos de signo tan distinto como el mexicano y el chileno adoptaron también posturas laxas –recién emprendieron políticas de aislamiento más decididas cuando las curvas de la enfermedad se dispararon–, alcanzando cotas sorprendentes de frivolidad, como cuando el presidente López Obrador se fue a comer a un restaurante e invitó a sus compatriotas a “no dejar de salir” o cuando el ministro chileno de Salud afirmó que “el virus puede mutar y convertirse en buena persona”.

Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, muy en su estilo, llamó a la gente a seguir asistiendo a las iglesias, calificó el coronavirus como “una gripecita” y declaró sin más: “El brasileño no se contagia”. En cambio, países pequeños como Irlanda y El Salvador adoptaron medidas como declarar públicas todas las clínicas privadas y suspendieron transitoriamente los pagos de las cuentas de luz, agua, teléfono, internet y varias otras.

Entre los científicos el debate no ha sido menos intenso. Reputados epidemiólogos como Wolfgang Wodarg, Pablo Goldschmidt y el creador de la vacuna contra la malaria, Manuel Elkin, hablaron de “histeria mediática” y plantearon que las medidas de severas cuarentenas que está tomando la mayoría de los países son desproporcionadas y contraproducentes. Argumentaron que en 2018 hubo 800 mil enfermos y 15 mil muertos solo a causa de la simple gripe, un promedio –arguyeron– superior al que hasta entonces tenía el coronavirus, aunque tres días después el COVID-19 había duplicado esas cifras y no paraba de crecer. El parlamentario británico Paul Flynn fue todavía más lejos: “La declaración de pandemia ha sido irracional y ha hecho ganar miles de millones a la industria farmacéutica”.

Una postura muy distinta ha expresado la enorme mayoría de los científicos, epidemiólogos y expertos en salubridad pública. La Organización Mundial de la Salud (OMS), decenas de organizaciones y colegiaturas científicas y médicas en todo el mundo, y los propios profesionales de los hospitales, han criticado la lenta reacción de los gobiernos y la tardanza en imponer el aislamiento de las personas.

Hace algunos días se reunió telemáticamente un grupo de expertos de la International Association of Health Policy –compuesta por científicos, epidemiólogos, expertos en salud pública y politólogos de todo el mundo– para analizar la respuesta a la pandemia en los diferentes países y llegaron a varias conclusiones.

La principal, es más política que sanitaria: hace ya varios años han circulado diversos estudios científicos que anunciaban una crisis epidemiológica así (mencionan varios de esos estudios), pero no fueron oídos y, en cambio, la gran mayoría de los Estados continuó aplicando políticas públicas neoliberales que deterioraron las infraestructuras y los servicios públicos fundamentales para proteger a la población. El principal problema no es la falta de recursos, dijeron, sino las enormes desigualdades en la disponibilidad de esos recursos. Concluyeron que los países que mejor han controlado la pandemia son aquellos con un Estado fuerte, capaz de priorizar lo público por sobre lo privado.

En este frenético aquelarre lo que salta a la luz es la necesidad de reforzar lo multilateral, la colaboración, por sobre los intereses individuales o nacionales, porque resulta claro que en una pandemia como esta nadie se salva solo. Pero sucede que las dos principales potencias, Estados Unidos y China, están librando desde hace un rato una guerra comercial que, en el fragor de la epidemia, ha llevado a Trump a referirse al coronavirus como “el virus chino” y a las autoridades de Pekín a acusar a Estados Unidos de haber introducido deliberadamente el virus en Wuhan. En esta disputa, eso sí, hay un pequeño detalle: Estados Unidos compra en China gran parte de las medicinas que consume.

En los últimos años han arreciado los nacionalismos de todas las calañas (y los miedos colectivos, ay, tienden a acentuar esa tendencia) y los países más poderosos del mundo han contribuido a socavar la legitimidad y la eficacia de las instituciones multilaterales y de cooperación mundial, que fueron el gran logro de la humanidad tras la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué? Porque supeditaron todo a la égida de financieros y economistas, erigidos como los nuevos druidas en el jardín de las delicias. “La economía es demasiado importante para dejársela solo a los economistas”, afirmó hace poco el intelectual español Joaquín Estefanía.

El pequeño gran problema es que una crisis de sobrevivencia de esta magnitud no se resuelve con posturas identitarias como la de Washington –que no ha manifestado voluntad alguna de colaborar con nadie, ni siquiera con sus principales aliados–, porque hoy, cuando la información y las imágenes se van tornando más intolerables cada hora y cada día, se impone un intercambio global de información fiable, la integración de competencias y experiencias de todas las latitudes, la creación de cadenas mundiales de producción (respiradores, mascarillas, gel, etc.) o el apoyo de los países menos afectados a los que peor lo están pasando. Las recetas locales resultan irrisorias para afrontar una tragedia que es global.

Prevalece hoy el sálvese quien pueda, en una pandemia en la que nadie se puede salvar solo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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