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La pena de muerte, otra vez Opinión

La pena de muerte, otra vez

No todos los delitos se podrán evitar, pero debemos trabajar a fin de que se cometan los menos posibles. Para ello, se requiere abordar múltiples factores, a nivel general y a nivel individual, que inciden en la comisión de delitos. Lamentablemente, “poco se atiende a las causas originales que provocaron esta conducta, siendo, desde una perspectiva social, las interacciones con otros individuos, las condiciones estructurales de la sociedad, la urbanización y distribución de los servicios públicos, así como las oportunidades que se tengan de empleo, distribución de riqueza, vivienda, salud, educación, entre otros” (Hikal, 2017: 186). Una exclusiva orientación al castigo está destinada al fracaso, con mayor razón si no existe una adecuada reforma al sistema penitenciario y a nuestro sistema de penas. En nada aportará discutir sobre la pena de muerte, otra vez.


Como suele ocurrir, luego de una tragedia, aparecen anuncios y opiniones varias. Esta vez fue el horroroso crimen que se le atribuye a Hugo Bustamante, el que gatilló que el Gobierno, a través de su vocero Jaime Bellolio, anunciara el endurecimiento de los requisitos de la libertad condicional. Endurecer parece consistir en la única respuesta que conocen los últimos gobiernos que, unos tras otros, han sido incapaces de desarrollar políticas públicas preventivas, acostumbrándonos a medidas reactivas, generalmente insuficientes o ineficaces, que terminan siendo plasmadas en leyes tituladas con nombres propios.

Durante los últimos días ha resurgido un debate que parecía superado, apareciendo en redes sociales un nuevo clamor por restablecer la pena de muerte. Esto incluso ha tenido el respaldo de algunas autoridades. Evelyn Matthei, por ejemplo, señaló que “en su minuto yo voté a favor de mantener la pena de muerte y era justamente en este tipo de casos”, agregando que tenemos que entender como sociedad que hay personas que son tan enfermas mentales que de verdad no tienen vuelta y no van a tener vuelta nunca, es un tema médico”. A su vez, la subsecretaria de la Niñez dijo que “entendemos que se haya levantado el tema de reponer la pena de muerte”, sin manifestar rechazo, aunque luego, como suele pasar, matizó.

Todo esto es preocupante y deja en evidencia una vez más la irreflexiva visión con que se ha tratado el problema de la delincuencia. Además de avanzar en políticas preventivas, debemos reprochar enérgicamente el retroceso que significaría restablecer la pena de muerte. Hace apenas dos años ya se dio un debate similar a propósito de la petición de una Ley Sophia, por el terrible caso de una lactante asesinada. Hoy vuelve a aparecer bajo el nombre de Ámbar.

La abolición de la pena de muerte es una práctica bastante extendida entre las sociedades democráticas modernas, por lo que uno esperaría que la carga de la prueba, para justificar la restauración de esta clase de pena, recaiga sobre sus promotores. Si vamos a estar dispuestos a tomar la vida de un miembro de nuestra sociedad, lo lógico sería que sus defensores prueben por qué sería un bien y cuál sería su utilidad. Pero la realidad es otra, lamentablemente basta con mirar la agenda penal de los últimos años para observar que no se requiere ningún ejercicio democrático-argumentativo en la discusión legislativa.

Tal irracionalidad en el proceso legislativo, que algunos teóricos han denominado populismo penal, nos obliga –paradójicamente, a quienes estamos alejados del candor de lo que algunos medios de comunicación presentan como la razón popular– a entregar argumentos para defender aquello que siglos de cultura y civilización han permitido asentar. Para evitar interpretaciones erróneas, debemos advertir que no se pretende aquí una crítica a la relevancia de la participación popular y democrática en la elaboración de normas penales. Rechazamos en efecto cualquier propuesta elitista de tal clase y adscribimos a que el populismo representa aquella “concepción estrecha y torpe de la democracia, en la que la élite decisora apela a la ciudadanía, pero jamás dialoga con ella” (Gargarella, 2016:49).

Sin ninguna pretensión de originalidad, contra la pena de muerte, pueden decirse varias cosas.

En el plano de su utilidad, si lo que se buscara fuera evitar delitos graves, principalmente homicidios, no existe evidencia para sostener que la pena de muerte sirva. En EE.UU., país que mantiene la pena de muerte en la mayoría de sus estados, registra, desde el año 2000, tasas de 5 o más homicidios cada 100 mil habitantes, de manera constante. Mientras que en Chile, sin pena de muerte, tales cifras se aproximan a una tasa de 3,5 (United Nations Office on Drugs and Crime). Además, en el año 2018 los dos estados con más homicidios de Estados Unidos fueron de los que mantienen todavía la pena máxima: Lousiana (11,4 cada 100 mil hab.) y Missouri (9,9). Es evidente que la comparación debería considerar diversas variables, pero al menos de momento muestra que no hay una correlación directa.

