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Reformar la elite política y los altos funcionarios públicos Opinión

Reformar la elite política y los altos funcionarios públicos

Rachel Théodore
Por : Rachel Théodore Doctora en Estudios Políticos/Ciencias Sociales Centre Raymond Aron, École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), Paris, Francia. Facultad de Ciencias Sociales (FACSO) - Universidad de Chile, Chile.
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Habría que pensar en reformar los cargos de confianza exclusiva del Presidente de la República, encontrar mecanismos de selección que sean por mérito y/o por formación académica profesional. Sería no solamente una manera de crear una nueva clase política preparada y con integridad republicana, mujeres y hombres de Estado, sino también una manera de enfrentar la crisis de representatividad. Al fin y al cabo, serían opciones más confiables y más legítimas para la ciudadanía. Esto, porque si bien la ciudadanía está desencantada con su elite económica y política, no está en contra de tener una elite intelectual, técnica y experta. El saber académico, profesional en un área, es una forma de elitismo que no solo se tolera, sino que también se valora positivamente.


La crisis abierta el año pasado con el estallido social del 18 de octubre está resolviéndose –por lo menos en parte– con el plebiscito de 2020 y su contundente resultado: la opción de aprobar el cambio de Constitución alcanzó, como se sabe, el 78% de los votos. Pero queda una astilla en el pie tras esta victoria. El plebiscito marcó la más alta participación desde el voto voluntario y, sin embargo, esta no llega ni al 51% de los inscritos en el padrón electoral.

En términos objetivos, es una participación muy baja para tal convocatoria, considerando lo que estaba en juego, ni más ni menos que la crisis de legitimidad del sistema político. No sabemos en qué medida la pandemia de coronavirus influyó en la votación, sin embargo, si uno mira las cifras de participación en Chile, estas han sido históricamente bajas desde que se introdujo el voto voluntario en 2012, siempre inferior a un 50% de participación. De hecho, la abstención en este país es una de las más alta del mundo. La gran ausente de la democracia en Chile es, irónicamente, su ciudadanía.

¿Cuál es la razón profunda de esta falta de participación en Chile? Algo que salta a la vista es el desencanto y la desconfianza, profunda y duradera, de los chilenos hacia sus políticos. De ahí que el otro resultado del plebiscito, el triunfo del mecanismo de Convención Constitucional por sobre el de Convención Mixta, haya resultado en una verdadera paliza con 79% de los votos. La conclusión es clara: la ciudadanía no quiere saber más de las elites políticas actuales.

[cita tipo=»destaque»]Aunque se entiende la idea de nombrar personas de confianza en cargos importantes, como se hace en la gran mayoría de las democracias, se plantean tres problemas: (I) la cantidad de cargos, donde cabe contar también los asesores, nombramientos aún menos claros (II) si estos puestos se entregan simplemente por amistades, lazos consanguíneos o pitutos, así como (III) su profesionalización política. En efecto, ¿quién asegura a la ciudadanía que estas personas nombradas son idóneas para estar en el cargo, sobre todo si no tienen formación política profesional? Es así como diagnosticamos la necesidad urgente de profesionalización y renovación del cuerpo de funcionarios públicos más altos, para otorgarle, por un lado, más ética y valores de servicio público y, por otro lado, más independencia de los partidos y/o de las preferencias ideológicas del momento, desincentivando de paso las prácticas nepotistas.[/cita]

Por ‘elites políticas’ se entienden dos categorías. Primero, los políticos elegidos, que están desacreditados aunque hayan ganado elecciones. Esta es la llamada “crisis de representatividad”, que se traduce –por ejemplo– en una confianza en el Congreso de solo 6%, según la encuesta CEP 2019. Segundo, la clase política “nombrada”, es decir, cuyos miembros no hayan sido elegidos democráticamente.

Aquí, quiero concentrarme principalmente en la segunda categoría, aunque ambas están muy desacreditadas, dando lugar a una importante crisis de confianza. Dos fenómenos permiten explicarla. El primer problema, que también ocurre en el resto del mundo pero que es particularmente fuerte en Chile, es la reproducción de esta élite política, su homogeneidad que roza lo endogámico, y su hermetismo. A primera vista, el grado de aceptación de nuevos individuos es más bien bajo, viendo que son muchas veces los mismos nombres los que dirigen el país. El segundo problema es el matrimonio entre la elite política y económica, que tiene por consecuencia principal que los políticos antepongan en forma sistemática intereses privados por sobre los públicos. De nuevo, este fenómeno no se restringe solo al caso chileno, pero adquiere aquí grandes proporciones, como lo ejemplifica la figura del Presidente Piñera, un billonario a la cabeza del país (superando en 2020 a Trump en el ranking Forbes).

