
La política del miedo al interés general
Lo más importante es no perder de vista el pacto republicano, es decir, ninguna institución, pública o privada, puede estar por encima de la ley, pero esta ha de ser la expresión de la voluntad de preservar los derechos humanos, en toda su expresión. Nadie puede estar por encima de la ley, ni la Iglesia católica ni los pueblos indígenas, ni los chilenos ni los ciudadanos extranjeros, ni las mineras ni Carabineros. Pero la ley no puede estar por encima de los principios democráticos y estos, hoy, se leen de forma social, ecológica y con irrestricto apego a la defensa de la pluralidad y la diversidad. La ley debe ser la expresión de los consensos sociales, pero, también y no es menos importante, el cauce de los disensos legítimos.
En estos últimos días ha corrido por redes sociales la idea de que la nueva Constitución destruye el derecho a la propiedad cuando especifica que el propietario tiene derecho a que se le indemnice por el justo precio del bien expropiado. Sin embargo, las constituciones de varios de los sistemas políticos que suelen traerse a colación en el debate público como contramodelos de la actual discusión constituyente chilena, tales como las cartas magnas italiana, española o alemana, por nombrar solo tres ejemplos, reconocen el derecho a la propiedad y a la herencia y asumen que la expropiación con indemnización está permitida por razones del bien común.
De hecho, van bastante más allá. La Constitución alemana, vigente desde la derrota del nazismo, desarrolla en sus artículos 14 y 15 la propiedad, la herencia y las modalidades de expropiación y nacionalización. En concreto, el artículo 14 prescribe, de forma clara y sin ambigüedad lo siguiente: «La propiedad entraña obligaciones. Su uso debe servir al bien común». El artículo 128 de la Constitución española, vigente desde 1978, reza, literalmente: «Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general». El artículo 41 de la Constitución italiana, vigente desde la derrota del fascismo y reformada en 2022 para proteger los derechos de la naturaleza y de los animales, precisa que «la iniciativa económica privada es libre», pero añade que «no puede desarrollarse contra el bien público o de forma que dañe la salud, el medio ambiente, la seguridad, la libertad y la dignidad humana». Ambos países, como es de sobra conocido y como ocurre en toda la Europa occidental y, en nuestro hemisferio americano en Canadá, mantienen un sistema público de salud universal, tienen varias lenguas oficiales, reconocen la especificidad de los grupos nacionales, indígenas en el caso canadiense, que conviven en sus estados, incluida la diversidad jurídica, y se sitúan, a la vez, en los lugares más altos de los índices de desarrollo humano del mundo.
Buena parte de las normas aprobadas hasta ahora en el borrador constitucional son sinónimas de las disposiciones de estas constituciones y, sin embargo, el Rechazo en buena parte de los medios chilenos es la opinión dominante, tanto como la aspiración al bienestar de esas sociedades. Creo que es urgente preguntarse las razones de esta paradójica dicotomía. Me parece que una de las razones es que ciertos proponentes del discurso público en Chile han optado por instalarse en la política del miedo como único argumento.
Uno de los problemas del uso del miedo en política es que no da lugar a la discusión, al debate, a las pruebas, a la comparación con otras experiencias. Hay dos peticiones de principio implícitas en la actual campaña: en primer lugar, que los convencionales están promoviendo derechos absurdos y, en segundo lugar, que los futuros legisladores no harán una buena interpretación de dichos derechos. En los dos casos, el miedo ataja la discusión pero también elude la necesidad del cotejo de pruebas y de datos.
La campaña del Rechazo es sobre todo una campaña del miedo. El miedo es un sentimiento básico y eso lleva a que políticamente sirva como instrumento de gobierno o de quienes aspiran a ejercerlo: todos podemos sentir miedo. La política del miedo se ha consolidado en las últimas dos décadas a partir de las respuestas del gobierno norteamericano a los ataques del 11 de septiembre.
