No sostengo que la derecha política no tenga diferencias internas. Las hay. Pero todas estas se complementan con la de José Antonio Kast, desde cuya violencia se articula el fantasme. Por eso, se puede decir que el espectro de la derecha está aún preso de su fantasme, en la medida que el apellido de una familia resume el espectro completo de la coalición: de (Felipe) Kast a (José Antonio) Kast. Y, por esa misma razón, la derecha sigue siendo una “familia” que, en momentos de peligro, puede agruparse sin problemas para enfrentar al outsider (migrante, izquierda, mapuche, comunista, alienígenas, etcétera).
En el instante decisivo, la derecha experimenta el retorno de sus fantasmas. Mas, no se trata de un “retorno” en el sentido de que algo se hubiera ido y desde un pasado remoto volviera, sino de una “marca” que atraviesa a toda la historia de la derecha política en los últimos 48 años. Aún recordamos cómo varios entusiastas desde la Concertación aspiraban a la posibilidad de una derecha “liberal” que propiciara mayores entendimientos para los “avances” democráticos del país, tal como hoy miembros de esa derecha desmembrada y en franca competencia ideológica, apelan al retorno de la “democracia de los acuerdos” articulada por la Concertación de los años 90.
Pero las cosas son más opacas e ingobernables que los optimismos de la conciencia. Un fantasme domina al Estado de Chile –decía Armando Uribe–, que propendía a anudar la “violencia” de una “legitimidad” de la que carecía: “(…) La violencia que quiere ser legítima”, escribía. Dicho anudamiento fue justamente lo que aconteció en el golpe de Estado de 1973: hoy, la derecha política nos invita a “defender la democracia” que es igual que la “Constitución”, porque hizo del pillaje, la expoliación, la conquista una forma manifiestamente “legal” que, precisamente, el partido octubrista impugnó con una inteligencia fulmínea, bajo la rúbrica del “abuso” sistémico de una institucionalidad hecha a imagen y semejanza del poder.
La violencia que quiere ser legítima es lo que Uribe llama fantasme: una imagen congelada que un sujeto –en este caso la oligarquía– tiene de sí mismo. Como la bruja en el clásico cuento de Blancanieves se mira al espejo y ve a una hermosa y joven mujer, siendo que era vieja y fea, asimismo la oligarquía se mira al espejo reflejándose en dicho fantasme, destacando virtudes que no tiene y monumentalizando episodios que nunca gestó. El partido octubrista destituyó el fantasme de 1973 y, con él, la maquinaria política articulada por la Constitución de 1980. No hay Constitución de 1980 sin fantasme, pues este último constituye el soporte imaginal –que Freud llamaba “ilusión”– a partir del cual el texto constitucional “legitima” esa violencia desplegada desde 1973, que resulta estructuralmente imposible de “legitimar”.
[cita tipo=»destaque»]Al respecto, en la célebre entrevista al político Carlos Larraín en el programa «Pauta Libre», no me parece que haya sido llamativa la defensa “familiar” que este último hizo de su hijo, dictando instrucciones a los periodistas de qué es lo que debían preguntar, sino más bien por la comodidad que expresó por la unidad de su sector en su alianza con el Partido Republicano. Con esa alianza sabe que la derecha política puede volver a replicar el plan del plebiscito de 1988: ser minoría y actuar como si fueran mayoría, gracias a un perspicaz mecanismo de sobrerrepresentación en las instancias de decisión política.[/cita]
Que para las elecciones previstas para la Convención Constitucional la derecha haya pactado con la ultraderecha del Partido Republicano, parece ser fuente de asombro de muchos. Pero la comodidad con que la derecha hace convivir desde los liberales de Evópoli hasta la ultraderecha del Partido Republicano, tiene que ver con la activación del fantasme: los liberales de la derecha política –por más que reclamen, intenten renunciar o hagan aspavientos de su rectitud “democrática”– no pueden desprenderse del fantasme que une violencia a derecho, que les permite legitimar un asalto a mano armada y desde el cual han podido profundizar su dominio de clase.
