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Hiperpresidencialismo, polarización y populismo Opinión

Hiperpresidencialismo, polarización y populismo

Lo que estamos viviendo es una crisis del híper presidencialismo más que una andada populista. Pero el populismo tiene también otras causas que van más allá del particular régimen político; entre ellas  destaca la falta de legitimidad del contrato social, característica de las sociedades muy desiguales. Debemos,  actuar a tiempo, antes que sea demasiado tarde, pues nuestra sociedad contiene todos aquellos elementos que lo generan. El proceso constituyente es una oportunidad para avanzar en una revisión profunda del nuestro régimen político, examinando los defectos del sistema actual y los elementos que nos permitirían contar con un régimen que equilibre  la  relación entre el Ejecutivo y el Legislativo y que canalice adecuadamente las demandas ciudadanas, acortando la brecha entre éstos y el sistema político.


Mucho se ha especulado recientemente sobre la creciente amenaza de que el populismo se abra camino en nuestros país. Más allá de cuanto haya de realismo en dicha especulación, es conveniente partir por definir que podemos  entender  por populismo. De hecho, aunque se conocen múltiples interpretaciones, desde la economía, la política y la sociología, tiende frecuentemente a utilizarse aquella perspectiva económica que lo entiende como la materialización de un importante conjunto de iniciativas  que conceden beneficios en el corto plazo, generando fuerte adhesión popular, pero cuyos efectos adversos en el mediano y largo plazo más que deshacen los beneficios iniciales. Es este un enfoque centrado en políticas públicas y que asocia “populismo” a mala administración. Lo usamos en estas líneas porque es la interpretación que ha estado en el debate actual. Con todo, desde la perspectiva política, el populismo se identifica como un discurso, como una estrategia de poder personal, o como un tipo de ideología que se funda en una posición antiélite, moral y con un tipo de liderazgo que es lo que se denomina populista.

Parece natural preguntarse la razón por la que una sociedad podría autoinfligirse ese daño, al elegir políticas públicas  con esas características. Entre las variadas hipótesis destacan la expectativa de la ciudadanía de que algún “otro” se haga cargo posteriormente de reparar los estropicios, la complejidad de visualizar tales costos o simplemente la creencia de que dicha adversidad podrá postergarse indefinidamente en el tiempo.

Los distintos regímenes políticos contienen mayores o menores contrapesos para conjurar esta amenaza. Los regímenes parlamentarios, por ejemplo, donde el o los partidos que controlan el poder ejecutivo aspiran a continuar indefinidamente en su ejercicio, tienden a “internalizar” mejor esos costos futuros; en simple, si pretenden permanecer en el poder sabrán que les caerá a ellos la cuenta cuando esta se presente. Los regímenes presidenciales, en tanto, en la medida en que el poder ejecutivo guarde una cierta distancia con los partidos que apoyaron la candidatura vencedora, pueden dar pábulo a aventuras populistas si permiten a quien gobierna cosechar los beneficios y dejar los costos a los sucesores, o bien, si el ejecutivo está en minoría, incentivar a la mayoría parlamentaria en el mismo sentido. Huelga decir que los regímenes dictatoriales se embarcan a menudo en aventuras populistas si ese tipo de iniciativas les permiten sobornar a una masa crítica de partidarios tal de poder mantener el control de la fuerza.

¿Cómo clasifica en esto nuestro particular híper presidencialismo? Bastante mal. En nuestro trabajo “hacia un presidencialismo parlamentarizado”, de pronta aparición, calificamos nuestro actual régimen político como disfuncional. De raíz concentradora del poder en el ejecutivo, las sucesivas enmiendas que se le han hecho han terminado por convertirlo en una caricatura democrática.

A su pecado original -la carencia de contrapesos fuertes al poder ejecutivo- se le ha sumado el voto voluntario y la mayor proporcionalidad en la elección de los miembros del poder legislativo. Si bien cada una de esas modificaciones pueden argumentarse favorablemente, consideradas aisladamente, en conjunto interactúan de modo tal que condenan al poder ejecutivo a tener minoría en la ciudadanía y  el parlamento y, con altísima probabilidad, a sufrir defecciones desde las bancadas oficialistas cuando el desgaste de un gobierno minoritario finalmente se imponga.

