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COVID-19 y el sentido común para administrar la crisis Opinión

COVID-19 y el sentido común para administrar la crisis

Santiago Escobar
Por : Santiago Escobar Abogado, especialista en temas de defensa y seguridad
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Chile debe cambiar su foco sanitario a las personas. Con menos de mil exámenes diarios de detección o una atención diferenciada por ingresos, no haremos masividad ni control pandémico eficaz. Y las víctimas se contarán siempre en el lado de los más pobres. Menos lo haremos con costos de 60 mil pesos por examen de detección como hacen algunas clínicas privadas y con la certidumbre que el Estado –es decir todos los ciudadanos– terminará pagando la cuenta final, subvencionando a los más ricos.


Parece evidente que el curso de la realidad apunta a una repetición –cada vez más frecuente y en períodos relativamente cortos– de epidemias y pandemias de toda clase, cuyo punto de origen es urbano, posiblemente asociado a condiciones de falta de servicios sanitarios rigurosos o, eventualmente, a una hiperdegradación urbana. Todo indica, a partir de ello, que el Gobierno de las ciudades será uno de los problemas cruciales de la política del siglo XXI.

Esto no ha pasado inadvertido desde hace ya bastante tiempo, aunque ha sido relegado a un segundo lugar en las agendas. Desde principios de los años 2000, es posible encontrar señeros trabajos en los ámbitos de salubridad integral, incluida la salud mental, y en el diagnóstico y gestión de las ciudades, poniendo foco en estos dos problemas. Entre ellos se cuenta el famoso aunque desatendido Informe de la UN-Habitat del año 2003, The Challenge of Slums (El desafío de las ciudades miseria) que diera origen a un notable libro de Mike Davis, El Planeta de Ciudades Miseria, el año 2006.

Hegel sostuvo que el hombre no podía conocer verdaderamente la realidad, mientras esta no se desplegara completamente frente a sus ojos. Pero la complejidad y velocidad en que se mueve hoy el mundo desmiente el juicio de Hegel. En términos simples, hoy la realidad se autoexcede y cambia muchas veces en sus formas y sentidos en tiempos comprimidos, nos obliga a vivir un proceso continuo de aprendizaje y adaptación para mantenernos en control. Todo ello mucho antes de desplegarse íntegramente.

[cita tipo=»destaque»]Una vez normalizada la situación sanitaria, vendrá la gran tarea de mirar los problemas estructurales que tenemos y ver cómo los solucionamos, dentro de un nuevo pacto social y una Nueva Constitución. Porque una epidemia como la del COVID-19 puede ser el resultado de un avatar y de la pobreza estructural, pero el cómo la enfrentamos, con qué grado de eficiencia y con cuánta equidad, es un problema de la política y el debate que empezó el 18 de octubre aún no ha terminado.[/cita]

En tales circunstancias, si queremos algo de certeza respecto de problemas como el COVID-19, debiéramos hacer un esfuerzo por anticiparnos. Para ello, se requiere volver al sentido de lo común, tratando de simplificar las cosas en un ambiente menos individualista y más comunitario, para adquirir conciencia colectiva de lo que nos es común y se nos entrega por igual a todos. No se trata de lo habitual, sino de lo común. Y en segundo lugar, para colectivamente poder captar el curso de las cosas, lo principal de él y adoptar medidas más adecuadas frente a los problemas.

Uno de los puntos a problemáticos frente a la pandemia han sido las erráticas y lentas decisiones en el manejo fraccionado de la ciudad y sus cuarentenas, donde han quedado en evidencia tanto la carencia de medios sanitarios masivos como una programación mínima de los servicios públicos básicos.

A riesgos sanitarios masivos como el que nos está llegando, corresponden acciones rápidas y masivas. Es evidente que carecemos de una estructura de servicios de salud idónea para ello, a lo que debe sumarse la falsa idea de que el mercado genera mejores respuestas, tal como ha quedado demostrado. Por el contrario, este debe ser contenido para que no provoque más daño y más alarma en la población.

En materia de degradación urbana es que ella implica viviendas ruinosas, hacinamiento, pobreza, falta de empleo y servicios precarios y caros, entre ellos, agua potable y alumbrado público y, siempre, muy malas condiciones de higiene ambiental. Chile no es una excepción, como tampoco lo es China respecto de este crecimiento aberrante.

Desde las reformas pro mercado de la década de los 80, unos 200 millones de chinos se desplazaron desde el campo a la ciudad y hace ya años que China invirtió su pirámide urbana, la que se empina por sobre el 60% y con cerca de 200 millones de personas viviendo en áreas urbanas degradadas.

Según el estudio citado, en el mundo hay más de 250 mil áreas urbanas hiperdegradadas repartidas entre Asia, Africa y América Latina. Se estima que para el año 2050 vivan en ellas más de dos mil quinientos millones de personas. Eso y la informalidad de los empleos, representa más de dos quintos de la población económicamente activa del mundo en vías de desarrollo. En el caso de China, debe hacerse notar que la ciudad de Wuhan, que ha sido el centro y lugar de origen del COVID-19 en ese país, es una de las de mayor desarrollo científico y tecnológico, con más de 10 universidades, lo que aparentemente, entre otras cosas, le permitió enfrentar hasta ahora con relativo éxito el problema.

Lo que requiere una situación como la pandemia del COVID-19, frente a la cual Chile tiene deficiencias estructurales, son acciones drásticas y masivamente concentradas para impedir la propagación del virus como quedó demostrado ahí y en Corea. Para ello, ayuda mucho la reclusión hogareña de las personas y el empleo de militares en los cordones sanitarios.

Pero toda nueva época siempre va acompañada de nuevas perspectivas y no cabe duda que el país y la humanidad toda se enfrentan a cambios epocales que obligan a dejar a un lado los viejos paradigmas y enfocar la realidad tanto con un prisma como con un foco diferentes.

Chile debe cambiar su foco sanitario a las personas. Con menos de mil exámenes diarios de detección o una atención diferenciada por ingresos, no haremos masividad ni control pandémico eficaz. Y las víctimas se contarán siempre en el lado de los más pobres. Menos lo haremos con costos de 60 mil pesos por examen de detección como hacen algunas clínicas privadas y con la certidumbre que el Estado –es decir, todos los ciudadanos– terminará pagando la cuenta final, subvencionando a los más ricos.

Una vez normalizada la situación sanitaria, vendrá la gran tarea de mirar los problemas estructurales que tenemos y ver cómo los solucionamos, dentro de un nuevo pacto social y una Nueva Constitución. Porque una epidemia como la del COVID-19 puede ser el resultado de un avatar y de la pobreza estructural, pero el cómo la enfrentamos, con qué grado de eficiencia y con cuánta equidad, es un problema de la política y el debate que empezó el 18 de octubre aún no ha terminado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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