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“Entramos para aprender, salimos para encubrir”:  la protección institucional de los abusadores Opinión

“Entramos para aprender, salimos para encubrir”: la protección institucional de los abusadores

Rafael Alvear
Por : Rafael Alvear Investigador Postdoctoral del CEDER, Universidad de Los Lagos
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Diversos personeros de la Iglesia y la congregación jesuita, o incluso fervientes creyentes en la “espiritualidad ignaciana”, nos dirán que el mundo está lleno de “pecadores” y la Iglesia “no es la excepción”; que los curas y los mismos jesuitas son también seres humanos con virtudes y defectos. Sin embargo, no hay que saber sumar 2+2 para entender la abismal diferencia entre acciones de tipo individual y comportamientos institucionales. Por cierto, personas como el sacerdote Jaime Guzmán hay lamentablemente varias. El problema mayor comienza, sin embargo, cuando este tipo de personas llegan a instituciones escolares y, luego de producir vejámenes y abusos, son encubiertas o sencillamente enviadas de un lugar a otro (como lo hiciera Juan Díaz el año 96), estableciendo en la práctica un modelo que facilita tanto la realización como el encubrimiento de estas conductas. Con ello, no sólo se tiende a tapar institucionalmente el conflicto, sino incluso a asumirlo como una suerte de costo o externalidad “negativa”, si, pero inevitable y hasta aceptable en el andar organizacional. Así, el desarrollo de una tabla de “precios” según “abuso cometido” por parte de los jesuitas se ofrece como un síntoma más de aquello. Conforme a esta tabla, la manipulación de conciencia supone un costo “X”, el abuso sexual un costo “Y”, la violación uno “Z”, etc. El tiempo dirá cuánto dinero necesitarán los jesuitas en el futuro.


Desde que explotara el caso de abusos sexuales del sacerdote Fernando Karadima en el año 2010, la Iglesia Católica ha vivido un proceso de destape de una serie de prácticas de pedofilia, abuso sexual, violencia psicológica, manipulación de conciencia, etc. que hasta el día de hoy parecen seguir siendo apenas la punta de un iceberg gigantesco. En este marco, la Compañía de Jesús pareció adoptar un rol crítico respecto de la explosión de este tipo de circunstancias, intentando marcar una supuesta ruta de corrección moral para afrontar estos casos y generar nuevos esquemas a fin de evitar su ocurrencia. Y es que, ante la primera ola de caída de orientaciones cristianas conservadoras, esta parecía ser el último refugio para la fe: Solo “se salvan los jesuitas y otras pocas congregaciones”, decía James Hamilton en Karadima, el señor de los infiernos, libro publicado en 2011 por María Olivia Mönckeberg a propósito de las denuncias y víctimas de Karadima.

En “El Bosque estabas absolutamente sujeto a la obediencia de tu director espiritual”, estos “no te enseña(n) como los ignacianos a cuestionarte, a usar el discernimiento”, afirmaba también Verónica Miranda, quien hiciera la primera denuncia contra Karadima y fuera ex esposa de Hamilton. Asimismo, José Andrés Murillo sostenía el año 2010, en un artículo del diario La Segunda sobre los mitos y realidades del caso Karadima, que “los jesuitas sólo han actuado conforme a la caridad cristiana, escuchando a las personas que, como yo, han pedido ayuda en este caso”.

La imagen proyectada por las innumerable entrevistas que daban insignes sacerdotes jesuitas como Fernando Montes, Felipe Berríos, Antonio Delfau, Juan Díaz, etc. en los años 2010 y 2011 era la de una congregación abierta a escuchar a las víctimas de abuso, sin importar las consecuencias que esto supusiese. Sin embargo, en las sociedades contemporáneas todo lo que otrora parece sólido se desvanece en el aire, como señalara Marshall Bermann; o, empleando la metáfora bíblica: lo que parecía construido sobre la roca, aparece disuelto de una vez sobre la arena. Los modelos institucionales, las culturas organizativas y la reputación: nada ni nadie se salva, todo parece desvanecerse ante una sociedad que tiende a derrumbar supuestos socialmente compartidos.

Uno de ellos ha sido justamente el mencionado supuesto de que la Compañía de Jesús se erigiría como una excepción en lo que atañe a la afluencia o tratamiento de situaciones de abuso. No obstante, una serie de casos como los de los sacerdotes Juan Miguel Leturia, Renato Poblete, Eugenio Valenzuela, entre otros, que han tomado fuerza a mediados y finales de la década pasada, vienen rápidamente a ponerle la lápida a dicha “esperanza ignaciana”. El último caso del cual se esperan nuevas noticias en las próximas semanas y al cual pretendo referirme a continuación, es el de Jaime Guzmán Astaburuaga, ex sacerdote jesuita, expulsado por el Vaticano por delitos de abuso sexual a menores.