Hace tiempo que filósofas y cientistas políticas han analizado los resultados de esa política: además de justificar el uso legítimo de la violencia o la guerra, el miedo como forma de gobernar discrimina qué vidas deben ser protegidas frente a otras que no lo merecerían (afganas, iraquíes, negras, etc.), cuáles merecen ser sanadas y cuidadas, qué cuerpos pueden ocupar un mayor lugar en el espacio público y a cuáles, sin embargo, hay que temer. Algunas campañas del miedo, como la que existe ahora contra la Convención Constitucional, se fundamentan en el bombardeo mediático más que en la argumentación, pero se apoyan en un enorme presupuesto en medios de comunicación tradicionales y redes sociales, lo que contrasta con el poco espacio y, sobre todo, tiempo, del que disponen los convencionales para presentar y defender sus propuestas.
Hay dos temas que resumen bien, a mi juicio, la preeminencia del miedo como argumento alrededor del debate constitucional: el papel del Estado en asegurar la salud y la plurinacionalidad del Estado. La creación de un sistema nacional de salud, como parte de los derechos sociales, responde a una de las demandas centrales de la sociedad que llevaron a la redacción de una nueva Carta Fundamental. Al día siguiente en que fue aprobado este principio por el Pleno de la Convención, recibí un correo de la Isapre a la que estoy afiliada afirmando que, con el sistema nacional, el gobierno nos obligará a destinar una parte o el total de la cotización de salud al financiamiento de un sistema público, lo que nos obligaría a aportar dos veces: “Una para financiar de manera obligatoria el sistema público y otra para adquirir el seguro privado que elijas”.
Amén de lo ilegal e inmoral de usar una base de datos personales para hacer proselitismo político a favor de los intereses de una compañía privada, lo aprobado en el borrador constitucional es un principio de actuación, en absoluto la legislación que lo desarrolla ni las instituciones que lo implementan. Esto no puede estar plasmado en una Constitución. Lo que efectivamente puede, y en mi opinión debe, quedar por escrito es el derecho a la salud, pública y universal como mejor forma de asegurar ese derecho, es decir, que el Estado sea responsable de la salud de los ciudadanos, de todos, no de los que pueden pagar una Isapre. En este caso, el argumento de la elección es tan burdo como si, dado que el Estado ejerce el monopolio legítimo de la violencia, un grupo mafioso nos advirtiera que así ya no podríamos gozar de su protección.
La retórica del miedo se basa también en las ilustraciones y los prejuicios que la sostienen, a menudo con ribetes que rozan el imaginario racista. Lo plurinacional se identifica a menudo en el debate chileno con Bolivia y Ecuador, nunca con Canadá o el Reino Unido donde “primeras naciones”, es decir, indígenas, quebequeses, escoceses, norirlandeses y galeses son naciones autónomas, con parlamentos, sistemas de justicia y lenguas oficiales propias. Salud y educación pública son, en la opinión de este sector de la opinión que copa columnas y matinales, sinónimos de populismo que conduce, sin peajes, a Venezuela, nunca a los modelos de la democracia social europea o a modelos mixtos de Nueva Zelanda. A veces se dice que Chile no es como esos países. Y, sin embargo, Chile ocupa el cuadragésimo lugar en el índice de desarrollo humano de las Naciones Unidas, y Nueva Zelanda, el décimo cuarto. Hay distancia pero no tanta.
La política del miedo presenta sesgos ideológicos presuntamente irrebatibles porque se esconden detrás de un sentimiento que es legítimo y fácilmente compartible. Es comprensible que una persona en tratamiento crónico tenga miedo de los cambios en el sistema de salud, pero ¿es justificable? En el fondo, la angustia nos retrotrae al egoísmo y nos impide pensar en los otros, en aquellos que no pueden pagar una Isapre. El miedo a que le quiten a alguien su casa impide pensar que, de hecho, hay lagos y playas ilegalmente privatizados por casas que no dan entrada al resto de la población a lo largo del país, negando el acceso a un bien común. En esas circunstancias, expropiar un trozo de terreno sería, precisamente, actuar en pro del bien común.
Los derechos de segunda generación, que se despliegan en los ámbitos económicos, sociales y culturales, son la expresión jurídica de las ideas de igualdad y acceso garantizado a bienes, servicios y oportunidades económicas y sociales fundamentales para procurar la mejor condición de vida de las personas. Son la clave de las sociedades justas y, por ello, estables.