En momentos decisivos, la derecha no puede sino recurrir a la violencia y vestirla con la legalidad y legitimidad necesarias. Por eso, el Partido Republicano no debe verse como una anomalía a la derecha: ¿acaso, como Donald Trump en EE.UU., José Antonio Kast ha sido un ajeno a la política institucional durante todos estos 30 años? Todo lo contrario: Kast no es un outsider que irrumpe desde un partido para escindirlo y suspender el dominio de la familia política tradicional. Kast es parte de esa misma familia –como Bin Laden respecto de la familia Saudí–, un verdadero insider, que armó su capital político desde la misma familia política. Incluso fue presidente de la UDI y parlamentario por ese partido por muchos años. Demasiados quizás.
A diferencia de Trump, entonces, con el que a muchos les gustaría compararlo, Kast es un viejo lobo de la política chilena. Discípulo más férreo del legado guzmaniano que expone, crudamente, cómo es que el fantasme no ha sido una anomalía a la derecha misma, sino la definición de la derecha política propiamente tal. No habrá derecha sin ultraderecha, no habrá parlamentarismo sin poder fáctico, no habrá diálogo sin espada, como diría el buen Hobbes. Siendo el fantasme Kast el verdadero sostén de la derecha política, la última trinchera de la Constitución de 1980.
En este sentido, Kast podrá ser definido como líder de una “secta”, pero solo si acordamos que esta última fue precisamente la que se apropió del Estado desde 1973 y que redactó brutalmente la Constitución: los Chicago Boys son la verdadera “secta” y Kast, su heraldo más conspicuo. En otros términos, el Partido Republicano es el núcleo duro sobre el cual descansa toda la derecha política, el fantasme que le acompaña estructuralmente si no quiere sucumbir a la asonada popular del partido octubrista.
El Partido Republicano es la verdad de la derecha política chilena: aquella que protegió a Pinochet hasta que fue imposible con su detención en Londres, que negó todos los informes en materia de DD.HH. durante el segundo mandato del más progresista de todos los derechistas (Piñera), aquella que fortaleció las leyes de seguridad deviniéndolas expresión de la excepción, que profundiza el dominio del capital en desmedro de la población en pandemia, que trata al pueblo mapuche de terrorista, entre tantas otras cosas. Kast está en Piñera: ¿para qué asombrarnos de esa “secta” si siempre estuvo con nosotros, dentro de la política más institucional de todas, aquella que dio forma a la transición democrática?
Por supuesto, no sostengo que la derecha política no tenga diferencias internas. Las hay. Pero todas estas se complementan con la de José Antonio Kast, desde cuya violencia se articula el fantasme. Por eso, se puede decir que el espectro de la derecha está aún preso de su fantasme, en la medida que el apellido de una familia resume el espectro completo de la coalición: de (Felipe) Kast a (José Antonio) Kast. Y, por esa misma razón, la derecha sigue siendo una “familia” que, en momentos de peligro, puede agruparse sin problemas para enfrentar al outsider (migrante, izquierda, mapuche, comunista, alienígenas, etcétera).
Al respecto, en la célebre entrevista al político Carlos Larraín en el programa «Pauta Libre», no me parece que haya sido llamativa la defensa “familiar” que este último hizo de su hijo, dictando instrucciones a los periodistas de qué es lo que debían preguntar, sino más bien por la comodidad que expresó por la unidad de su sector en su alianza con el Partido Republicano. Con esa alianza sabe que la derecha política puede volver a replicar el plan del plebiscito de 1988: ser minoría y actuar como si fueran mayoría, gracias a un perspicaz mecanismo de sobrerrepresentación en las instancias de decisión política.
La “familia” puede respirar tranquila. Sea que vaya Tere Marinovic o Sylvia Eyzaguirre en una misma lista, lo importante es ganar, dejar a las izquierdas fuera de juego, mantener y profundizar el dominio de clase asegurando la circulación del gran capital. Es penoso que cierto progresismo se asombre de cuestiones que siempre estuvieron encima de la mesa. Porque estaban ahí, parece que no se veían. Y hoy, cuando esa mesa se quiebra, todo adquiere visibilidad. Porque en el proceso chileno, el fascismo no es un invento actual, sino el mismo orden jurídico-político violentamente promovido desde 1973 y violentamente legalizado desde 1980.