Veamos. La elección del Presidente(a) por voto popular directo por la mayoría absoluta de los votos válidamente emitidos nos lleva, casi con certeza, en una cultura pluri partidaria, a una definición en segunda vuelta. Como la elección parlamentaria coincide con la primera vuelta presidencial, cada candidato(a)  llevará su lista parlamentaria. El sistema binominal – una camisa de fuerza en un país con dicha tradición multipartidista – dificultaba la elección de parlamentarios afines a las candidaturas presidenciales más débiles, lo que concentraba los escaños parlamentarios en los partidos que apoyaban a las más fuertes (aunque para los ganadores de centro izquierda el sistema tampoco les daba mayoría en el Senado, por los legisladores designados y el prorrateo forzoso entre las dos primeras mayorías que tal sistema producía). Ese ya no es el caso.  Ahora, dada la cuasi certeza de la segunda vuelta, quién resulte elegido(a) Presidente(a), que no habrá tenido mayoría ciudadana en la primera elección -fenómeno agravado por el voto voluntario-, tampoco tendrá mayoría parlamentaria. Es menester no confundir mayoría electoral con mayoría ciudadana (social) y política (en el Congreso).

La mesa está servida. Gobiernos con minoría parlamentaria y, el ingrediente final, parlamentarios elegidos en listas abiertas -voto por candidato y no por lista-quienes, a poco andar, tratan su escaño como propiedad privada. Dejemos correr la película. Se inicia el gobierno con programa y repleto de promesas. A corto andar comienza a encontrar un parlamento que obstaculiza sus iniciativas -pues  el gobierno tiene minoría. Basta que ocurra alguna adversidad para que la popularidad del gobierno en las encuestas decaiga sustantivamente. Acá opera una regla consecuencia de lo anterior: entre más baja  la popularidad del Presidente más desafección se produce entre sus parlamentarios y viceversa. Pasa el tiempo y nada se consigue en un gobierno trabado, sin poder para aprobar sus iniciativas y las que resulten indispensables frente a los contratiempos que se hayan presentado. Se comienza a acercar la nueva ronda de elecciones. Los parlamentarios opositores tienen todo el incentivo para presentar iniciativas populares aunque no necesariamente adecuadas (lo que no es sinómino de inconstitucional). Viendo peligrar su reelección, las bancadas oficialistas comienzan a quebrarse frente a estas atractivas iniciativas.

Hace ya mucho que la literatura en la materia alerta el riesgo de polarización que produce el presidencialismo. En un régimen híper presidencial, con segunda vuelta electoral y en un país con cultura multipartidista (hoy hay 17 fuerzas políticas en el Congreso), dicho riesgo es casi una certeza. En efecto, a la condición minoritaria de los gobiernos se agrega el que, con elevada probabilidad, tendrán mayor incidencia los sectores más ideológicos en la coalición gobernante. Ello porque los sectores más claramente moderados y dialogantes quedarán posiblemente en el camino en la primera vuelta – competirán entre ellos, ilusionados con la posibilidad de pasar a segunda vuelta y atraídos por el verdadero botín que es el poder ejecutivo en un sistema tan marcadamente presidencial (puede notarse que este problema es mucho más improbable en un país con cultura bipartidaria). Por lo mismo, su presencia en la coalición gobernante tenderá a estar debilitada. Última cena. El gobierno concluye aislado, parapetado en sus bases más ideológicas y seguras de sus certezas, acribillado por iniciativas parlamentarias que generan adhesión pero que se contraponen a la filosofía que inspiró al ejecutivo elegido. Altísima probabilidad de cambio en la coalición gobernante por una nueva que sufrirá el mismo derrotero. ¿No será suficiente?

Lo que estamos viviendo es una crisis del híper presidencialismo más que una andada populista. Pero el populismo tiene también otras causas que van más allá del particular régimen político; entre ellas  destaca la falta de legitimidad del contrato social, característica de las sociedades muy desiguales. Debemos,  actuar a tiempo, antes que sea demasiado tarde, pues nuestra sociedad contiene todos aquellos elementos que lo generan. El proceso constituyente es una oportunidad para avanzar en una revisión profunda del nuestro régimen político, examinando los defectos del sistema actual y los elementos que nos permitirían contar con un régimen que equilibre  la  relación entre el Ejecutivo y el Legislativo y que canalice adecuadamente las demandas ciudadanas, acortando la brecha entre éstos y el sistema político. No hay que olvidar que los defectos del régimen político van ligados a una crisis profunda de la representación política, de modo que es necesario pensar una nueva fórmula de relacionamiento entre Gobierno, Congreso y ciudadanía. Hay que idear pronto mecanismos para ello.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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