Por estos factores combinados es necesario y urgente, para la debilitada democracia chilena, encontrar nuevos modos de acceso al poder político, más diversificados y legítimos. ¿Cómo conseguir una real renovación de las elites políticas? ¿Cómo desarticular la simbiosis entre las esferas políticas y económicas? He aquí una propuesta acotada.

A pesar de la creación del Sistema de Alta Dirección Pública (SADP) y de la Dirección Nacional del Servicio Civil (SC) en 2003, reformados en 2016, existe una alta capa en la organización el Estado en Chile que no está sujeta a una profesionalización política y tampoco se somete a elecciones democráticas: los cargos de Exclusiva Confianza del Presidente (ECP), que son alrededor de dos mil personas actualmente. En un informe del 2017, el Centro de Estudios Públicos proponía soluciones para mejorar los puestos del SADP, pero no se abordaba realmente el problema de estos puestos de ECP, que son el nudo gordiano del problema.

Aunque se entiende la idea de nombrar personas de confianza en cargos importantes, como se hace en la gran mayoría de las democracias, se plantean tres problemas: (I) la cantidad de cargos, donde cabe contar también los asesores, nombramientos aún menos claros (II) si estos puestos se entregan simplemente por amistades, lazos consanguíneos o pitutos, así como (III) su profesionalización política. En efecto, ¿quién asegura a la ciudadanía que estas personas nombradas son idóneas para estar en el cargo, sobre todo si no tienen formación política profesional? Es así como diagnosticamos la necesidad urgente de profesionalización y renovación del cuerpo de funcionarios públicos más altos, para otorgarle, por un lado, más ética y valores de servicio público y, por otro lado, más independencia de los partidos y/o de las preferencias ideológicas del momento, desincentivando de paso las prácticas nepotistas.

Si bien existe en Chile una Académica Diplomática que busca formar el cuerpo diplomático, aunque se critica también este sistema de nombramientos que muchas veces son puestos de “confianza” o premios de consuelo, no existen Escuelas, Academias o, incluso, carreras académicas que permitan formar a las personas para desempeñarse como Alto Funcionario del Estado, como experto en política o “tecno-político”. Es decir, arriba de los jefes de departamento, que son el tope de las carreras actuales del SADP, no existe profesionalización, porque son puestos solo “de confianza”.

Por lo tanto, habría que pensar en reformar los ECP o encontrar mecanismos de selección que sean por mérito y/o por formación académica profesional. Sería no solamente una manera de crear una nueva clase política preparada y con integridad republicana, es decir, mujeres y hombres de Estado, sino también una manera de enfrentar la crisis de representatividad. Al fin y al cabo, serían opciones más confiables y más legítimas para la ciudadanía.

Algunas ideas podrían caracterizar estas escuelas o academias:

1. Los integrantes serían personas destinadas a las funciones del más alto nivel, que corresponde hoy a los ECP y/o cargos elegidos: ministros, subsecretarios, intendentes, gobernadores, etc. Enseñarían, por ejemplo, valores y ética pública, gestión de recursos humanos y diálogo social, management de poderes públicos, organización de campañas electorales íntegras, talleres de negociación, gestión de crisis, innovación en políticas públicas, relaciones internacionales, etc. Al final de la formación, se haría una práctica con elegidos/altos directivos en cargo para adquirir la praxis.

2. Los integrantes serían cien por ciento financiados por el Estado, pues como futuros funcionarios retribuirían al Estado al trabajar en su seno por una cantidad de años previamente acordada.

3. Se tendría que aplicar un sistema de discriminación positiva, que permita mermar los efectos de las desigualdades socioeconómicas existentes, para que jóvenes de todos los estratos sociales puedan formar parte de la capa más alta de la clase política, por ejemplo, con entrevistas de motivación, además de criterios académicos (como un modo de evitar la reproducción de las elites actuales). Asimismo, se podrían reservar cuotas para estratos sociales vulnerables para que esté representada toda la sociedad.

¿Pretender sanar la enraizada desconfianza ciudadana ante sus elites con nuevas elites?, podría preguntarse con escepticismo el lector. Pero el ánimo antielitista tiene un matiz en Chile. Como demostró recientemente una medición en torno al debate constitucional publicada hace poco por el Centro de Microdatos de la U. de Chile y el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), si bien la ciudadanía está desencantada con su elite económica y política, no está en contra de tener una elite intelectual, técnica y experta. El saber académico, profesional en un área, es una forma de elitismo que no solo se tolera, sino que también se valora positivamente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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