Recapitulando los hechos recientes

En una demanda presentada el 10 de agosto de 2020 contra la Fundación San Ignacio y la Compañía de Jesús, cuatro ex alumnos del colegio San Ignacio El Bosque relatan una serie de vejaciones sufridas durante su período de enseñanza básica entre 1986 y 1992 por parte del entonces sacerdote y profesor Jaime Guzmán. En un reportaje del diario La Tercera que se hace cargo de dicha demanda se detalla cómo el sacerdote solía hacerles preguntas de índole sexual, manteniendo un lenguaje erotizado con los menores; se bañaba y “fotografiaba desnudos a sus alumnos en actividades extraprogramáticas”, incluyendo los retiros y ejercicios espirituales, etc. Luego de tales eventos, Guzmán solía publicar algunas de esas fotografías en un diario mural del colegio, a vista y paciencia de profesores y autoridades del recinto escolar (lo que incluye al mismísimo rector de aquella época, Fernando Montes). A partir de estas conductas, a las que se suman para uno de los denunciantes un intento de violación, los cuatro ex alumnos del San Ignacio El Bosque exigieron una indemnización de $120 millones, acusando a su vez a la administración del colegio de no tomar las medidas necesarias para evitar los abusos y hacerse cargo de los ya existentes.

La demanda alude también a los intentos de los denunciantes desde 2009 y 2010 (en paralelo a la explosión del caso Karadima) por avanzar de manera directa con los jesuitas. Aquí se mencionan reuniones de ex alumnos del colegio San Ignacio El Bosque para compartir visiones frente al tema, así como una comunicación en el año 2011 del Provincial de la Compañía de Jesús en aquel entonces, el sacerdote Eugenio Valenzuela, denunciado a fines de 2010 e inicios del mismo 2011 por abuso sexual y de conciencia. En ella, Valenzuela les informa que la Congregación para la Doctrina de la Fe había concluido que Jaime Guzmán era culpable de abuso sexual (con una consecuente suspensión del ejercicio público del ministerio y la prohibición de contacto con menores de edad durante 5 años), a la vez que le pedía a los denunciantes “reserva de la información” por el impacto público que ésta podría suponer. En 2017 y dado la existencia de nuevos antecedentes, el Provincial de aquel momento, el sacerdote Cristián del Campo, les informaba de una ampliación de la condena a Guzmán por 5 años más. En junio de 2019, la Compañía de Jesús comunicó la mencionada expulsión de Guzmán, la que, luego de ser sujeta a apelación, fue confirmada por el Vaticano en febrero de este año.

En lo que respecta a la demanda como tal, la Compañía de Jesús, encabezada por el actual Provincial, el sacerdote Gabriel Roblero, solicitó rechazar la demanda, alegando la prescripción de los hechos denunciados (a pesar de reconocer en todo caso que el sacerdote Jaime Guzmán “cometió diversos actos de connotación sexual”). Para la Compañía “los hechos relatados por los demandantes ocurrieron entre los años 1989 y 1990, es decir, hace 30 años y más, en una época y contexto social y cultural muy distinto al actual que por reprochable que parezca hoy en día, no podemos desconocer”. Es más, según el texto de contestación jesuita, “la totalidad de la comunidad escolar estaba al tanto de los retiros que el sacerdote Guzmán Astaburuaga hacía con grupos de alumnos de enseñanza media del colegio San Ignacio El Bosque al Cajón del Maipo, así como de las fotografías que tomaba durante dichos retiros las que lejos de ser ocultadas eran mostradas en un diario mural público, en un pasillo central del colegio, cerca de la rectoría y de una sala de profesores”. “Esto demuestra la falta de conciencia que existía en esa época en todos los estamentos de la comunidad escolar respecto de ciertos límites relacionados con la integridad física y psíquica de los alumnos que participaban en dichos retiros, y que eran fotografiados desnudos por el sacerdote Guzmán Astaburuaga”. En ese sentido, continúa: “situaciones como las relatadas se normalizaron a tal punto que incluso los alumnos, sabiendo que en dichos retiros los estudiantes se bañaban desnudos, eran fotografiados por el sacerdote Jaime Guzmán Astaburuaga y que con seguridad al menos una de esas fotos sería publicada en un diario mural del colegio, accedían a asistir a dicha actividad”.

Sin perjuicio de lo anterior, y en el marco de las denuncias mencionadas, la Compañía se remitió a su vez a desarrollar una escala estandarizada de montos indemnizatorios “con el objeto de evitar tomar decisiones arbitrarias (…) [Estos] le han permitido evaluar, de acuerdo con los antecedentes recopilados en las investigaciones canónicas, cada situación particular y determinar en qué casos es posible y procedente ofrecer una reparación económica y en cuáles en cambio se ha optado por ofrecer otros caminos de reparación”. “En este proceso se establecieron cuatro tramos distintos según la gravedad de los casos, el daño subjetivo y la respuesta que hubo por parte de la Compañía ante cada denuncia, entre otros tantos criterios evaluados”. Según este sistema, que habría tomado en consideración la experiencia en países como Irlanda, Alemania y Australia, la Compañía definió que a sólo uno de ellos (al primer denunciante) le corresponderían $15 millones, reconociendo la existencia del daño causado, mas no la comisión de un “delito” propiamente tal. Luego de la inconformidad de la parte demandante y debido ciertamente a la reciente ratificación de la expulsión de Guzmán por parte del Vaticano, la Compañía se habría abierto hace solo un par de semanas, según detalla un nuevo reportaje de La Tercera, a negociar, a partir de lo cual se agendó una audiencia de conciliación a fin de evitar un juicio. Si bien ésta iba a tener lugar el 17 de febrero pasado, se decidió postergar la cita para el próximo 18 de marzo a las 10:30 horas.

Reflexiones de un ex alumno

El sucinto relato de los hechos ocurridos en el colegio San Ignacio El Bosque, así como la respuesta institucional de la Compañía de Jesús a la demanda suscrita por los denunciantes, obligan a la reflexión. En particular, cuando se ha tenido algún tipo de cercanía a dicha institución –en mi caso personal justamente como ex alumno de este colegio– no se puede reaccionar de manera indiferente ante lo que se ha hecho público en los últimos meses. En la presentación del “Proyecto Educativo” del colegio San Ignacio El Bosque, que se puede leer en su página Web (https://www.sanignacio.cl/nuestro-colegio/proyecto-educativo-y-nocion-de-calidad), se hace mención al objetivo fundamental de formar “personas que amen y sirvan; personas para y con los demás; hombres y mujeres de discernimiento, capaces de enriquecer y transformar el mundo”, soñando así con “una sociedad nueva, en la que sea posible vivir la fraternidad”, la justicia y la solidaridad. Se trata aquí de engendrar “conductas prácticas, dando cuenta de una conciencia ética no sólo bien informada, sino sobre todo sólidamente formada”. De ahí el lema institucional que todo alumno y ex alumno debiera llevar consigo: “Entramos para aprender, salimos para servir”.    

Sin embargo, es evidente la distancia insalvable que se ha dejado ver entre el discurso público y la actividad práctica de la congregación jesuita en lo que atañe a este caso específico –aunque representativo de la respuesta de la Compañía frente a las demás denuncias contra Juan Miguel Leturia, Renato Poblete, Eugenio Valenzuela, entre otros. ¿Cómo puede alegar la prescripción de delitos contra menores de edad una congregación que proclama “poner a las víctimas en el centro”? ¿Desde qué perspectiva puede ser coherente y ética la defensa del colegio San Ignacio El Bosque al intentar transferir responsabilidad en los abusos de Guzmán a los mismos adolescentes, señalando que éstos habrían accedido a sabiendas y calificando estos hechos de públicos y conocidos por “la totalidad de la comunidad escolar”? ¿Qué tipo de formación moral puede ofrecer una institución que se ampara además en el “contexto” para evadir las responsabilidades básicas que le caben como entidad educacional? ¿Acaso el abuso sexual ha de ser justificable a inicios de los 90? ¿Cuál es el ejemplo o parámetro ético-político que nos deja una respuesta institucional de tales características?

En diversos relatos de los denunciantes del caso Guzmán y de tantos otros, se mencionan algunos sacerdotes que habrían conocido lo que ocurría y que prefirieron ya sea mirar para el lado o derechamente poner más trabas ante las denuncias –aquí me refiero a los nombres de Fernando Montes, Eugenio Valenzuela, Juan Díaz, entre otros. De ser esto efectivo, resulta interesante analizar los diversos mecanismos y círculos de protección que se desplegarían, facilitando recovecos especiales para abusadores, potenciales abusadores y encubridores. Mientras Fernando Montes ofrecía charlas y comentarios de prensa acerca de los abusos de Karadima y de la necesidad del perdón frente a abusadores en casos de DD.HH., este habría estado descuidando al mismo tiempo su propia responsabilidad y capacidad de acción en casos como el de Guzmán y otros de similar connotación (léase el reportaje de Alejandra Matus sobre el caso Leturia). En paralelo, llama la atención el ejemplo de Eugenio Valenzuela, quien se hizo cargo de parte del proceso interno del  caso Guzmán y del de Leturia, en circunstancias en que él mismo era denunciado por abuso y, en tanto Provincial en aquel momento, era su competencia dar cauce o rechazar las denuncias en su propia contra –tal como se supo con posterioridad. Por su parte, Juan Díaz, quien sucediera como rector del San Ignacio El Bosque a Fernando Montes y continuara tolerando la publicación de fotos de alumnos desnudos en el mural mencionado, el año 1996, siendo Provincial de la Compañía, decidió enviar a Leturia a Estados Unidos para realizarse un “tratamiento psicológico”. Y así sucesivamente…

Acerca de la cultura del encubrimiento: ¿por qué mejor no “cerrar por fuera”?

A partir de lo anterior, no resulta difícil observar cómo se habría ido configurando estructuralmente una suerte de cultura organizacional de tolerancia –si no derechamente de encubrimiento– del abuso. La escisión entre discurso público y práctica institucional se muestra así evidente: los jesuitas, levantados como paladines del moderado discurso progresista, amigos íntimos de la élite política concertacionista, parecen convertidos, puertas adentro, en una secta más de raigambre religiosa, con prácticas no sólo éticamente reprochables, sino hasta delictivas. De esta manera, los hechos terminan por indicar que la congregación jesuita no ha de poder ser concebida como excepción alguna a la reprobación general de la Iglesia Católica por parte de la ciudadanía. Más aún, la imagen social de que han gozado en el pasado se quiebra con mayor fuerza en virtud de las denuncias constatadas. Como ha resumido el mismo James Hamilton en una entrevista a CNN el año 2019: “El nivel de perversión de los jesuitas es aún peor porque siempre se han catalogado como intelectuales”. Estamos, por tanto, frente a una congregación que ha demostrado funcionar con las mismas prácticas corporativistas impugnadas a los grupos de poder que rodean a Fernando Karadima y John O’Reilly, entre otros.

La situación descrita viene a ratificar un diagnostico que una mayoría de creyentes parece tener claro hace tiempo, a pesar de permanecer en una suerte de bloqueo vital, a saber: que la Iglesia Católica es prácticamente incapaz de generar una corrección estructural compatible con el ritmo de los tiempos. No es el momento de tematizar cuestiones propias de la práctica católica que resultan insostenibles en la contemporaneidad, tales como el “sacramento de la confesión” (¿alguien en su sano juicio puede entender que un niño o, incluso, un adulto deba explicarle a un extraño por qué habría de ser pecador?), el “sacerdocio masculino” (no existe aún argumento racional para la exclusión de las mujeres) o el “celibato” como principio mínimo de pertenencia. Repito, no es el momento de entrar en estos temas, aunque todo este escenario nos plantea interrogantes paralelas respecto de la Iglesia en la sociedad actual: ¿No será el momento de dar un paso kantiano de adultez y cerrar la institucionalidad eclesiástica “por fuera”? ¿No será el momento de atrevernos a pensar y discernir sin intermediarios tocados por la divina varita de la “Santa Iglesia”? ¿No será el momento de que, como adultos, y, en muchos casos, padres y madres de niños y niñas de un mundo moderno, nos decidamos de una vez por todas a educar a las próximas generaciones en el pensamiento crítico (e incluso en la corrección moral), sin la necesidad de poner a los establecimientos educacionales bajo el alero de una institucionalidad religiosa carente de cualquier “accountability” real?

Diversos personeros de la Iglesia y la congregación jesuita, o incluso fervientes creyentes en la “espiritualidad ignaciana”, nos dirán que el mundo está lleno de “pecadores” y la Iglesia “no es la excepción”; que los curas y los mismos jesuitas son también seres humanos con virtudes y defectos. Sin embargo, no hay que saber sumar 2+2 para entender la abismal diferencia entre acciones de tipo individual y comportamientos institucionales. Por cierto, personas como el sacerdote Jaime Guzmán hay lamentablemente varias. El problema mayor comienza, sin embargo, cuando este tipo de personas llegan a instituciones escolares y, luego de producir vejámenes y abusos, son encubiertas o sencillamente enviadas de un lugar a otro (como lo hiciera Juan Díaz el año 96), estableciendo en la práctica un modelo que facilita tanto la realización como el encubrimiento de estas conductas. Con ello, no sólo se tiende a tapar institucionalmente el conflicto, sino incluso a asumirlo como una suerte de costo o externalidad “negativa”, si, pero inevitable y hasta aceptable en el andar organizacional. Así, el desarrollo de una tabla de “precios” según “abuso cometido” por parte de los jesuitas se ofrece como un síntoma más de aquello. Conforme a esta tabla, la manipulación de conciencia supone un costo “X”, el abuso sexual un costo “Y”, la violación uno “Z”, etc. El tiempo dirá cuánto dinero necesitarán los jesuitas en el futuro. Si bien parecen tener las arcas suficientes para mantener dicha lógica por el momento, quizás un día se acerquen al único camino de redención que parece quedar con todo esto: declarar banca rota y cerrar por fuera.  

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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