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18-O: la batalla por reinterpretar la revuelta Opinión

18-O: la batalla por reinterpretar la revuelta

Claudio Fuentes S.
Por : Claudio Fuentes S. Profesor Escuela Ciencia Política, Universidad Diego Portales. Investigador asociado del Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR)
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A la divergencia sobre las causas del 18-O se suma la discusión sobre las causas y consecuencias de la violencia que azotó al país por aquellos días. Unos suben imágenes a las redes sociales de la violencia policial y destacan las violaciones a los derechos humanos cometidas por Carabineros. Otros enfatizan la violencia social desatada en los días posteriores al 18-O y reclaman que las autoridades actuales deben pedir perdón a la institución policial. Ninguno cede en sus interpretaciones, y se aferran a sus creencias. Son pocos los dispuestos a aceptar que así como hubo excesos y violación a los derechos humanos de parte de Carabineros, también existió una violencia social que afectó profundamente la convivencia pública y ciudadana. Ambas dimensiones son parte de la escena actual y nos acompañarán seguramente por bastante tiempo.


La historia nunca ha sido neutra y probablemente nunca lo será. Hoy, cual ejércitos de misioneros (o gladiadores, según sea el caso), las huestes se preparan para dar una interpretación unívoca de lo acontecido el 18 de octubre de 2019 (18-O). Los más revolucionarios (o transformadores) sostienen que el 18-O es una manifestación más de aquella desigualdad lacerante y esperan con ansias el arribo de las masas al poder. Otros ven en el 18-O una mera secuencia de hechos de delincuencia y saqueo y el interés ciudadano por retornar a la normalidad con el triunfo del Rechazo el 4 de septiembre recién pasado. Entremedio, emerge más de algún misionero que se alza como poseedor de una interpretación verdadera y suprema de lo sucedido.

La batalla por interpretar el pasado es tan ideológica o política como las luchas de poder del presente. Existen tres grandes relatos que compiten en las conversaciones sociales. Un primer relato sostiene que el 18-O es la expresión social de una ciudadanía cansada de abusos, angustiada por sus deudas. Una ciudadanía que despierta y comienza a reclamar sus derechos a una pensión digna, a la educación de calidad, a una vida más digna. Para esa perspectiva, son 30 años de abusos que culminan con un estallido en contra del poder constituido y en contra del modelo “neoliberal”. Sorprendentemente, fue la mismísima Cecilia Morel quien le dio sentido a esta interpretación en su filtrado audio de 2019, al señalar que “vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”.

La interpretación alternativa observa un ciclo único de crecimiento económico y reducción de la pobreza precisamente en esos 30 últimos años. Nunca antes en la historia republicana se había producido un tan acelerado mejoramiento en las condiciones de vida de la población. La revuelta no es, entonces, expresión de carestía o necesidad sino que la acción de grupos hiperideologizados de las élites que aprovecharon esta coyuntura para activar demandas sociales. Aquí calza la interpretación del propio Sebastián Piñera que planteó, en medio de las protestas, que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite, incluso cuando significa la pérdida de vidas humanas”.

En una tercera variante la revuelta sería la expresión propia de la modernización capitalista, esto es, clases medias que mejoran sus condiciones materiales pero que demandan mejores condiciones de vida, no para terminar con el sistema capitalista o neoliberal, sino que más bien para participar de él.

La disputa ideológica sobre el pasado tiene consecuencias muy relevantes sobre el propio presente. Si asumimos que las demandas pasadas son legítimas y relevantes, entonces intentaremos colocarlas en la agenda y resolverlas. Si, en cambio, pensamos que el 18-O fue un invento de un grupo izquierdista-radicalizado y si agregamos que el triunfo reciente del Rechazo es una expresión de crítica al denominado “octubrismo”, entonces no habría mucho que hacer. Bastarían algunas reformas para resolver las demandas sociales.

Entonces, ¿qué fue el 18-O? ¿Fue una manifestación social radical en contra de un modelo económico y social o una simple manipulación de élites deseosas de derrocar al Presidente en ejercicio?

Una interpretación compleja

Sostengo que los procesos históricos no son monocausales –es decir, no se explican por un solo factor que los provoca– y, por lo mismo, admiten mayores niveles de complejidad. Considerando la nutrida reflexión sociopolítica que se ha producido antes y luego del 18-O, podríamos destacar algunas conclusiones provisorias.

Primero, sería un error considerar al 18-O como un “estallido” propiamente tal, esto es, como un fenómeno social imprevisto, repentino, sin antecedentes previos, como una sociedad que estaba quieta y que de pronto y sin razón aparente explosionó. Muy probablemente nadie pudo predecir el momento exacto en que se produciría esta súbita alza de las manifestaciones sociales y su persistencia durante meses. Sin embargo, al observar retrospectivamente la secuencia de acciones contenciosas de aquella década, ellas venían al alza desde por lo menos el año 2005. La revuelta social, entonces, tiene sus antecedentes en una serie de protestas sociales en el campo de la educación, salud, previsión, vivienda, medio ambiente, derechos de las mujeres, demandas indígenas y territoriales, entre otros. Eso ha llevado a postular a algunos autores la relevancia del aprendizaje social y que secuencialmente va reconociendo ciertos repertorios (ver, por ejemplo, los trabajos de Sofía Donoso y Marisa von Bülow, 2017).

Segundo, los diversos estudios sociológicos que han venido analizando sistemáticamente la acción colectiva ya por décadas, nos han advertido de la fragmentación de las acciones de protesta. No se puede entonces hablar de “un solo movimiento social”, sino que más bien de una serie de demandas colectivas fragmentadas que se encuentran en el espacio público. El 18-O parece ser más bien una pléyade diversa y heterogénea de demandas, pero que no estaban jerarquizadas ni necesariamente compartidas por todos (contra la autoridad, por mejores pensiones, contra el abuso, por una nueva Constitución, por más derechos, por más libertad, etc.) (ver los trabajos de Nicolás Somma y Matías Bargsted, 2015).

Tercero, también se ha documentado la despartidización –no así la despolitización– de tales movimientos. El tradicional rol mediador de los partidos entre la ciudadanía y el Estado es desplazado en los 90-2000, advirtiéndose un mayor nivel de autonomía de los actores sociales. Emergen nuevos colectivos y movimientos para agregar intereses sociales –particularmente a nivel universitario–, pero simultáneamente los partidos tradicionales van perdiendo el antiguo vínculo que tienen con organizaciones de la sociedad civil. Además, se debilitan organizaciones de trabajadores y pobladores que habían sido vehículos para canalizar demandas con los partidos (ver trabajos de Emmanuelle Barozet (2016) y Manuel Antonio Garretón (2016)).

Cuarto, desde la politología se venía advirtiendo, desde inicios de los 2000, respecto de la crisis de representación que encontraba su expresión en el debilitamiento de los partidos políticos, de las instituciones representativas (Congreso, Gobierno) y de otras instituciones del Estado (Carabineros, Poder Judicial) y no estatales (Iglesia católica), que habían cumplido un enorme papel de contención de demandas sociales en el pasado (Juan Pablo Luna, 2017, por ejemplo).

Entonces, además de no ser un evento “sorpresivo”, el 18-O contiene antecedentes que de hecho se proyectan hasta nuestros días y que no han sido resueltos: una sociedad que protesta episódicamente, un sistema de partidos en abierta fragmentación, instituciones incapaces de contener las demandas sociales.

Desde esta perspectiva, el 18-O admite una interpretación multicausal: fue en parte la acción de clases medias que querían tener una mejor calidad de vida; fue también el resultado de acciones violentas de grupos marginados y marginales del sistema; fue simultáneamente la expresión y respuesta a la aguda represión policial que se dio por esos días; fue la respuesta a actores políticos que actuaron torpemente respecto a aquellas jornadas. Fue probablemente todo aquello y algo más.

Esta secuencia incorpora tres nuevos elementos que se suman a la reinterpretación del pasado. Por una parte, a nivel político se desahució la Constitución de 1980 con el acuerdo para establecer una nueva. Nos encontramos, hasta el día de hoy, en un permanente “momento constituyente”, donde los actores políticos que declaran por muerta la regla fundamental que organiza la vida en comunidad no terminan de establecer un nuevo arreglo constitucional.

Estamos en un verdadero limbo, sin ley ni orden fundamental. Como sociedad no hemos sido capaces de encontrar los mínimos comunes que organizarán nuestra vida en común. Han pasado 3 años y no tenemos un nuevo acuerdo constitucional. Tampoco tenemos un nuevo acuerdo para tener mejores pensiones o un nuevo acuerdo para una mejor salud. El acuerdo tributario tambalea y todo sigue más o menos igual. Por otra parte, se despliega una fuerte crisis económica –en parte global, en parte local– que agudiza la pobreza, incrementa la desigualdad y limita las posibilidades de la sociedad de satisfacer sus necesidades básicas de subsistencia. Finalmente, se acelera la violencia urbana producto de la mayor penetración del crimen organizado y el narcotráfico en el país.

La demanda ciudadana sigue siendo más o menos parecida a la de tres años atrás. La ciudadanía clama por que se establezcan acuerdos políticos. ¿Acuerdos para qué?, acuerdos para tener una mejor seguridad social y acceder a una vida digna, acuerdos para tener una mejor seguridad económica y acuerdos para tener una mejor seguridad pública. El asunto es que no existía ayer, ni sigue existiendo, un consenso político hoy sobre la forma de resolver estas demandas sociales: ¿mejores pensiones solo con capitalización individual o con una parte contributiva patronal?, ¿mejor acceso a la salud manteniendo la modalidad de libre elección (pública vs. privada) o estableciendo un fondo se salud?, ¿se aumentan los impuestos a los más ricos para financiar los mayores aportes del Estado a las políticas sociales?

La reinterpretación de la violencia

A la divergencia sobre las causas del 18-O se suma la discusión sobre las causas y consecuencias de la violencia que azotó al país por aquellos días. Unos suben imágenes a las redes sociales de la violencia policial y destacan las violaciones a los derechos humanos cometidas por Carabineros. Otros enfatizan la violencia social desatada en los días posteriores al 18-O y reclaman que las autoridades actuales deben pedir perdón a la institución policial. Ninguno cede en sus interpretaciones, y se aferran a sus creencias. Son pocos los dispuestos a aceptar que así como hubo excesos y violación a los derechos humanos de parte de Carabineros, también existió una violencia social que afectó profundamente la convivencia pública y ciudadana. Ambas dimensiones son parte de la escena actual y nos acompañarán seguramente por bastante tiempo.

El debate sobre exigirles a las autoridades que se pronuncien sobre una determinada declaración en Twitter, parece una polémica bastante pequeña respecto de la grave situación de violencia que se enfrenta en los liceos emblemáticos, o en las poblaciones, o en las carreteras del país. Entonces, así como se requiere avanzar en la reforma a Carabineros para establecer adecuados procedimientos para el uso de la fuerza, así también se requiere enfrentar los problemas de violencia social que se han agravado en el país.

El desastre de la República

A tres años de la revuelta social, ¿estamos en un momento desastroso de la República? Si entendemos por desastre una “cosa mal hecha”, “de mala calidad” o “que produce mala impresión”, efectivamente estamos experimentando aquel momento. El debate público tiende a evitar entregar explicaciones complejas; el sistema político no ha sido capaz de responder a las seguridades económica, social y pública que la ciudadanía reclama; los partidos no han sido capaces de lograr acuerdos básicos de convivencia; y la discusión en el Congreso Nacional se ha erosionado notablemente.

Paradójicamente, en este escenario tan negativo para la República, la ciudadanía sigue esperanzada en que un nuevo Acuerdo Constitucional contribuya a establecer mínimos comunes; sigue estimando necesaria la incorporación de independientes, expertos, mujeres e incluso de pueblos indígenas a un nuevo órgano. Pero al mismo tiempo, la ciudadanía no quiere que sean los partidos los que lideren este proceso (Encuesta Criteria-UDP, octubre 2022).

De este modo, quienes hoy controlan el proceso para establecer una nueva Constitución tienen en sus manos una responsabilidad notable: conducir la salida de esta crisis, cuando la ciudadanía los considera como parte del problema y no precisamente de la solución.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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