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El Tribunal Constitucional en entredicho EDITORIAL

El Tribunal Constitucional en entredicho

Las declaraciones de María Luisa Brahm no son un exabrupto en medio de una sana ecología institucional de Chile. Por el contrario, ocurren en medio de controversias habituales generadas por la reincidencia política de una cultura binominal de empate ideológico en el país, y de una visión instrumental de las instituciones. Debido a ese “binominalismo”, para llenar las vacantes de cargos superiores, como ministros del TC o de la Corte Suprema, se articulan verdaderas cadenas oligárquicas de parientes o amigos o socios, y de clientes políticos, que muchas veces deforman sus competencias y funcionamiento sano, e impiden el control y equilibrio interórganos, propios de una democracia, pues se usan para pagar favores o adquirir poder.


Las fuertes declaraciones de María Luisa Brahm sobre la eventualidad de corrupción en los retrasos en la tramitación de causas ante el Tribunal Constitucional (TC), del cual es actualmente su presidenta, constituyen una de las afirmaciones más fuertes que se han escuchado en muchos años sobre el funcionamiento institucional del país.

Lo dicho por la ministra Brahm –quien señaló que muchas causas, pese a estar listas para su vista, no se sometían a discusión y fallo, como pudo constatar a su llegada a la presidencia del organismo– enfoca directamente la responsabilidad en su antecesor, el ministro Iván Aróstica, quien en el ejercicio de su cargo era el responsable de ponerlas en tabla.

Fuera de la gravedad y alcances de las declaraciones de la ministra Brahm, que entre otros aspectos deja expuesto al TC a una indagatoria de carácter judicial por la eventualidad de haberse cometido delitos funcionarios, parece oportuno reflexionar sobre la constitución y funcionamiento de los órganos superiores del Estado, entre ellos, de los jurisdiccionales.

Las declaraciones de María Luisa Brahm no son un exabrupto en medio de una sana ecología institucional de Chile. Por el contrario, ocurren en medio de controversias habituales generadas por la reincidencia política de una cultura binominal de empate ideológico en el país, y de una visión instrumental de las instituciones.

Debido a ese “binominalismo”, para llenar las vacantes de cargos superiores, como ministros del TC o de la Corte Suprema, se articulan verdaderas cadenas oligárquicas de parientes o amigos o socios, y de clientes políticos, que muchas veces deforman sus competencias y funcionamiento sano, e impiden el control y equilibrio interórganos, propios de una democracia, pues se usan para pagar favores o adquirir poder.

Genera enorme desconfianza pública cuando queda en evidencia que decisiones respecto a temas tan trascendentes para la ciudadanía, como los relativos a las AFP o las Isapres, quedan entregadas a un vaivén entre el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional , donde son analizadas y decididas por jueces –a lo menos algunos de ellos– con estrechos lazos y relaciones de intereses con esas industrias. Y por el poco cuidado de quienes los nombran, en cuanto a asegurar  la autonomía horizontal y vertical de tales órganos.

La opinión pública ha visto en los últimos años cómo el TC se ha desplazado desde una posición de control jurídico constitucional de la ley, en su origen, hacia un cariz marcadamente legislativo y “contramayoritario” de las decisiones parlamentarias, que no le corresponde, exhibiendo muchas veces, incluso, un talante de poder constituyente y de autonomía regia, frente a los otros órganos y poderes del Estado, y la ciudadanía toda.

Es evidente que ello se vio facilitado por las reformas constitucionales del año 2005. Estas, junto con ampliar el número de miembros y de empeorar aún más la forma de su designación, también amplió enormemente sus competencias.

Fuera de la tradicional revisión de constitucionalidad de las leyes interpretativas de la Carta Magna, incluyó tratados internacionales cuyas normas se relacionaran con materias propias de leyes orgánicas; incluyó, asimismo, aspectos de constitucionalidad de Autos Acordados de la Corte Suprema, temas electorales y otros a requerimiento de parlamentarios y terceros, hasta competencias de fuero ordinario, para resolver la aplicación de un precepto legal –o no– que un litigante considera contrario a la Constitución en un juicio en curso ante un tribunal ordinario o especial.

Todo lo anterior ha llevado a un nivel extremo de confusión e incertidumbre el tratamiento jurídico de materias de indudable trascendencia para el país, como salud pública, investigaciones de corrupción en las Fuerzas Armadas o, incluso, tramitación de leyes, teniendo en el Tribunal Constitucional una de sus principales causas.

De ahí el impacto de las declaraciones de la presidenta del TC, María Luisa Brahm, y la sensación de que en las actuales circunstancias este alto tribunal se encuentra en fase terminal. Ello, a menos que en su accionar –hacia adelante– experimente un giro de 180 grados y se torne consonante con las necesidades de Chile; y que los ciudadanos lo consideren una institución útil para el nuevo período constitucional que se avecina en el país.

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