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Las pasiones tristes Opinión

Las pasiones tristes

Gonzalo Martner
Por : Gonzalo Martner Economista, académico de la Universidad de Santiago.
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Esta pasión ya dejó de ser triste para transformarse en una irresponsabilidad histórica. No otra cosa es sumarse al Rechazo a la nueva Constitución. Primero, porque dejar atrás los resabios de la dictadura es esencial para la salud de la democracia chilena y para legar a las nuevas generaciones un nuevo comienzo, con acento en preservar el medio ambiente, ampliar los derechos sociales y el reconocimiento histórico de los primeros pueblos, haciendo prevalecer el principio de mayoría y de respeto a las minorías. Segundo, porque prolonga la incertidumbre política: el proceso iniciado en octubre de 2019 debe terminar en septiembre de 2022. Este ha sido un tiempo más que suficiente para generar una nueva institucionalidad, que deberá seguir reformándose a lo largo del tiempo. Cabe ponerse ahora a trabajar por una nueva etapa de progreso. ¿Qué sentido puede tener hacer todo el proceso constitucional de nuevo? En todo caso, lo más probable, en el evento de que gane el Rechazo, es que se mantenga todo igual. Es decir, un sistema que hemos llamado oligárquico, pues reproduce una alta concentración económica y una de las mayores desigualdades de ingresos del mundo, sustentado en un régimen político que impide que la voluntad popular se haga efectiva.


La situación política evoluciona hacia una condensación de pasiones tristes (en el sentido de Baruch Spinoza) en las élites dirigentes tradicionales.

En el caso del componente no derechista, su evolución desde una agrupación heterogénea de fuerzas en los años 1980 que luchaban por recuperar y consolidar la democracia, dio lugar a un acomodo de buena parte de ellas al orden híbrido que se fue construyendo desde 1990.

La Constitución fue incluyendo reformas sucesivas, obligadamente pactadas con la derecha, en materias políticas, sociales y culturales, que fueron generando un estado de «nueva normalidad» en la dirigencia de centroizquierda y en parte de la sociedad, con un crecimiento importante del empleo y los salarios año a año y, por tanto, de los niveles de consumo de la población, junto a una fuerte expansión de las infraestructuras. Y un creciente aprecio de una parte de la nueva elite política por las posiciones alcanzadas en la administración del Estado, en un contexto de fuerte concentración de las decisiones en un grupo dirigente talentoso pero muy pequeño. La propia alternancia con la derecha en dos ocasiones se vivió, por este segmento, sin mayores revisiones de su nueva visión política, es decir, el binominalismo.

El problema es que se mantenía el veto de la derecha a las legislaciones cruciales y no se avanzaba lo suficiente en la transformación del sistema oligárquico creado por la dictadura, sino que en algunos aspectos se fortalecía, lo que algunos fuimos criticando por convicción democrática e igualitaria. Este sistema de acomodo no podía ser eterno y empezó a ser cuestionado desde la sociedad por los jóvenes, ya sin traumas con la dictadura, en 2006 y en 2011. Y finalmente en 2019, pero ahora como la más importante, masiva y prolongada rebelión social de la historia de Chile. Sus causas fueron la frustración frente a una muy desigual distribución del progreso del país y una acendrada cultura de abuso en las empresas, en las administraciones, en las escuelas y universidades, en la vida urbana, con un endeudamiento generalizado de los hogares para enfrentar el consumo como principal factor de integración social y una marginalidad dura que se unió al narcotráfico.

Y empezaron a aparecer las pasiones tristes. Cuando se agotó toda capacidad de la Concertación de producir cambios, se creó el Frente Amplio en 2016. Fui uno de los que redactó su declaración de principios, pues creía firmemente en la necesidad de recomponer a la izquierda con el liderazgo de una nueva generación para seguir avanzando en lo que había quedado pendiente en la transición. Pero la pulsión sectaria, propia de los procesos emergentes, llevó a una rápida ruptura con personas de izquierda de más edad, lo que hubo que remontar creando una fórmula que finalmente derivó, en 2021, en la actual coalición Apruebo Dignidad (ver).

Se produjo la reagrupación de la izquierda, que de todas maneras debía tener al Frente Amplio como actor crucial, lo que, gracias al esfuerzo de muchos, se plasmó en las primarias Boric-Jadue. Boric se impuso en buena lid y demostró una amplia capacidad política y de convocatoria. Luego, el núcleo de dirigentes estudiantiles de 2011, que habían ingresado al Parlamento y adquirido experiencia, condujeron a Apruebo Dignidad al Gobierno en 2021. Fue un acontecimiento político notable, pero en el que el espíritu meramente generacional, que fue diagnosticado intelectualmente como un error por el nuevo grupo dirigente, siguió como pulsión básica difícil de domesticar, a pesar de los esfuerzos de Gabriel Boric como Presidente en diversas circunstancias.

Las otras pasiones tristes fueron la sensación, ya no de relevo del anterior grupo dirigente, un proceso deseable y sano para una sociedad que abre espacio a sus jóvenes, sino de desplazamiento. La derecha redujo su apoyo a un 20%, lo que junto a la cuasidesaparición de las fuerzas tradicionales de centro en la elección de convencionales y la conformación de un Gobierno con evidente falta de dexteridad (faltó introducir una mezcla más matizada de relevo y experiencia gubernamental), llevó a que los ataques a la Convención llegaran ya no solo de la derecha sino de casi todo el centro político y de una parte de la izquierda tradicional. El tema no era el contenido de la nueva Constitución (se ha batido un récord de inventos lisos y llanos y de tergiversaciones e incoherencias), sino de procurar remontar el desplazamiento del escenario político de las fuerzas tradicionales. Estas lo revirtieron en parte en la elección parlamentaria de 2021 y con la entrada del PS-PPD-PR al Gobierno, aunque de manera bastante barroca. La ausencia de conducción política suficiente terminó de configurar el cuadro actual: una parte del grupo dirigente entrado en años decidió transformar el plebiscito constitucional en una ocasión de castigo al Frente Amplio, con gran ruido mediático.

Esta pasión ya dejó de ser triste para transformarse en una irresponsabilidad histórica. No otra cosa es sumarse al Rechazo a la nueva Constitución. Primero, porque dejar atrás los resabios de la dictadura es esencial para la salud de la democracia chilena y para legar a las nuevas generaciones un nuevo comienzo, con acento en preservar el medio ambiente, ampliar los derechos sociales y el reconocimiento histórico de los primeros pueblos, haciendo prevalecer el principio de mayoría y de respeto a las minorías. Segundo, porque prolonga la incertidumbre política: el proceso iniciado en octubre de 2019 debe terminar en septiembre de 2022. Este ha sido un tiempo más que suficiente para generar una nueva institucionalidad, que deberá seguir reformándose a lo largo del tiempo. Cabe ponerse ahora a trabajar por una nueva etapa de progreso. ¿Qué sentido puede tener hacer todo el proceso constitucional de nuevo? En todo caso, lo más probable, en el evento de que gane el Rechazo, es que se mantenga todo igual. Es decir, un sistema que hemos llamado oligárquico, pues reproduce una alta concentración económica y una de las mayores desigualdades de ingresos del mundo, sustentado en un régimen político que impide que la voluntad popular se haga efectiva.

No cabe sino esperar que las pasiones tristes se atenúen frente al bien mayor de culminar el cambio democrático, iniciado en 1988, cuando las dificultades también fueron muchas, agrupando y movilizando a todos los que quieren aprobar la culminación del cambio democrático en el país.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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