Además de lo anterior, conviene revisar la evolución histórica de la tasa de homicidios en EE.UU. y su comparación con las penas de muerte ejecutadas en el mismo periodo. Los datos muestran lo siguiente: el boom de penas capitales en Estados Unidos tuvo lugar durante el bienio 1999-2000, años en que fueron aplicadas 98 y 85 condenas de muerte, respectivamente (Death Penalty Information Center). Durante ese periodo, la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes llegó a los 5,6 y 5,5, y luego de esto, en el año 2001 –contradictoriamente– subió a los 6,7, para después estabilizarse, en los cinco años siguientes, en torno a los 5,7 homicidios por cada 100 mil habitantes (United Nations Office on Drugs and Crime). Es decir, no hubo menos homicidios por la mayor aplicación de pena de muerte. Por último, en países que han promovido la abolición, como Canadá, descendió la tasa de homicidios, desde 3,09 por cada 100 mil habitantes en 1975, un año antes de la abolición, hasta 2,41 en 1980.

Más allá de estas cifras, lo que resulta especialmente peculiar del argumento prevencionista es que descansa erradamente en la autoproyección de nuestros deseos (la trampa del wishful thinking).

En términos simples, algunos defensores de la pena de muerte expresan que, en tanto el temor a la muerte es algo que nos intimida poderosamente, ese temor disuadiría a cualquier potencial homicida. Sin embargo, sobre tal asunción orbitan varias carencias.

El primer gran problema es que tal intuición sobrestima la capacidad de análisis racional del delincuente al momento de cometer el delito y el efecto de (des)incentivo que puede tener una eventual condena para frenar un estímulo, tan poderoso como irracional, como el de matar a otra persona. De otro lado, esta intuición choca frontalmente con la evidencia levantada por cientistas sociales, que explican que las personas obedecen la ley, no tanto por el temor a ser sancionados, sino porque han internalizado las normas sociales y su valor (particularmente: Tyler, Tom. Why people obey the law, Yale University Press, New Haven, 1990). Para el lector, este planteo debería ser bastante claro si se pregunta ¿por qué no mato a otro?, ¿por temor a ser encarcelado?, ¿o simplemente porque es algo malo o no se tienen razones suficientes para matar a otro?

Junto con lo anterior, diversos estudios han demostrado “que los sujetos con una motivación para delinquir generalmente no consideran la penalidad futura asociada a su comportamiento delictivo, al ser considerada como un evento distante y quizás poco probable” y que “los infractores se preocupan, más que de la pena probable, de la mayor certeza sobre la posibilidad de ser capturado”. Por ejemplo, sería más disuasiva una pena de 3 años que tenga un 90% de probabilidades de ser impuesta que una de 10 años que tenga un 10% de probabilidades de imposición. Por ello, más que agravamiento de penas, se requiere mejorar el trabajo policial y de investigación.

Por otro lado, la pena de muerte es injusta e inmoral porque atenta contra la dignidad humana. La aserción de que un mal debe retribuirse con un mal equivalente, solo puede ser defendida por quien sostenga algo así como la ley del Talión: “Ojo por ojo y diente por diente”. De entrada, no se explica por qué de la suma de dos males (delito y pena) puede derivar en un bien para la sociedad, y no permite diferenciar la actividad de administración de justicia de un sistema monopólico de venganza a gran escala (Nino, 1984: 279). Además, ¿si se puede matar a quien mata, por qué no se puede lesionar a quien lesiona? Desde este punto de vista sería incoherente “suprimir las penas corporales por reputarlas contrarias a la dignidad humana y demasiado crueles, y mantener en cambio la pena de muerte, que anula por completo al individuo” (Mir Puig, 2016: 706).

Un Estado Democrático debe intentar la resocialización y reinserción social tanto como sea posible, y la muerte de quien delinque es negar de plano cualquier posibilidad de regeneración y enmienda, que puede ocurrir incluso luego de los crímenes más atroces, como vimos en Chile con el llamado Chachal de Nahueltoro y en EE.UU., el 2005, con la muerte de Stanley «Tookie» Williams, propuesto para el Premio Nobel de la Paz y muerto por inyección letal.

A lo anterior, hay que sumarle la no menor posibilidad de errores en la aplicación de las penas. Varios documentales de Netflix han podido sensibilizar sobre los lamentables errores que pueden cometerse en procesos judiciales. Además, el proyecto Inocentes, tanto en EE.UU. como en Chile, ha probado cientos de casos en donde la justicia se ha equivocado. Como es evidente, estos errores serían absolutamente irreparables en los casos de aplicación de la pena de muerte. Según un estudio realizado en 1987, entre 1900 y 1985 hubo 350 personas condenadas a muerte en EE.UU. que eran inocentes. “Parte de ellos se libraron de ser ejecutados en el último momento, pero 23 fueron al final ajusticiados”.       

