Publicidad
El proceso constitucional como herramienta de castigo Opinión

El proceso constitucional como herramienta de castigo

Daniel Michelow
Por : Daniel Michelow Doctor en filosofía e Investigador Adjunto, Observatorio Bíos Digital Universidad de O'Higgins.
Ver Más

Para que no naufrague el barco en el que nos encontramos, es necesario articular de manera política y legítimamente –esto es, con el beneplácito del poder original, su majestad el pueblo– una nueva Constitución. La dificultad no está, por tanto, en los aspectos técnicos para su realización, si la escriben 100 o 1 millón de personas o si son expertos o, por el contrario, los ciudadanos menos preparados de los que dispongamos, sino que más bien en entender que la Constitución se transformó en una herramienta de castigo y el brazo popular está tenso y deseoso de pegar un garrotazo más.


La pregunta que guía este análisis es la siguiente: ¿tiene algún futuro el proceso constitucional que se debate por estos días en el Congreso? O, mejor aún, ¿llegará a buen puerto y en dicho caso nos podremos dar por satisfechos con su producto?

La pregunta, en su simpleza, es venenosa. Hay demasiado en ella que es más trampa y confusión que posibilidad de comprensión. Partamos de a poco entonces y digamos lo que ella no es.

Ella no es una invitación para hacer análisis-ficción e intentar achuntarle a un resultado, no se trata de pronósticos, porque, en última instancia, el resultado del proceso constitucional no importa. Pero ¿no era la nueva Constitución lo más determinante que le podría haber pasado a Chile en términos políticos en muchos años, la justica encarnada y la epifanía, todo en uno? Aun así, dejémonos llevar por la pregunta sin interrumpirla, ignorando el discurrir del trámite político y, en vez de aventurar resultados futuros, miremos nuevamente hacia su origen. Hacia el –ahora– infame estallido social. El que alguna vez fue un acto heroico de liberación y hoy, con algo de suerte, se ha cristalizado como un exabrupto de los infames. Precisamente el cambio brusco, sideral, de apreciación del estallido y su naturaleza, nos ofrece ayuda para sintonizarnos con nuestra pregunta. Retrocedamos un poco más y tratemos de aclarar cuestiones anteriores que, ahora, parecen no ser de gran importancia, pero que nos darán claridad sobre nuestra situación política.

Entonces: ¿qué fue el estallido? O, mejor aún, ¿quién es el pueblo y qué quiere el pueblo? Nuevamente, si prestamos atención solo al trámite político, todo este tipo de cuestiones nos parecerán confusas, infructíferas y, al fin, un poco rebuscadas. Si, entre la perplejidad y decepción sobre el estado de las cosas, no nos detenemos a una consideración más pausada en torno, por ejemplo, al plebiscito de salida, nos parecerá su resultado, por supuesto, solo contradictorio. Contradictorio con los procesos electorales inmediatamente anteriores y con sus apabullantes números. Con el sorprendente resultado del plebiscito de entrada, con la impensada elección de los constitucionales, así como también, en segunda vuelta, con la votación histórica de Gabriel Boric.

Insistir en esa contradicción es un camino válido, pero –creo yo– poco provechoso, pues nos obliga a conclusiones que parecen más bien eludir el problema central, que es el de la propia responsabilidad, y nos llevan a convencernos y transitar por la vereda de la autocomplacencia, la ruta de la mentira a nosotros mismos: que los culpables son los poderes fácticos, las fake news y las masas alienadas. Estas cosas, por supuesto, existen, se dan y tienen una esfera de influencia concreta, la pregunta es más bien si queremos explicar la realidad política a través de ellas o, bien, si esa realidad se deja reducir a estas conclusiones que no parecen ofrecer otra cosa más que la decepción total respecto de lo político.

Más claridad obtendríamos si logramos ver que no hay ninguna contradicción en la manifestación popular, sino que más bien en nuestra interpretación del estallido social y, por supuesto, en nuestra comprensión del escurridizo fenómeno de “pueblo” –sublime cuando vota nuestros proyectos políticos, los de la élite de izquierda, pero unos rotos ignorantes cuando vota los de la élite de enfrente–. Aseveré hace un tiempo que el estallido social no era de izquierda. Que el carácter de esa manifestación era más profundo que la estructura tradicional de la política, el clivaje que le llaman. Dije que lo que irrumpió el 18 de octubre del 2019 fue un pulso castigador. Una necesidad de cobrarse venganza de los perpetradores, de los que saquearon todo, de los que detentan el poder, pero poco se entendió, para nuestra desazón y sorpresa, que objeto de esta venganza éramos también nosotros, que las vanguardias de los bienintencionados intelectuales de izquierda eran también un objeto de la rabia.

Cuando todo el foco del pulso popular de castigo estaba puesto en las élites económicas, lograron la Convención y sus convencionales lo inesperado: que la rabia se dirigiera hacia las élites culturales, hacia sus políticos, académicos y por sobre todo hacia su estilo de vida (al que ahora llamamos graciosamente ñuñoísmo). No solo por el laborioso trabajo de difamación de la Convención que llevaron a cabo sus propios miembros, sino que –de modo mucho más profundo– por el cambio de sentido del proyecto constitucional, pues cuando lo que parecía ser requerido con urgencia era la modificación de la esfera pública y de sus balances internos de poder, para generar un país más democrático y, de paso, rescatar la necesidad imperiosa de propinarles su merecido castigo a los saqueadores del país (a los reales), decide la Convención hacer su propio negocio e impulsar una agenda identitaria como centro del trabajo constitucional.

Ya no se trataba de las cuotas de poder y de lo público, sino que de la modificación de nuestra identidad. El concepto plurinacional no es en este sentido una mera palabra más, sino que, en la lectura popular, un intento más de robo, quizás uno mucho mayor, pues el agua se puede recuperar, pero la identidad no. Escribiendo la Constitución estaba entonces nuevamente la élite, disfrazada de independientes, izquierdistas renovados y académicos bienintencionados, pero que buscaban lo mismo que sus primos del fundo: la apropiación indebida, el hurto y la imposición de su propio mundo. El resultado del plebiscito de salida no es, en este sentido, de derecha ni mucho menos. Es la emergencia popular en su más puro estado, ejerciendo su poder en todo su esplendor, sin ningún tipo de contradicción, guiado por la simpleza del ojo por ojo. Aprobar y rechazar son, así, un mismo acto de castigo.

¿Hemos aprendido la lección o seguiremos culpando a Emol y a Cadem? Esta pregunta no es superficial porque, como es evidente, para que no naufrague el barco en el que nos encontramos, es necesario articular de manera política y legítimamente –esto es, con el beneplácito del poder original, su majestad el pueblo– una nueva Constitución. La dificultad no está, por tanto, en los aspectos técnicos para su realización, si la escriben 100 o 1 millón de personas o si son expertos o, por el contrario, los ciudadanos menos preparados de los que dispongamos, sino que más bien en entender que la Constitución se transformó en una herramienta de castigo y el brazo popular está tenso y deseoso de pegar un garrotazo más. Deben, debemos entender entonces, las élites y sus elegidos para la tarea titánica, que el documento que se redacte deberá tener un fuerte espíritu de pública contrición y arrepentimiento, vale decir, contener un fuerte elemento de demostración de que la deuda que ocasionó la fractura del sistema chileno esta aún impaga. Todo el resto es, por ahora, de poca importancia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias