Publicidad
La inacabable “tragedia” política peruana Opinión

La inacabable “tragedia” política peruana

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
Ver Más

El significado de “lo trágico” reposa sobre la tensión que nace entre la conducta humana y las condiciones que establecen su existencia. No existe tragedia en la mera casualidad, por lo que dicha dimensión sólo comparece cuando un orden determinado es desafiado y cuyas consecuencias acarrean penas para quien se atrevió a dicho “afrenta”. Castillo tuvo las insignias del poder, aunque realmente nunca tuvo el poder del todo. Sabía que tendría responsabilidad en la suerte que correría, pero parecía incapaz de aceptar ese destino. Una tragedia griega es como se puede interpretar el gobierno de poco más de 16 meses de Pedro Castillo.


Cuando me enteré de las noticias de intento de autogolpe en Perú, con Castillo clausurando el Congreso, seguido por una serie de renuncias de altos cargos, y el Legislativo destituyendo al mandatario para designar a la Vicepresidenta Dina Boluarte como Jefa de Estado, no pude evitar pensar en la similitud entre ciertas tragedias griegas de Sófocles y la crisis institucional peruana cuyo último acto vimos ayer. El protagonista sabe que a va a morir, y aunque no quiere pasar por ese trance, pareciera hacer todo lo posible por cumplir con el destino augurado por el Oráculo de Delfos.

El ex presidente del Perú sabía desde el primer día de su mandato que había un grupo de congresistas con serias intenciones de “vacarlo”. La reciente experiencia peruana salta a la vista, con registros sorprendentes incluso para el surrealismo de García Márquez: Desde Fujimori a la fecha todos los ex mandatarios peruanos han afrontado serias denuncias de corrupción -a excepción de Francisco Sagasti nombrado por el Congreso-, con procesados, Toledo fugado, e incluso Alan García cometiendo suicidio. Pero la historia no termina ahí, desde Pedro Pablo Kuczynscki (PPK) electo en 2016, cinco ocupantes del Palacio Pizarro se han sucedido (Kuczynscki, Viscarra, Merino, Sagasti, Castillo y ahora Boluarte), en el que ninguno -salvo nuevamente Sagasti- puede terminar el período para el que fue elegido en las urnas o designado por el Legislativo, sin contar el caso de Marcela Araoz que fue juramentada en 2019 sin llegar a gobernar. En decir, aunque en Perú no cunden -como otrora- los golpes de estado, la merma en la confianza en las instituciones democráticas representativas es tan profunda que ha derivado en un ciclo de crisis sin ruptura.

En el Perú el cuestionamiento al régimen político traducido en el desprecio a los partidos políticos tradicionales y descrédito institucional se ha transformado en la sensación térmica prevaleciente al gozar de amplia popularidad. Paradójicamente dicho estado de ánimo fue cultivado desde el poder, y fue inaugurado por el general Velasco Alvarado (1968-1975) quien logró quebrar el espinazo de la rancia aristocracia peruana, aunque no fue capaz de implementar con éxito un proyecto alternativo mediante los consensos mínimos. Ese fue el signo del autoritarismo competitivo de Fujimori (Levitsky, 2002)  durante su gobierno (1990-2001) y parte de las estrategia de la primera campaña de Ollanta Humala en 2006, marcada por el etnocacerismo -y su dosis anti-chilena- que hoy esgrime su hermano Antauro como forma para acceder el poder en 2026. En consecuencia, a excepción de los ’80 del siglo pasado, que fue la década de los partidos políticos, Perú es un terreno propicio para el caudillismo de outsiders que se declaran ostentosamente apolíticos. 

Asimismo, y aunque la historia que no se repite, pero a menudo rima, se escenifica en cada elección peruana un desangramiento confrontativo seguido por la angustia existencial ciudadana ante la inestabilidad resultante. Aunque quizás pocas veces como durante el último período de comicios nacionales (abril y julio de 2021) que se transformó en una verdadera guerrilla retórica, con descalificaciones personales, impugnaciones de corrupción de racimo y memes francamente racistas en las redes. 18 postulantes a la presidencia y múltiples tiendas compitiendo por escaños en el unicameral reflejaron la hiper-fragmentación de la oferta política. La ciudadanía hacía años había dejado de votar a favor de proyectos pasando a inclinarse en contra de líderes específicos, o preferir “el mal menor” (Meléndez, 2019). El resultado fue un congreso dividido entre 10 partidos, con ninguna fuerza alcanzando siquiera el cuarto de los asientos, más las dos opciones polares de Keiko Fujimori y Pedro Castillo en un balotaje que inmediatamente concluido, y por lo ajustado de la victoria del segundo, fue acusado de fraude por el fujimorismo. Incluso no faltaron voces que exigieron otros comicios, lo que no ocurrió, siendo finalmente juramentado el otrora líder sindicalistas de los profesores rurales peruanos.

Por lo tanto, era un hecho reconocido que el nuevo gobierno sería de minoría legislativa y estaría marcado por el obstruccionismo de un congreso que poco facilitaría la gobernabilidad. Sin articulación de mayorías, más allá de las circunstancias -evitar que un adversario mayor asumiera el poder-, y sin pactos legislativos, el riesgo de destitución es pan de cada día en Perú, por lo que convenía colocar atención a las vicepresidencias. En el caso de la fórmula de Castillo se reducía a una, Dina Boluarte, dado que Vladimir Cerrón estaba inhabilitado judicialmente. 

Durante más de un año, Castillo fue sorteando uno a uno los impulsos destituyentes que de tarde en tarde reaparecían con diversos episodios. Desde afuera se podía decir que la voluntad de permanecer en sus cargos hasta 2026 -año de los siguientes comicios- fungía de epoxi tácito entre varios sectores políticamente desencontrados. Sin embargo, se trataba de un equilibrio precario. Y Castillo, como todo un “Edipo Rey” y en contra de la experiencia reciente de su país que sugería cautela respecto de un Congreso que nunca controló, ejecutó una serie de acciones que inevitablemente llevaron a su cargo al despeñadero. 

Hace unas semanas la contienda definitiva se abrió paso a propósito de la legislación de plebiscitos para reformas constitucionales. La intervención del Ejecutivo no fue admitida por el Congreso, ante lo cual el Gobierno de Castillo lo interpretó como una pérdida de confianza en el Gabinete que procedió a reorganizar. La idea era que otra acción parlamentaria semejante autorizaría constitucionalmente a la Presidencia para disolver al Legislativo. Pero el unicameral no tuvo la misma lectura. El conflicto escaló y en esta ocasión parecía factible alcanzar los votos para la destitución. Un Castillo amenazado decidió adelantarse y optó por el camino del autogolpe -como Fujimori- clausurando a la asamblea de legisladores y precipitando su tragedia y el sino de la política peruana de los últimos años.

El significado de “lo trágico” reposa sobre la tensión que nace entre la conducta humana y las condiciones que establecen su existencia. No existe tragedia en la mera casualidad, por lo que dicha dimensión sólo comparece cuando un orden determinado es desafiado y cuyas consecuencias acarrean penas para quien se atrevió a dicho “afrenta”. Castillo tuvo las insignias del poder, aunque realmente nunca tuvo el poder del todo. Sabía que tendría responsabilidad en la suerte que correría, pero parecía incapaz de aceptar ese destino. Una tragedia griega es como se puede interpretar el gobierno de poco más de 16 meses de Pedro Castillo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias