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Violencia y política Opinión

Violencia y política

Augusto Varas
Por : Augusto Varas Presidente de la Fundación Equitas
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Si bien la violencia política ha formado parte de importantes procesos de cambio social, existe la tendencia a homologar su descripción y análisis con la incitación a valerse de la misma. Aun cuando Hannah Arendt condenó abiertamente el carácter instrumental de la violencia en política, reconoció que “nadie que piense en la historia y la política puede ignorar el enorme papel que siempre ha jugado la violencia en los asuntos humanos. [Esta] puede servir para dramatizar las quejas y llamar la atención del público” (Sobre la violencia, 1970). Desde esta perspectiva es posible analizar algunas coyunturas políticas nacionales.


La presentación de la Convención Constitucional ante el Senado solicitando la “tramitación con la máxima celeridad” del proyecto de ley de indulto general a personas imputadas y condenadas por determinados delitos cometidos en el contexto del denominado “estallido social” (Boletín: 13941-17), fue inmediatamente calificada como apología a la violencia. Así, la afirmación de Fernando Atria sobre la incoherencia de “celebrar el proceso constituyente y al mismo tiempo pretender tratar, sin más, como delitos a los hechos que lo hicieron posible”, provocó fuertes críticas. En página editorial, El Mercurio la calificó “como una forma de justificar una serie de graves delitos” (“La semana política”, 11.07.21).

Al igual que el Senado, Atria analizó esta solicitud de amnistía en el contexto de la gran protesta nacional del 18/O, ya que –a su juicio– “toda amnistía se refiere a hechos que son delictuales y que continuarán siendo delictuales, pero que ocurrieron en un contexto en el cual esos hechos son reconocidos como portadores de un sentido político que excede el que puede ser expresado a través de las normas y sanciones penales”. Aun cuando ha insistido en que “lo anterior no es una evaluación normativa del 18 de octubre [y que es] una descripción de lo ocurrido” (El Desconcierto, 19.07.2021), las condenas continuaron.

Esta confusión entre lo analítico y lo normativo impide establecer relaciones de sentido entre violencia y política, las que se han reiterado en las últimas cuatro décadas en el país.

Si analizamos el 18/O, vemos que en esta crisis confluyeron diversos factores. Por una parte, las reiteradas muestras de desconexión entre las elites en el poder y las creencias y valores colectivos vigentes en la sociedad, evidenciadas en los reiterados escándalos de colusión empresarial; la incumplible promesa de un adecuado sistema previsional vía AFP; la captura de recursos fiscales por el sector privado en educación, salud y vivienda; el ocultamiento de pederastas por la Iglesia católica; los escándalos de probidad en las Fuerzas Armadas y Carabineros; y el financiamiento irregular de la política, entre otros. Estas conductas mostraron el uso malicioso del poder privado o corporativo que las instituciones existentes no fueron capaces de impedir o contener. Poder que no se ocupaba del interés colectivo, privilegiaba lo privado e individual, ante lo cual gran parte de la sociedad se indignó. 

Como lo indica David Beetham, “el poder que no es legítimo ofende nuestro sentido moral”. En efecto, a la deslegitimación de la forma de ejercer el poder por quienes lo detentaban, se sumaron permanentes afrentas morales por parte de autoridades gubernamentales. A las declaraciones del exministro de Economía, Juan Andrés Fontaine, a propósito del alza de treinta pesos en la tarifa del Metro (“El que madrugue será ayudado, de manera que alguien que sale más temprano y toma el metro a las 7 de la mañana tiene la posibilidad de una tarifa más baja que la de hoy”), se sumaron las del entonces ministro de Hacienda, Felipe Larraín, comentando el IPC (“Los que quieran regalar flores en este mes, las flores han caído un 3,6%”), del subsecretario de Redes Asistenciales de la época, Luis Castillo, ante la crisis del sistema de salud público (“Los pacientes siempre quieren ir temprano a un consultorio, algunos de ellos, porque no solamente van a ver al médico, sino que es un elemento social, de reunión social”), del ahora exministro de Vivienda y Urbanismo, Cristián Monckeberg, y actual constituyente, comentando la situación de vivienda en el país (“La gran mayoría son o somos propietarios, no tenemos mucho más, porque es nuestro patrimonio… La casita, dos departamentos”), a las que se sumaron las del ministro de Economía, Lucas Palacios, ante las críticas del profesorado por el regreso presencial a clases (“Llama la atención que busquen por todas las formas no trabajar. Es un caso único en el mundo y yo diría que de estudio”). 

De esta forma, la afrenta moral contenida en los permanentes lapsus de las autoridades de Gobierno se sumó a la indignación antes señalada, resultando en las acciones colectivas que terminaron dando origen al momento constitucional existente. Tal como lo recuerda Peter Sloterdijk, “el ataque de furia sabe a dónde dirigirse: quien se encuentra en un estado de ira exagerada ‘se dirige al mundo como la bala a la batalla’” (Ira y tiempo, 2006). 

En ese contexto de “ira exagerada” se firmó el “Acuerdo por la paz y la nueva Constitución”, momento en el cual el presidente del Senado, Jaime Quintana, señaló que “esta Constitución se la vamos a deber a las personas que llevan semanas en la calle manifestándose”. Desde la otra vereda, Francisco Covarrubias reconocía que “si aquí el terror no hubiera estado presente, las reacciones posiblemente hubieran sido distintas”, y agregó que durante el 18/O “existió la posibilidad de que el Presidente de Chile tuviera que salir en helicóptero”. Lo que posteriormente fue reafirmado por el exministro Gonzalo Blumel: “No exagero si digo que lo que estaba en juego en ese momento era nuestro sistema democrático”. La percepción mayoritaria en el país después de ese fin de semana se reflejó en el 59% de los entrevistados que percibió que la democracia estuvo en peligro (Activa Research, 2019). 

La violencia observada en ese período fue parte indisociable del inicio del “momento constitucional”, constatación que no conlleva una defensa de la misma. Tal como lo señaló Jorge Millas, “ya es un problema la determinación del mero concepto de la violencia. Aunque este tiene como centro la simple noción de fuerza, no se reduce a ella. También connota determinaciones cuantitativas, como la de grado; lógicas como la de ilegitimidad; axiológicas, como la de injusticia; psicológicas, como las de temor; pragmáticas, como las de absolutismo y sujeción. […] La empiria del fenómeno pertenece al historiador, al sociólogo, al psicólogo. A ellos compete exponer su génesis y sus leyes. Por ellos sabemos que la violencia es una constante histórica, y que a ella están ligados muchos malos y algunos buenos acontecimientos de la vida colectiva” (Proyecto de Obras Completas, 2008). 

Sociológicamente, esta constante histórica se expresó en la transición a la democracia en los ochenta. Como señaló el historiador Víctor Figueroa Clark, “lejos de ser irrelevante o contraproductiva, las formas de resistencia activa de la izquierda y el uso de la ‘violencia aguda’ jugó un importante papel en darle forma a la transición chilena”. (“The Forgotten History of the Chilean Transition: Armed Resistance Against Pinochet and US Policy towards Chile in the 1980s”, 2015). En la misma dirección, el historiador de la diplomacia de los Estados Unidos hacia Chile, Pablo Rubio Apiolaza, muestra que en los documentos oficiales estadounidenses la represión tras el atentado a Pinochet “junto con provocar el regreso de la violencia, obligó a algunos a reafirmar la salida institucional y pactada al régimen militar, debido al inminente temor a un estallido o desborde social mayor con peores consecuencias” (Por los Ojos del Águila. La transición democrática chilena vista desde el gobierno de los Estados Unidos, 1981-1994, por aparecer). Igualmente, señala que “Estados Unidos buscó la promoción de una cierta estabilidad social y política, quitando simultáneamente el apoyo a la propia figura de Pinochet, a quien atribuía el aumento de la violencia política y la violación de los Derechos Humanos” (“Los Estados Unidos y la transición a la democracia en Chile: Lecturas e influencias entre 1985 y 1988”, 2019).

En el caso del creciente conflicto mapuche, esta asociación entre violencia y política se vuelve a repetir. Así, la doctora en Derecho, Nancy Yáñez, ha establecido la estrecha relación entre la falta de respuesta a las demandas del pueblo mapuche y la violencia existente en el Wallmapu: “Violencia política como resultado de la pérdida de sus tierras ancestrales. Estas condiciones alertan que el pueblo mapuche enfrenta un serio riesgo de sobrevivencia como pueblo. Es responsabilidad del Estado de Chile revertir esta situación” (“Los mapuche rurales y urbanos 2016: un análisis desde el enfoque de derechos indígenas”, Centro de Estudios Públicos, 2017).

En estas tres coyunturas políticas se encuentra presente un alto grado de violencia que la derecha en el poder no ha sido capaz de prevenir. Tal como lo recordó Genaro Arriagada, la derecha “en 2018 aseguró ¡no habrá reforma! Pero en 2019 debió sumarse a un acuerdo para abrir un proceso político que diera salida a un gobierno muy debilitado, con 20 estaciones de metro incendiadas y la policía sobrepasada” (“Hablemos sobre la derecha”, El Mercurio, 12.07.21). Por ello, Juan Luis Ossa, reflexionando sobre la incapacidad de estos sectores para prevenir tales situaciones, señaló: “El pensador conservador Edmund Burke decía que una reforma hecha a tiempo, impide una revolución. Uno de los déficits de la centroderecha es que se opuso a las reformas o más bien se opuso a tener un espíritu o una cultura reformista para el siglo XXI y, por momentos, la vi muy anclada en los 90” (Entrevista, Ex-Ante, julio 21, 2021). 

Cabe preguntarse, entonces, el porqué de esta incapacidad de la derecha para prever la eclosión de la violencia política y proveer la paz social como bien público. Esta incompetencia ya la había razonado Maquiavelo en El Príncipe, cuando expresó que “no existe hombre lo suficientemente dúctil como para adaptarse a todas las circunstancias, ya porque no puede desviarse de aquello a lo que la naturaleza lo inclina, ya porque no puede resignarse a abandonar un camino que siempre le ha sido próspero”. Quizás por estas razones, la conclusión a la que forzadamente llegó Cecilia Morel, después del 18/O (“Vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”), siempre llega tarde.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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