Algo que caracteriza a los derechos de segunda generación es que buscan paliar la desigualdad social. Ahora bien, en ningún país donde estos derechos sociales forman parte del entramado constitucional, están prohibidos los seguros médicos o los colegios privados. En ningún país con educación pública se prohíben los establecimientos de educación privada. El derecho preferente de los padres es un argumento tramposo porque nadie impide elegir que se pueda matricular a un hijo o una hija en un colegio privado, pero sí que estos nieguen, por ejemplo, el derecho a una educación sexual informada o a la formación en equidad e igualdad de todos los géneros. Y, menos todavía, que el Estado, expresión de la voluntad general de preservar el bien común, deba financiar establecimientos educativos que actúen contra premisas constitucionales básicas.
En el debate de la plurinacionalidad también reina una campaña del miedo al desmembramiento del Estado, sin tomar en cuenta el hecho de que Estados como el Reino Unido, Bélgica, Canadá o España, al devolver poder a sus naciones constitutivas (“nacionalidades y regiones”, en la Constitución española), lo hicieron precisamente para preservar el Estado, como señaló en su momento el jurista conservador y ponente constitucional español Miguel Herrero de Miñón. Justo cuando el Estado central ha querido contravenir ese pacto constitucional, como ha ocurrido en Cataluña o en el Reino Unido tras el Brexit, contra el que votaron mayoritariamente escoceses, galeses y norirlandeses, es que la integridad del Estado se ha puesto en duda.
Como lo ha mostrado la profesora de derecho constitucional de la Universidad de Nueva York, Maggie Blackhawk, ella misma indígena, Estados Unidos reconoce la soberanía preexistente y el autogobierno de las naciones nativas americanas y ese reconocimiento estructura el sistema federal estadounidense. El repetido argumento de que la Constitución es indigenista solo muestra ignorancia histórica. El indigenismo, que es una ideología emanada principalmente del Estado y no de los mismos movimientos sociales y políticos indígenas, como por ejemplo en México, buscaba relegar a los indígenas al museo, lejos de cualquier capacidad política, y unificar la nación a través de una cultura en que prime lo hispano y lo blanco y que diluya lo indígena, como preconizó José Vasconcelos.
En el caso chileno, el prejuicio contra los indígenas afirma que su participación no va a aportar socialmente porque sus costumbres están anquilosadas, ignorando los debates, los movimientos y la diversidad política en el seno de las comunidades indígenas. En realidad, lo plurinacional reconoce que el país está compuesto de distintos grupos sociales, mismos que tienen un derecho inalienable a participar políticamente desde su propia condición, que estos grupos han sido históricamente alienados y discriminados por un Estado que se reclama solo de una nación pero que excluye, silenciándolas y omitiéndolas al modo de la historiografía propugnada por Sergio Villalobos, a las naciones distintas de la chilena que, sin embargo, existían desde mucho tiempo antes y que ya habían sido reconocidas como sujetos de soberanía por el Imperio español por medio de tratados que hoy llamaríamos internacionales, los famosos “parlamentos hispano-mapuches”, desde el siglo XVII, casi doscientos años de que existiera la República de Chile.
Más que plantear una unidad nacional o derechos individuales, lo más importante, a mi parecer, es no perder de vista el pacto republicano, es decir, ninguna institución, pública o privada, puede estar por encima de la ley, pero esta ha de ser la expresión de la voluntad de preservar los derechos humanos, en toda su expresión. Nadie puede estar por encima de la ley, ni la Iglesia católica ni los pueblos indígenas, ni los chilenos ni los ciudadanos extranjeros, ni las mineras ni Carabineros. Pero la ley no puede estar por encima de los principios democráticos y estos, hoy, se leen de forma social, ecológica y con irrestricto apego a la defensa de la pluralidad y la diversidad. La ley debe ser la expresión de los consensos sociales, pero, también y no es menos importante, el cauce de los disensos legítimos.
Maquiavelo ya recomendaba al príncipe ser más temido que amado. Hobbes hace del miedo al soberano una fuente de poder. Ninguno de los dos fue un pensador democrático. Y lo que la sociedad chilena ha ido exigiendo sin cejar en los últimos años es más democracia, más bien común y más equidad. Quien se acoja al principio del miedo como estrategia política deberá responder, más pronto que tarde, a las consecuencias de sus acciones y a la ruptura del pacto que fundó y refunda esta República.
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