Además de lo ya señalado, parece incluso más difícil justificar la pena de muerte en un contexto de fuerte desigualdad social, como el que vivimos en Chile. Esto naturalmente atañe a la autoridad moral de un Estado, que no ha llevado a cabo adecuadamente sus funciones de protección social y resguardo de derechos fundamentales, que lo habiliten a ejercer con tal soltura su derecho a castigar y, en particular, a aplicar la pena de muerte. Por ejemplo, en la experiencia norteamericana se constata una aplicación discriminatoria de la pena de muerte. Así, los jurados del estado de Washington son tres veces más proclives a recomendar una sentencia de muerte respecto a una persona afroamericana que a una persona de etnia blanca; y en Louisiana, las posibilidades de pena de muerte fueron 97% más altas si la víctima era de etnia blanca, que en los casos en que la víctima afrodescendiente (Death Penalty Information Center).

Finalmente, aunque se obviaran todas las consideraciones anteriores, el restablecimiento de la pena de muerte tiene un impedimento jurídico: su restablecimiento se encuentra prohibido por tratados internacionales, que obligan al legislador nacional. Especialmente relevantes resultan los artículos 4.2 y 4.3 del Pacto de San José de Costa Rica, que señalan: “2. En los países que no han abolido la pena de muerte, (…) tampoco se extenderá su aplicación a delitos a los cuales no se la aplique actualmente. 3. No se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido”. Algunos han pretendido argumentar que el restablecimiento de la pena de muerte no se encontraría prohibido en Chile porque en nuestro país ella no ha sido abolida, en los términos del artículo 4.3 citado. Si bien es efectivo que la pena de muerte se mantiene respecto de ciertos delitos cometidos en tiempos de guerra, previstos en el Código de Justicia Militar, lo relevante para esta discusión no es el artículo 4.3, sino la parte final del artículo 4.2, que prohíbe su extensión hacia el futuro, disponiendo que no “se extenderá su aplicación a delitos a los cuales no se le aplique actualmente”.

No podemos olvidar (sobre todo en estos tiempos, proceso constituyente en curso), que la normativa internacional es parte de nuestro derecho interno, la que, en este caso, debe ser “interpretada y aplicada de acuerdo con el objeto y fin de protección de los derechos a que se obligó el Estado de Chile de buena fe al incorporar tal disposición de aseguramiento y garantía del derecho a la vida” (Nogueira; 2009). Chile no es, jurídicamente, una isla.

Sería bueno que al fin pudiéramos dejar de lado el debate promovido por el populismo punitivo y pudiéramos centrarnos en buscar soluciones que de verdad sirvan a disminuir la delincuencia, por un lado, y a proteger los derechos y el desarrollo de niños, niñas y adolescentes (NNA), por otro. Con un Gobierno preocupado solo por “endurecer” y una Subsecretaria de la Niñez que busca ver la “mejor opción de sancionar a un juez o jueza que, por sus ideologías, se transforma en un peligro para la sociedad”, parece difícil de lograr.

El Caso Lissette puso los ojos sobre el Sename y se hicieron muchas promesas y propuestas. Se decía que eran “los niños primero”, y han pasado cuatro años sin que tengamos novedades. Luego vino otro caso, otras propuestas, y así seguimos sin cambios sustanciales. Uno de cada dos reos pasó su infancia o adolescencia en un centro del Sename y el propio Hugo Bustamante tuvo diversos factores de riesgo durante su infancia, tales como una familia disfuncional, un padre maltratador, una madre negligente, abandono del hogar, deserción escolar, consumo temprano de alcohol y delincuencia a temprana edad.

No tratamos de justificar, pero, si se quieren evitar muertes, hay que intervenir antes. La pena siempre llega tarde. Se deben mejorar radicalmente los sistemas de protección de NNA y el trabajo en las cárceles previo a la libertad condicional, que casi siempre se hace con recursos materiales y profesionales insuficientes, bajo condiciones de hacinamiento.

No todos los delitos se podrán evitar, pero debemos trabajar a fin de que se cometan los menos posibles. Para ello, se requiere abordar múltiples factores, a nivel general y a nivel individual, que inciden en la comisión de delitos. Lamentablemente, “poco se atiende a las causas originales que provocaron esta conducta, siendo, desde una perspectiva social, las interacciones con otros individuos, las condiciones estructurales de la sociedad, la urbanización y distribución de los servicios públicos, así como las oportunidades que se tengan de empleo, distribución de riqueza, vivienda, salud, educación, entre otros” (Hikal, 2017: 186).

Una exclusiva orientación al castigo está destinada al fracaso, con mayor razón si no existe una adecuada reforma al sistema penitenciario y a nuestro sistema de penas. En nada aportará discutir sobre la pena de muerte, otra vez.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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