El Apruebo y el Rechazo conforman las dos orillas de una nueva línea de fractura, caracterizada por la contradicción Estado subsidiario o Estado neoliberal/Estado social y democrático de derecho; paritario, descentralizado y sostenible medioambientalmente, podríamos agregar, a pesar de la presencia de matices que no alteran las divisiones de fondo entre dos paradigmas que dividen a nuestra sociedad y que deberán comenzar a ser resueltos el próximo 4 de septiembre.
Luego del estallido social y del plebiscito de entrada, la próxima cita con las urnas no es un mero trámite en la política chilena, sino que representa un momento de decisión sobre dos modelos diferentes de sociedad. Esta coyuntura crítica sería aquello que Seymour Martin Lipset y Stein Rokkan («Estructuras de división, sistemas de partidos y alineamientos electorales», en Diez textos básicos de ciencia política, Ariel 2001) denominaron “cleavages” (clivajes), o fisuras generativas que separan a los votantes en distintos bloques, a partir de factores estructurales y grupales que determinan el voto según acontecimientos significativos que generan divisiones profundas en la sociedad, originando nuevos partidos o conformando un sistema distinto al existente.
Timothy R. Scully (Los partidos de centro y la evolución política chilena, CIEPLAN, 1992) estableció que en Chile, durante los siglos XIX y XX, los conflictos principales que generaron partidos y sistemas de partidos fueron entre la Iglesia católica y el Estado (leyes laicas, separación de la Iglesia y el Estado), de clases urbano (derechos de los trabajadores ante los intereses de los empresarios) y de clases rural (reforma agraria y sindicalización campesina que acabó con el latifundio y las relaciones sociales que dominaban la explotación de la tierra desde la Colonia). Estos conflictos se desarrollaron de manera estable y en paralelo, dentro de un espacio electoral que derivó en una división en tres tercios (derecha, centro e izquierda) hasta el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973.
Tras el regreso a la democracia, los enclaves autoritarios impuestos por la dictadura (senadores designados, inamovilidad de los comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas, sistema electoral binominal) forzaron un empate permanente que permitió solo reformas consensuadas con la derecha, lo cual facilitó la persistencia de lo sustancial del modelo neoliberal establecido en la Constitución de 1980. Para Marcelo Mella (Agenda Pública, El País, 2020), aquello impidió la tendencia al incremento de la izquierda que se había manifestado en la política chilena hasta 1973, no obstante, las diferencias ideológicas se atenuaron y el clivaje autoritarismo/antiautoritarismo ocupó el centro del escenario político, más aún cuando durante la década de 1990 se mantuvo la amenaza de una regresión contraria a la democracia.
Al amparo de un neoliberalismo atenuado por el aumento del gasto social y un crecimiento sostenido durante lo que conocemos como el período de transición a la democracia, continuó la despolitización de la sociedad chilena, la anomia y la indiferencia de los jóvenes que no se incorporaron masivamente al padrón electoral. Todo ello llevó a que la política perdiera su capacidad de interpretar, canalizar y conducir las demandas populares, configurando una crisis de representación que despojó a las fuerzas políticas de su conexión más esencial con el votante, es decir, el contrato por el cual el representado deposita su confianza en que el representante cuidará de sus intereses como si fuera él mismo.
Esta anomalía tan cara para la democracia se mantiene hasta hoy, aunque la nueva coyuntura crítica del 18 de octubre del año 2019 impulsó una reconexión parcial (no sabemos todavía sus alcances) entre la élite política y los sectores sociales movilizados, sobre todo los que salieron a la calle el 25 de octubre de 2019 (1.200.000 personas en Santiago y más o menos la misma cantidad en el resto del país). Ello se materializó en un acuerdo de casi la totalidad del arco político alrededor de la elección de una inédita Convención Constitucional, con paridad de género, representación de los pueblos originarios y una alta proporción de independientes ajenos a los partidos tradicionales. A esta institución se le encargó la redacción de una nueva Carta Fundamental, cuyo proyecto ha resultado radicalmente diverso a lo que nos rige desde hace 42 años.
Tales razones hacen que el Apruebo y el Rechazo conformen las dos orillas de una nueva línea de fractura, caracterizada por la contradicción Estado subsidiario o Estado neoliberal/Estado social y democrático de derecho; paritario, descentralizado y sostenible medioambientalmente, podríamos agregar, a pesar de la presencia de matices que no alteran las divisiones de fondo entre dos paradigmas que dividen a nuestra sociedad y que deberán comenzar a ser resueltos el próximo 4 de septiembre.
Cuando hablamos de un clivaje no estamos juzgando la legitimidad de una u otra postura, simplemente constatamos su existencia. Tampoco preanunciamos un cierre cuando se tome la próxima decisión plebiscitaria, ya que estos procesos son de largo plazo, o que nuestro sistema político sea monotemático, pues en los sistemas de partidos coexisten varias fisuras generativas, dependiendo el alineamiento político ciudadano de la intensidad o alejamiento que conciten determinadas materias.
Ante el desafío que tenemos por delante, los chilenos debemos decidir informados y romper la lógica más cercana a la de consumidores que ha primado en estos años, avanzando decididamente en los cambios que se estimen necesarios para reemplazar un sistema que ya no funciona, aunque luego se vayan ajustando sus piezas.